martes, 7 de diciembre de 2010

Propiedades del humán. La vergüenza

Especificidad humana

Al describir las diferencias específicas del ser humano ("humán" le llama el lógico J. Mosterín para evitar cualquier interpretación  sexista), nuestro manual (Adela Cortina et al. Filosofía y Ciudadanía, pg. 109s) privilegia algunas propiedades esenciales: bipedismo, desarrollo del cerebro, capacidad simbólica, sentido de la realidad y del propio cuerpo, apertura al mundo, libre albedrío, inconclusión, ensimismamiento, imaginación superior y razonamiento...
El ser humano comparte con los seres vivos (incluidos hongos y plantas) la capacidad de metabolizar energía del entorno, crecer y reproducirse, aunque los que se reproducen de verdad son los genes ("egoístas", como los llama R. Dawkins), que "usan" nuestros cuerpos como robotes animados, hasta que por fin, nuestros cuerpos mueren sin remedio... Estas son propiedades genéricas, como la de orinar, defecar o evitar instintivamente el sufrimiento, propiedades que compartimos con las bestias.
La reducción del tamaño de los dientes y de las mandíbulas (el retroceso o desaparición de la faz hocicada), la forma prensil de la mano (los chimpancés son cuadrumanos, no cuadrúpedos), la posición bípeda y la expansión del cerebro, hasta dos litros y dos kilos de volumen y peso, son propiedades que compartimos con otros homínidos extintos como el neardenthal, que incluso tenía más cerebro que nosotros aunque tal vez fuese menos complejo. Seguramente el Hombre de Flores (muy bajito y recién descubierto), o el Homo erectus no fueron menos listos que nosotros, porque tuvieron que enfrentarse, para sobrevivir, a condiciones naturales mucho más duras y no podían aprender de sus difuntos mediante registros escritos.
Puestos a ampliar las propiedades, si no esenciales, sí al menos necesarias de nuestra especie, homo sapiens, habría que añadir algunas a las recogidas por el manual:
Por ejemplo,
1. La neotenia, de la que di cuenta en una entrada anterior, hace de homo sapiens un homo ludens y un niño permanente que siempre puede seguir aprendiendo.
2. La capacidad ascética, puesta de manifiesto por Max Scheler en su libro El puesto del hombre en el cosmos (Losada, 1980, trad. J. Gaos) : "El hombre puede reprimir y someter los propios impulsos; puede rehusarles el pábulo de las imágenes perceptivas y de las representaciones" (...) "el hombre es el ser que sabe decir no, el asceta de la vida, el eterno protestante contra toda realidad" (...), la bestia supidissima rerum novarum, nunca satisfecha con la realidad circundante".
Scheler cita a este respecto a Freud para poner de manifiesto la capacidad humana de reprimir sus impulsos. "Y sólo porque es esto, puede el hombre edificar sobre el mundo de su percepción, un reino ideal del pensamiento; y por otra parte, puede canalizar la energía -latente en los impulsos reprimidos- hacia el espíritu que habita en él. Esto es: el hombre puede sublimar la energía de sus impulsos en actividades espirituales".
No nos extrañe que Unamuno llamase a la voluntad "noluntad".
3. Otra característica propia del humán moderno es la hipersexualización. La hembra humana, al contrario que las hembras de otros primates, no tiene una estación de celo (estro), sino que está disponible durante todo el año. El etólogo y antropólogo Desmond Morris ha analizado la multitud de funciones que cumple el sexo en la vida social de los humanos, y que no es sólo reproductiva.
En general se puede decir que esta hipersexualización ha servido como incentivo para una ampliación e intensificación de la sociabilidad. La intimidad sexual frecuente fortalece el núcleo familiar en cuyo clima maduran durante mucho tiempo (neotenia) los cachorros humanos. La publicidad instrumentaliza esta sexualización de las relaciones humanas para llamar la atención sobre sus mercancías. Esa fuerza es tan grande que todas las religiones y los estados han querido controlarla para sus fines, legítimos o no. El galanteo o cortejo humano se parece más al de las aves que al de nuestros parientes primates y es, desde luego, mucho más largo y complejo... Sobre todo esto puede verse el artículo La sexualidad humana, elaborado con fines didácticos y en que se aborda el tema de la homosexualidad, también incluye un cuestionario.
4. La capacidad técnica. El homo sapiens es el homo faber, el animal fabricante de instrumentos con los que fabrica otros instrumentos, etc. Sin duda el símbolo más genuino de la máquina es la piedra de sílex, pero sobre todo, la máquina dinámica por excelencia fue en sus orígenes el control del fuego. La humanidad, o nuestros antepasados homínidos aprendieron a controlar el fuego hace más de medio millón de años. Puede que primero lo robaran a la naturaleza y sólo después aprendieran a provocarlo. Hace 40.000 años, en Europa, el hombre moderno quemaba grasa en lámparas portátiles. Tan antiguo es el control humano del fuego y su dependencia de él, que nuestros niños no le tienen miedo instintivo, más bien se sienten atraídos por él.
El fuego nos permitió acceder a más alimentos (cocidos, fritos o asados), digerirlos mejor y sin que nos causasen enfermedades, nos proporcionó calor, protección de las bestias feroces, extendió la actividad del día a la noche y permitió iluminar cuevas y abrigos rocosos, pero también acabó facilitando la construcción de armas contundentes (edad del hierro y del bronce...), que no sólo usamos para convertir la selva en huerto o jardín, sino también para matarnos unos a otros.
5. Por eso -explica Protágoras en un diálogo de Platón-, para que no nos destruyéramos unos a otros y fuera posible la convivencia en las ciudades, fue necesario también que -aparte del control técnico del fuego-, los dioses nos regalaran la vergüenza. El recato, el pudor, el sentimiento de la honra o del honor, el miedo al "qué dirán", la necesidad de consideración moral por parte de los demás, el temor al aislamiento social, el sentido de la dignidad, todo esto, que involucra emociones profundas y genuinas, regula las relaciones sociales y evita que vulneremos las reglas básicas de comportamiento que hacen posible la vida social y política. La educación debe encargarse de que nos avergoncemos haciendo el mal y de que nos enorgullezca hacer el bien. Aunque no siempre sea así.

VERGÜENZA Y DESVERGÜENZA


En un antiguo mito, que recoge Platón en su diálogo Protágoras se cuenta como Zeus modeló a los animales y a los hombres con barro. Encargó a los titanes Prometeo y Epimeteo que repartieran las distintas capacidades y dones entre las distintas razas mortales para que todos pudieran sobrevivir. Así a unos los hizo grandes, a otros entregó un amplio poder reproductor, a otros les dio alas, etc. Pero cuando llegó al hombre, Epimeteo se encontró con que ya no quedaban aptitudes, así que temiendo por su vida, su hermano Prometeo robó el fuego para el “mono desnudo”, que tan frágil y necesitado nace. El fuego representa la aptitud técnica, que nos permite sobrevivir y ser superiores al resto de las bestias. Pero, enseguida que los hombres pudieron con el fuego forjar metales, la emprendieron unos contra otros. Zeus temió por la supervivencia de nuestra estirpe, así que nos mandó la vergüenza, una emoción y un sentimiento que nos repartió por igual, a fin de que pudiéramos organizarnos en comunidades políticas amplias y pacíficas.

La venerable fábula es una forma de explicar por qué los hombres necesitamos tanto la técnica como la ética y cuál es la base natural de nuestros comportamientos morales. En efecto, la vergüenza nos impide hacer lo que sabemos que los demás no toleran, detestan o juzgan malo para sí o para todos.

En un artículo aparecido en la prensa de los años 90, el filósofo Mario Bunge se preguntaba si estaría en decadencia la vergüenza. Antes la gente se avergonzaba de muchas cosas que hoy pasan por naturales. La gente se avergonzaba si contraía enfermedades venéreas, mientras que hoy los enfermos de Sida salen a la calle reclamando fondos para investigación o exigiendo que no se les discrimine. Homosexuales y lesbianas han ocultado durante muchos siglos sus preferencias sexuales (incluso a sí mismos), tanto por temor a las sanciones sociales como por vergüenza. Hoy celebramos el día del orgullo gay. Los pobres se avergonzaban de serlo; los parados, también. Hoy pensamos que no hay por qué avergonzarse si uno siente inclinaciones homosexuales o queda desocupado sin culpa. Las madres solteras se avergonzaban de serlo; hoy son muchas las que deciden voluntariamente la inseminación artificial para ser madres y criar a sus hijos solas.

Los jóvenes hoy se avergüenzan de sus padres, de sus ropas, ideas y hábitos anticuados. Se avergüenzan de sacar la basura o separar los envases frente al contenedor, pero no se avergüenzan de pillar borracheras –próximas al coma etílico- en plena calle. Ningún buen padre, sin embargo, se avergüenza de sus hijos. Puede que les tengan lástima si no los ven felices, pero tienen que portarse muy mal para que se avergüencen de ellos. Los hijos pueden darse el lujo de ser intolerantes; los padres, no. La intolerancia de los hijos es parte de su proceso de emancipación, que a su vez es parte de su desarrollo. Los padres fueron los primeros maestros de su vergüenza: “¡Qué vergüenza, te has hecho pis en la cama!” “¡Qué vergüenza, todavía no has aprendido la tabla del cuatro!”

La vergüenza es un freno a la conducta antisocial y por lo tanto un mecanismo de convivencia y de cohesión social imprescindible. El propósito educativo ha de ser enseñar a avergonzarse por violar una buena norma de conducta, no por desobedecer una convención infundada. La desvergüenza tiene límites. Para Mario Bunge, es preciso encontrar una vía media entre el avergonzamiento excesivo de antes y la desvergüenza total de ahora, porque si el primer extremo paraliza, el segundo da rienda suelta al egoísmo y con éste a la disolución de los vínculos sociales.

¿Cómo encontrar ese término medio entre la vergüenza infundada y la desvergüenza desenfrenada? Hay que sopesar las consecuencias que nuestros actos pueden tener para los demás. La regla debiera ser:

«Avergüénzate de un acto si y sólo si perjudica al prójimo»

Desde luego, no basta con avergonzarse, confesarse, arrepentirse y rezar unos padres-nuestros... Esto puede servir para ponerse en paz con Dios o consigo mismo. Pero, más civilmente, la vergüenza debe servirnos para enmendarnos y reparar los daños causados.

Casi todos condenamos la desvergüenza, pero en opinión de Mario Bunge, hay doctrinas que la ignoran o aún la ensalzan. Por ejemplo, el Psicoanálisis, al menos sus especies más vulgares. Según éstas, seríamos exclusivamente productos de instintos innatos, de la educación temprana y de nuestras primeras experiencias con nuestros parientes próximos, el análisis enseña al paciente a conocerse tal y como es, sin avergonzarse ni arrepentirse de nada, no a corregir comportamientos antisociales. Todas mis perversiones tienen una explicación psicológica, determinista, y por consiguiente, si no tengo la culpa de lo que me pasa, tampoco hay lugar para la responsabilidad moral ni para avergonzarme de lo que hago.

El egoísmo es también practicado a escondidas por millones de personas y defendido explícitamente por un puñado de filósofos menores. Naturalmente, es indefendible, porque el egoísta no puede esperar ni la ayuda ni la compañía de los demás, y sin los demás no llegamos muy lejos. Sin reciprocidad (sin toma y daca) no habría vida social. Pero el egoísmo ha sido adoptado por la economía neoclásica, al fundarse sobre la hipótesis de que cada cual actúa en su propio beneficio que procura maximizar. Los deberes, la compasión y la consideración por los demás no deben por tanto entrar en nuestros cálculos. En este esquema tampoco hay lugar para la vergüenza.

Para Mario Bunge, el esquema de la economía neoclásica no sólo es desvergonzado, sino también psicológicamente falso, porque la mayoría de las personas sienten espontáneamente impulsos solidarios, y los empresarios competentes saben que no deben explotar al máximo ni a sus empleados ni a sus clientes si no quieren minimizar sus beneficios a medio y largo plazo. Nadie se comporta como un “egoísta perfecto”.

En conclusión, la vergüenza no está en decadencia. Lo que ocurre es que cambian sus objetos. Hoy nos avergonzamos de actos que en otro tiempo, o en otras culturas, se consideraron o consideran virtuosos, tales como azotar a los escolares, aplicar la pena de muerte, mutilar el clítoris y los labios vaginales de las niñas, o lapidar adúlteras. Mientras haya humanes (varones o hembras) éstos se avergonzarán, y mientras haya sociedad humana tendrá que seguir existiendo la vergüenza, y quienes no sientan la que se debe sentir serán estigmatizados, apartados o execrados como desvergonzados.

Nota bene
Sobre la importancia del fuego en la filogenia humana, recomiendo la película En busca del fuego (1981) de Jean Jacques Annaud, disponible en el departamento de Filosofía de nuestro centro.