Todo tiene solución, menos la muerte. La muerte nos iguala a
todos, a los ricos y a los pobres, a los guapos y a los feos, a los poderosos y a los humildes. Es nuestro destino seguro, al menos como sujetos encarnados. Es posible
que el inconsciente no sepa nada de la muerte –como decía Freud-, que se considere eterno. Y tal vez en nada
piense un hombre joven y sano menos que en la muerte –como dejó dicho Spinoza-. Pero a
medida que envejecemos, la experiencia de la muerte de mascotas, familiares y amigos, se
vuelve cercana e inquietante. Vamos a morir. Sin remedio. Y lo sabemos.
Sin duda esta conciencia de que vamos a morir nos constituye
como humanos. Es un radical antropológico. Es dudoso que otros animales lo sepan tan claramente. De hecho
somos la única especie que rinde honor a sus muertos. La muerte de un ser
humano es particularmente trágica porque con cada persona fenece una interpretación original, una
forma única de humanidad. Vista una gallina, vistas todas. Pero cada ser humano
–como decía Únamuno- es especie única.
El instinto de supervivencia tal vez sea en nosotros el más
fuerte. No nos gusta morir y la muerte nos da miedo. Algún filósofo –Fernando Savater-
ha dejado escrito que toda la cultura es un vasto conjuro contra este
miedo. Al fin el objetivo –expreso o inexpreso- de religiones, técnicas, ciencias o artes es salvarnos o, al menos, dejar tras de nosotros huellas que prueben que hemos vivido o trasciendan nuestra vida, preservando nuestro recuerdo.