jueves, 10 de abril de 2014

RETÓRICA Y DIALÉCTICA



¿Cuál es la frontera entre la retórica y la dialéctica?

 La palabra "retórica" ha tomado en el lenguaje corriente un sentido peyorativo, como ciencia o recurso inútil o meramente ornamental. Pero durante siglos, la retórica contuvo a los saberes humanísticos, tal y como los entendieron Cicerón y Quintiliano. ¿Cuál es la frontera entre la dialéctica y la lógica apodíctica, demostrativa? La demarcación entre sofística y retórica, entre la superchería publicitaria o propagandística y el sensato y hermoso juego de la persuasión -una técnica y un arte-, tampoco resulta neta, precisa. Por ello habría que clarificarla.

Los límites entre lo seguro, lo verdadero, lo verosímil, lo probable, lo plausible (de plauso, aplaudo) y lo engañoso o insidioso. De un lado, está la verdad cierta, que sólo los dioses conocen, y del otro lo falso y la mentira. Pero entre ambos extremos, el primero ideal, el segundo, detestable, están el inmenso terreno en el que familiar y civilmente nos movemos: lo razonable, lo creíble, lo opinable, lo objetable, aquello a que puedo prestar mi adhesión mental con dignidad. Como han mostrado Perelman y otros, hay argumentos casi seguros, casi lógicos, casi falaces…

Uno adopta una filosofía cuando está tan persuadido de que las cosas y los procesos son así o “asao” que la persuasión adopta la forma de convencimiento o convicción (Paul Ricoeur hace de la convicción el más allá de la catharsis trágica). El caso es que toda filosofía se viste públicamente de retórica, si quiere resultar amable.

No es casual que la filosofía la inventase un poeta. Los diálogos socráticos son todavía teatro, arte cómico y arte dramático. El artista mueve sus marionetas, vitalizando opiniones o ideas. Sin embargo, Platón afinó su lira poética imponiéndole la disciplina pitagórica, interpretando así un arte de raíz también parmenídea, zenoniana, consistente en dar y recibir razones, añadiéndole el instrumental hipotético-deductivo, y analógico, templado por los pitagóricos.


Sin embargo, la verdad es rastreada filosóficamente, no sólo como saber probado (ciencia), sino también como experiencia, como vivencia relatable. Los fenómenos más significativos de la vida humana no se dejan formular ni codificar, aunque se puedan expresar retórica o poéticamente. Gadamer ha explicado que nos hacemos y crecemos, como comprensión y reflexión, en un dominio que no pertenece sólo a la ciencia, sino sobre todo a la historia de las interpretaciones.

Interpretar es justo lo que hace un músico. Ninguna interpretación es necesaria, todas son irrepetibles; si no son fracasadas, si poseen sentido, ritmo y melodía, no es porque resulten arbitrarias. Para decir algo, una interpretación (filosofía, modus vivendi, existencia) ha de ser creíble, convincente, verosímil. El espíritu no puede aspirar a más, ni a menos.

Es erróneo pensar que se pueda interpretar y conservar la cultura sin prejuicios o sin creencias. La misma apuesta por la certeza, aún por la verdad científica como segura, supone una y tal vez más de una creencia. La cuestión está en delimitar el prejuicio válido, del prejuicio inválido, el relato edificante, del relato destructivo, el cuento estimulante, del cuento depresivo. La cuestión está en mantener la democracia interna de nuestras creencias o –como decía Julio Caro Baroja- en creer poquito y sin faltarle el respeto a nadie.

Si creemos en la unidad genuina o final de las ideas, conviene no obstante mantener dicha unidad indeterminada –como hizo Platón-, porque nadie sabe a ciencia cierta qué es lo mejor. Ni siquiera si lo mejor nos conviene.

La tradición dominó la historia como posibilidad, no como necesidad, pero la tradición, como la verdadera autoridad, es respetable. Schopenhauer consideró el argumento ad hominem como un “artificio” consistente en poner al interlocutor en contradicción con sus propias afirmaciones, lealtades, creencias o actos. La dialéctica de Platón usa y hasta abusa de estos “artificios”. No hay, en general, nada ilegítimo en esta manera de proceder que se puede calificar de racional. Así, el alumno, cuando es reñido por el profesor a causa de su impuntualidad, puede hacer valer a su favor –expresa o inexpresamente- la impuntualidad del profesor. Ya se sabe que la voluntad mueve, pero es el ejemplo el que arrastra.

Recurrir a la autoridad, ¿es siempre un modo falaz de argumentar, como pretendieron los modernos? Pues no. Cuando no contamos con una contrastación empírica definitiva, ni es posible deducir qué hacer de principios deontológicos indiscutibles, como suele suceder en disciplinas tan inexactas y problemáticas como la ética o la política, el recurso a la autoridad es legítimo, siempre y cuando de verdad sea una autoridad reconocida en ética o política la que formuló el dictamen citado. En realidad, la cita, tan manida académicamente, como el texto clásico, no es más que una aplicación práctica del argumento de autoridad. 

¿Tienen derecho un alumno o una alumna, que resultan impuntuales o faltan frecuentemente a clase sin justificarse a descalificar a un profesor o profesora porque se retrasan un día por motivos académicos o personales? Un profesor tiene autoridad para formular un dictamen, para poner notas, pero ¿acaso no tiene que dar cuenta de lo que hace? ¿No tiene el poder, todo poder, que justificarse?

Pues claro. Hay que distinguir –como hacía Cicerón- entre autoridad y poder. Si suponemos que un aserto es cierto, sólo porque lo afirma un mandamás o porque se nos amenaza si asumimos creencias o actitudes opuestas, estamos ante una falacia, en el caso de la amenaza la conocida como “ad baculum”. Las tesis del profesor de física no son arbitrariamente ciertas porque él sea el profesor de física, sino porque sabe explicarse y porque cuenta bien lo que sabe.

El comportamiento artístico es un momento de la conciencia cultivada. El trabajo pedagógico mismo es un comportamiento estético, mejor que técnico, resulta poético, y no sólo metódico. Esto es así porque los alumnos y las alumnas no son ni máquinas, ni animales, ni ordenadores, sino una mente viviente con biografía y planes, con sentimientos e ilusiones, con emociones e ideales. 

Ni la psicología ni la pedagogía, ni su combinación, podrán ser jamás ciencias exactas, si se inspiran en la finalidad ideal de producir o conservar mentes útiles y armónicas. Como vio Kant, en realidad son ciencias sin objeto, precisamente porque –digamos- su asunto, sus intenciones, transcienden las determinaciones fenomenológicas del aquí y el ahora. Tienen que ver con fines.



La psicopedagogía, como la economía, usan las matemáticas para acreditarse como ciencias duras, retóricamente. Muestran con ello su complejo de inferioridad. Esa pretensión de verterse en modelos exactos, en algoritmos mecánicos, ha resultado tan estéril para la escuela como funesta para la didáctica de las enseñanzas medias. El ser humano no es un animal de estímulos y respuestas, sino de atenciones y propuestas. Pero si a uno le dicen –por activa y pasiva- que es un animal o un ordenador, acaba siendo tan necio e inconsciente como ellos.

Una efectiva pedagogía debe inspirarse no sólo en la descripción de cómo funcionan las “cosas”, los “mecanismos cognitivos” o constructivos de la mente o la inteligencia emocional de los infantes, sino en los valores históricos del humanismo: dignidad, libertad, integridad… y esperanza en las aptitudes irrealizadas de cualquier ser humano. Una pedagogía valiente debe inspirarse en otros muchos valores menores del mismo paradigma humanístico (retórico): modestia (real o afectada), tacto, sentido común, sindéresis, phrónesis, esprit de finesse, bon sens… sobre todo para corregir las exageraciones de cualquier “metafísica lunática”, como la vitalista à la page, sin ir más lejos, o como la que postula, por ejemplo, que debemos sacrificar todo a la Sacrosanta Tecnología. 

Una pedagogía humanista está montada sobre la insobornable confianza en el valor absoluto de las personas. Entre cosas, todo se explica, pero cuando intervienen personas y tratamos con ellas, todo se complica. Tal sucede en educación. Sócrates no era un pedagogo, ni en el sentido estricto de esclavo que conduce a los niños al colegio, ni en el sentido más actualizado de técnico en infancia, sino un grandísimo seductor, un provocador intelectual, pero también un terapeuta del alma. Tal vez no sea ocioso insistir en que alma es, precisamente, aquello que no puede ser de ningún modo una mera cosa.

La educación es también "cosa" de buen gusto, de buenas maneras. Las formas –citaré la autoridad de Aristóteles- son el principio de inteligibilidad; las buenas formas son, pues, lo decisivo. No conocemos cómo es una persona por su radiografía, ni por sus análisis de orina o sangre, ni por su ADN, por mucho que lo descifremos certeramente, sino por sus formas, por sus maneras de comportarse.

Sobre gustos hay mucho -y bueno- escrito. Y debemos aprender de los clásicos, usando esas enseñanzas del saber humanístico como canon pedagógico.


1 comentario:

Ana A dijo...

Con respecto al principio de tu escrito, ya hay un científico norteamericano que ha escrito "Verdad y veracidad" el deseo excesivo de la comprobación, veracidad, hace perder la verdad.
Muy buen post deshaciendo los típicos tópicos en que caemos habitualmente sobre lo necesario en educación