domingo, 24 de mayo de 2009

Voluntad


La vena creadora de la inteligencia

La voluntad es la capacidad superior del espíritu humano. Un querer orientado por fines y metas. Nuestro querer está naturalmente orientado hacia la salud, la dignidad y la felicidad, pero la voluntad nos permite decidir dónde, cuándo y cómo buscar lo que estimamos bueno. El acto voluntario es así un acto no condicionado, no reflejo, automotivado y, en fin, un acto libre.
Tradicionalmente se ha definido a la voluntad como una facultad específicamente humana que tiene por objeto el bien conocido por la inteligencia.
¿Podemos querer voluntariamente el mal? ¿Es o no es posible la mala intención absoluta? ¿Es de verdad nuestra voluntad libre o sólo se lo imagina? ¿No están nuestras metas programadas por la publicidad y la propaganda? ¿Es o no posible una voluntad asociada a una mala inteligencia de las cosas? ¿Querer es poder? Estos y otros interrogantes no admiten una respuesta fácil ni sencilla.
La voluntad es un concepto filosófico, metafísico, personalista. El contenido de la conducta voluntaria, al contrario que el de la motivación (un concepto psico-fisiológico) es de tipo intelectual y moral, autoinducido, autónomo. La esencia de la voluntad es pues la libertad, el señorío de la persona sobre sus propios sentimientos, pensamientos y actos, que le permite asumir promesas y compromisos. Podemos prometer y comprometernos porque somos capaces de garantizarnos una cierta continuidad no dependiente de los estímulos del medio o de los instintos biológicos (motivaciones).
La voluntad es automotivación inteligente, autocreadora. Y puede interpretarse como el principio activo de la inteligencia, lo mismo que la imaginación es el principio activo de la memoria, y los sentimientos el principio activo de la percepción y la sensibilidad en general. Por decirlo con una analogía física: la voluntad pone el calor y la inteligencia la luz en nuestras acciones propiamente humanas, las que acometemos libremente en tanto que personas, y no por azar o necesidad.
Personal e intelectualmente, podemos inclinarnos hacia la verdad o la falsedad; moralmente, hacia el bien o el mal, lo correcto o lo incorrecto, lo conveniente o lo inconveniente, lo legal o lo ilegal; prágmáticamente, podemos inclinarnos hacia lo útil o lo inútil, lo provechoso o lo estéril; estéticamente, hacia lo bonito o lo feo, lo armónico o lo inarmónico, etc. Estos actos, noéticos, éticos, poéticos o artísticos, son propios de nuestra raza humana, como especie que se esfuerza por dar sentido a su actuar, entender y querer.
Hacer lo que a uno le da la gana no debe ser confundido con el acto voluntario y libre. En efecto, podemos distinguir entre una volición sensible más o menos arbitraria y caprichosa, o asociada a las necesidades y apetitos del animal que también somos; y una volición inteligente, capaz de ordenar dichos apetitos y necesidades, de acuerdo a su mayor o menor valor, regida por el conocimiento.
La volición inteligente es así la capacidad de pretender lo que estimo preferible, y supone una estimativa o, dicho de otro modo, una axiología o tabla de valores. El fracaso de la inteligencia, no depende tanto de la falta de valores, sino de su pobre o equivocada jerarquización, de su mal ordenamiento. Es el caso de quien pone la emoción del juego por encima de su seguridad económica, o el placer de comer y beber por encima de su salud, o el amor por encima de su dignidad personal.
En realidad, indisociable del desarrollo y construcción de la inteligencia, la voluntad se alimenta de la represión de la volición sensible, supone contención y sublimación de los instintos y caprichos, un apresamiento de las energías animales hacia su liquidación o empleo en la persecución y obtención de fines superiores...
Tal vez por eso, el filósofo Miguel de Unamuno llamó "noluntad" a la voluntad, considerándola una capacidad negativa, porque lo propio de la voluntad -si no siempre, muchas veces- es decirle "no" a la gana. Autocontrol.
Al contrario que los animales, los seres humanos tenemos el poder de hacer lo que no nos da la gana, lo que nos disgusta: aplazar la satisfacción, sobreponerse a los instintos, aguantarse las ganas, controlar los estados de ánimo. Estas son las virtudes de la voluntad: la perseverancia, o el no actuar en un sentido para poder hacerlo en otro, el esfuerzo constante, al acecho de un bien superior, la espera, el sacrificio de bienes inmediatos e inferiores, en beneficio de bienes superiores e incluso ilusorios. Este ha sido el esfuerzo vivo de la historia humana. La fuerza de voluntad es nuestra principal ejercía inventora. No sólo la voluntad de sobrevivir, sino la de ser más, la de autosuperación.
Esta extraordinaria dimensión activa de la inteligencia humana para sobreponerse y aguantarse, que también se da, aunque en mucho menor grado, en otros animales superiores, ha sido ilustrada con la asombrosa peripecia del Barón de Münchausen, que se sacó a sí mismo y a su caballo de un barrizal, tirándose de los cabellos (cfr. infra).
La fuerza de la voluntad, en efecto, no parece tener otro fundamento que su propio ejercicio: la disciplina de todas nuestras facultades bajo la ambición creadora del sujeto ejecutivo y personal.

Podemos cansarnos de vivir, pero nunca de desear, al menos si aún nos queda ánimo. Nuestra ambición puede ser infinita, y tal vez no nos conformemos con otra cosa que con ser como dioses, sin embargo, nuestra libertad es limitada y querer no es poder. La voluntad obra milagros, pero dentro del marco de nuestra circunstancia, entendiendo por tal el marco físico, biológico, social, cultural, familiar, histórico... en el que necesariamente nos movemos. Pues aunque nuestra voluntad aspira a lo infinito, nos mueve en un marco espacial y temporal concreto.

Una condición ineludible de la voluntad es la capacidad para proyectar, asociada a la condición futuriza del ser humano, pues somos también lo que queremos ser, lo que ambicionamos ser. En el acto voluntario cobran una relevancia especial las ilusiones, deseos sublimados o reelaborados imaginativa e intelectualmente y que actúan como poderosos excitantes anímicos y tónicos de la voluntad. Vemos que las personas sin ilusiones se desmoralizan, fácilmente se dejan abatir por la pereza, la desidia o la abulia; se muestran entonces incapaces de crear, de inventar su vida, de hacerse o hacer cosas...

Resumiendo: acto voluntario es un acto volitivo no reflejo, porque no está bajo el imperio del estímulo externo; no completamente instintivo (aunque saque sus fuerzas dé lo más primitivo), porque se sobrepone a la gana, sino espontáneo y autónomo, porque está asociado a la inteligencia y al querer personal de un sujeto relativamente libre.

La cosa en sí que somos

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), influido por la filosofía oriental y el budismo, proclamó que todo es representación, encadenada bajo la razón suficiente de la causalidad (¡ojo!, no confundir con casualidad o azar), todo excepto la voluntad, la verdadera cosa en sí, el fundamento del mundo, una fuerza inexplicable pues posee en sí misma su razón suficiente. Su origen es irracional, si bien en las formas superiores de conciencia transforma las causas mecánicas del mundo físico y biológico en motivos racionales.
La voluntad es el principio único, inespacial e intemporal -metafísico-, del universo. La voluntad se despliega en la multiplicidad de representaciones de lo dado en el tiempo y el espacio, así como mi voluntad de coger se despliega en mi mano, o mi voluntad de hablar en el movimiento de mi lengua. Todas las cosas son en sí la misma cosa (voluntad), sólo el espacio y el tiempo individualiza.
Schopenhauer es un filósofo pesimista y ve en la voluntad -como afán perpetuo jamás satisfecho- el origen de todo dolor y todo mal. El carácter fundamentalmente irracional e insatisfactorio del impulso volitivo, del querer vivir, produce el dolor de vivir, sobre todo a quien no es capaz de dominar sus apetencias vitales, a quien no es capaz de convertirse en artista de la vida... La música, por ejemplo, es la revelación de la Voluntad misma, más allá de toda representación espacial, la representación del sentimiento sin la vinculación a los motivos que lo han producido, la pura abstracción del dolor y la alegría y, por consiguiente, la liberación del mal de la voluntad por su serena visión y su dominio.
Pero el arte sólo es un lenitivo provisional. El autoconocimiento lleva al reconocimiento de la identidad esencial de todo lo que existe, a la superación del egoísmo de la voluntad, o sea, a la compasión, pues el dolor ajeno y el propio no son más que modalidades (representaciones) de un mismo dolor.
Frente a la Voluntad de Schopenhauer, que al final cifra toda su esperanza de salvación en la autosupresión, en la resignación y el ascetismo, su discípulo F. Nietzsche cifró la salud vital en la ampliación desmesurada, exuberante, de la voluntad de poderío (der Wile zur Macht).

Fases del acto voluntario

Como análisis del acto voluntario recogeremos las cuatro fases que le atribuyó William James:

1) Representación de un fin o de un propósito: un proyecto para alcanzar, una plan, una meta, de ahí la naturaleza finalista o teleológica de la voluntad: "nihil volitum nisi praecognitum". Como la siguiente, es una fase propia de la inteligencia, presupuesto por el acto voluntario.

2) Deliberación: la inteligencia sopesa los motivos a favor y en contra de la realización del acto, entendiendo por tales no sólo los sentimientos y pasiones, sino también las razones.

3) Decisión: es el acto propio de la voluntad, el fiat, el hágase.

4) Ejecución: Sólo se quiere verdaderamente aquello que se ejecuta. Cuentan los obstáculos y la constancia de la voluntad, pero la verdadera decisión consiste en ejecutar.

Los filósofos Bergson y Sastre criticaron la supuesta prioridad de la deliberación, interpretándola como una "comedia". La decisión -dicen- es anterior a la deliberación, la cual no es sino una justificación o racionalización posterior...

El determinismo

Se pueden aducir argumentos contra la existencia de la voluntad o de la libertad del querer humano desde distintas perspectivas.
Para el psicologismo, los seres humanos siempre se comportan determinados por el motivo o deseo dominante, sea éste un estímulo externo o una necesidad interna. Lo que hacemos no es más que consecuencia o efecto mecánico, que puede ser expresado como una función matemática, si bien la dificultad de precisarla hace que creamos que somos libres o queremos autónomamente, mientras nuestra acción depende de la cantidad y del juego de nuestros impulsos y de los estímulos que los despiertan.
Desde el sociologismo se puede argüir a favor del determinismo que sólo somos efectos de complejas retículas sociales, estamos condicionados por la clase social en la que nacemos, pues no es lo mismo nacer en una pocilga que en un pesebre de plata, tener que trabajar desde la infancia que poder dedicar ésta a la educación, etc.
Desde el biologismo genetista se insiste en la importancia determinante de los genes, el "oscuro azar de los genes", sin tener en cuenta que los genes trazan disposiciones generales que pueden actualizarse o no. Aunque es posible combinar este tipo de determinismo de los genes con el anterior de tipo social, diciendo que las aptitides (genéticas) se convierten o no en hábitos (actitudes reales) en función de las circunstancias sociales o históricas (historicismo).
Caben otros determinismos no cientifistas, sino más bien vulgares o supersticiosos. Es el caso de quien sostiene que nuestros actos están determinados por la situación relativa de los astros actual o en la fecha de nuestro nacimiento ("astrología"), o de quien cree que nuestro "sino" ya está escrito en el Libro General del Hado, en alguna parte del Cielo o del Infierno. Son distintos tipos de fatalismo, religiosos o no.

Quien sostiene que el humano no es libre, priva a este de su dignidad, pues al margen de la libertad, no puede reconocerse ningún tipo de culpa o de merecimiento, de mérito o de demérito. La negación de la libertad de la voluntad tiene la ventaja de volvernos del todo irresponsables. En efecto, si las circunstancias mandan, si no he podido hacer otra cosa que lo que he hecho, entonces de nada vale que el juez me condene por haber robado, violado o asesinado... La culpa se disuelve en una compleja causalidad hecha de factores externos: hormonas, genes, medio social, pobreza, subcultura machista, etc.
Si no somos libres, entonces carece de sentido cualquier sanción, pero también cualquier premio en reconocimiento del mérito a la valía científica, artística, profesional, etc.
La propia explicación científica de los acontecimientos humanos parece presuponer un férreo determinismo. En efecto, la explicación científica objetiva los actos humanos (la ciencia es 'cognitio rerum per causas naturales'), y al hacerlo no tiene más remedio que contemplar nuestras obras como efectos motivados, esto es, como fenómenos causados por otros fenómenos: físicos, sicológicos, sociológicos, históricos, etc.
Pero el ser humano no puede ni debe ser reducido a mero objeto, ¡porque también -como persona- es sujeto, principio causal!
La interpretación del ser humano como causa de sí, esto es, como ser libre, su comprensión como un proyecto, una idea, un ideal regulativo, un valor y, en fin, una meta, escapa al programa del trabajo científico. En este sentido, las acciones humanas no sólo requieren una explicación, sino, más importante, una justificación, que apela a valores trascendentes, más allá de lo que hay, y tascendentales, que hacen posible la creatividad humana en el mundo, el progreso y la historia.
Esta interpretación del humano como un ser capaz de autorregular racionalmente su conducta es la clave del pensamiento humanista, que identifica la libertad del hombre con su superior dignidad frente a las bestias. En el Renacimiento, el pensamiento humanista moderno (Pico de la Mirandola) declaró que el humano es un ser de "naturaleza indefinida" y por ello capaz de darse a sí mismo la forma que quiera según la idea que conciba de sí mismo. Podemos ser mejores o peores que las bestias salvajes, pero no podemos ser bestias salvajes, pues somos responsables, no sólo de nuestro pasado, ya determinado por nuestras decisiones, sino también de nuestro futuro, por el que podemos trabajar. El ser humano capaz de convertir su virtud en su fortuna, tiene que justificar -dar razón ética- de cuanto hace.
Este es el quehacer propiamente humano, como dice Ortega, el de fabricar o "novelar" su vida conviertiéndola en biografía, en obra de arte, historia propia.
La faena de la libertad es dramática puesto que en ella nos jugamos la dignidad, el mérito, el demérito. La posibilidad de elegir bien es también la posibilidad de elegir mal, de equivocarse, de fallar... Por eso nos entra muchas veces pereza y preferimos que otros decidan por nosotros, adoptando la pose -también culpable- de la minoría de edad, de la inmadurez para decidir con conocimiento, por eso todos hemos sentido el "miedo de la libertad" (Erich Fromm).
Desde luego, uno puede optar por ser esclavo de otros o de las drogas, el dinero, la moda, el cargo... ¡Uno es libre de dejar de ser libre o de tirar su libertad por la borda! Por eso se ha dicho que "estamos condenados a la libertad" (Sartre).



Libertad y progreso

La idea del ser humano como ser abierto y en continuo proceso de autocreación o transformación está muy asociada a la idea moderna de progreso, esto es, a la idea de que el ser humano construya su suerte mediante un proceso histórico de emancipación de la necesidad, regido por una cabal idea del bien o un ideal de justicia.
Mediante tal proceso, los seres humanos -varones y mujeres- se harían cada vez más capaces de elegir su suerte, cada vez más capaces y libres, ampliando -mediante su esfuerzo en el tiempo y el espacio- el horizonte de su libertad personal.
Esta concepción progresista de la historia no tiene por qué ser ingenua, en el sentido de que todo cambio sea necesariamente hacia mejor. Puede que el progreso sea errático: dos pasos p'alante, tres p'atrás, cinco p'alante... aunque, globalmente considerada, la historia presente claros signos de significativo progreso, tanto en cuanto a la ampliación de la capacidad de maniobra para conducirnos, como a la ampliación de la conciencia y responsabilidad de nuestras decisiones y actos...
Esta concepción de la libertad y el progreso está asociada a un ideal de ilustración y cultura, pues sólo la verdad nos puede hacer libres, y a una concepción de la inteligencia que no la reduce a un instrumento de las pasiones, ya que -como dijo Kant- sin el progreso ético de la humanidad el progreso técnico no es más que mera lentejuela miserable.
Apostar por la libertad del ser humano y el progreso de la humanidad no significa renunciar a reconocer nuestra esencial menesterosidad, aun en lo espiritual, la fundamental falibilidad de la libertad, pues no somos "superhombres" ni "supermujeres", no somos dioses, ni podemos situarnos más allá de la naturaleza (de la que procedemos) o más allá del bien y del mal (en cuya distinción nos constituimos).
El "voluntarismo" es una exagerada apuesta por las posibilidades de la voluntad, asociado a una concepción individualista y romántica de la naturaleza humana. La libertad no es sólo voluntad, como piensa el voluntarismo, sino también poder, las circunstancias fijan el marco de posibilidades de hecho dentro de las cuales puede elegir. Entre el determinismo y el voluntarismo cabe una exacta comprensión de nuestras posibilidades y aspiraciones legítimas, que respete nuestra capacidad creadora.

Las enfermedades de la voluntad

Lo peor del determinismo mecanicista es que acaba limitando las posibilidades de la libertad, es un prejuicio que acaba por realizarse... En efecto, si los seres humanos tiene una idea de sí mismos como sujetos no libres, condicionados por las circunstancias, las pasiones, los deseos y caprichos, los estímulos mediáticos, etc. acaban comportándose como animales y muñecos teledirigidos. La Internacional Publicitaria es una poderosa tirana de la voluntad, puesto que aspira a disolverla en motivaciones que ella diseña, reproduce y controla. La gente cree que es libre de querer esto o lo otro, pero ha sido condicionada por los monitores. Pues el sistema de producción no sólo produce los medios que satisfacen "necesidades", sino que también produce las "necesidades", lo deseos que se ajustan a los productos que interesa vender.
No es de extrañar que se extiendan en la actualidad la desmoralización general o las enfermedades de la voluntad:

1) Abulia de la deliberación: la de los impulsivos que hacen o compran lo primero que se les antojan, o la de los obsesivos, que se dejan llevar por pasiones o impulsos "irresistibles".

2) Abulia de decisión. La de los indecisos que deshojan una margarita trás de otra, sin decidirse nunca por el bien mayor.

3) Abulia de ejecución. Falta de constancia y energía psíquica para empeñarse en la realización de un proyecto y ordenar los actos a su consecución. Entra también aquí la abulia de los "veleidosos", que cambián continuamente de proyectos.

Comentario de texto

"La operación de la racionalidad presupone que hay una brecha entre el conjunto de etados intencionales sobre la base del cual tomo la decisión, y la toma efectiva de la decisión. Para ver esto sólo se necesita considerar los casos en los que no hay brecha alguna, donde la creencia y el deseo son, en realidad, causalmente suficientes. Éste es el caso en el que, por ejemplo, un drogadicto tiene un impulso poderosísimo para tomar heroína, cree que la substancia que tiene delante es heroína y así, de modo compulsivo, la toma. En tal caso, la creencia y el deseo son suficientes para determinar la acción, puesto que el adicto no puede hacer otra cosa. Pero esto difícilmente es el modelo de racionalidad. Tales casos parecen estar completamente fuera del alcance de la racionalidad.
En el caso normal de la racionalidad, tenemos que presuponer que el conjunto antecedente de creencias y deseos no es causalmente suficiente para determinar la acción. Esto es una presuposición del proceso de deliberación y es absolutamente inevitable para la aplicación de la racionalidad. Presuponemos a continuación que hay una brecha entre las 'causas' de la acción en forma de creencias y deseos y el 'efecto' en forma de acción. Esta brecha tiene un nombre tradicional. Se la denomina 'libre albedrío'. Tenemos que suponer el libre albedrío para que sea posible el embarcarnos en la toma racional de decisiones. De hecho (...), tenemos que suponer libre albedrío en cualquier actividad racional. No podemos evitar esa presuposición, pues incluso el rechazar embarcarse en la toma racional de decisiones sólo es inteligible como tal rechazo si lo consideramos como un ejercicio de la libertad. Para ver lo que quiero decir, consideremos algunos ejemplos. Supóngase que una persona entra en un restaurante y el camarero le lleva la carta. La persona en cuestión puede elegir entre, digamos, chuletas de ternera y pasta; no puede decir: 'Mire usted, soy determinista, C'e será, será. Lo único que voy a hacer es esperar y ver lo que pido. ¡Esperaré a ver lo que causan mis creencias y deseos!'. En tal caso, incluso si tal persona rehusa ejercitar su libertad, todo el asunto es inteligible sólo si lo consideramos como un ejercicio de la libertad. Hace mucho tiempo que Kant señaló esto: no hay manera de liberarse de nuestra propia libertad en el proceso de la acción voluntaria porque el propio proceso de deliberación sólo funciona en contraste con la presuposición de libertad, en contraste con la presuposición de que hay una brecha entre las causas que tienen la forma de creencias, deseos y otras razones del agente, y la decisión efectiva que toma tal agente."

John R. Searle. Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío, 2000.

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