lunes, 2 de abril de 2012

El contractualismo de Locke


Este Leviatán no es el monstruo del caos de la mitología fenicia,
sino el  gigante político de Hobbes que impone orden


 Derecho a rebelarse

A los elementos que empleaba Hobbes para su modelo de Estado, Locke añade el problema adicional y fundamental de la revolución; o sea, la posibilidad de que el pueblo pueda resistirse legítimamente contra los detentadores del poder político. La reeleboración lockiana del concepto de contrato liquida históricamente el viejo sistema de dominio, introduciendo criterios de legitimidad para tal liquidación.
El referente polémico directo de los Tratados sobre el Gobierno es la doctrina patriarcal de Robert Filmer, más que el Leviatán de Hobbes. Antes bien, el pensamiento Lockiano parte del mecanismo fundamental de la lógica política de Hobbes:
“En rigor, nada puede hacer de un hombre un súbdito, excepto una positiva declaración, y una promesa y acuerdo expresos”.
Antes de esta declaración no existe ningún poder político, sino individuos en el estado de naturaleza.  Sin embargo, el concepto hobessiano de “guerra de todos contra todos” está ausente en Locke. El “estado de guerra” lockiano es una perturbación del estado natural regulado por leyes y motiva el tránsito a un orden más seguro, el del Estado, desde aquel abismo de muerte y desorden.
Pero para Locke resulta esencial que el poder político no resulte irresistible. Si los poderes públicos no cumplen con el contenido de las leyes naturales, el pueblo está legitimado para resistir o rebelarse. La guerra o el desorden derivados de esta resistencia no constituyen el peor de los males, por cuanto ni la paz y el orden son el mayor de los bienes. Una paz contraria a la ley natural “consistiría en la violencia y la rapiña”, mantenida para uso exclusivo de ladrones y opresores. La cueva de Polifemo en la que Ulises y los suyos no tenían cosa que hacer, sino esperar para ser devorados por el gigante, ofrece una buena metáfora de un gobierno de este tipo. Quien gobierna como un tirano según su voluntad particular, y no según la ley, no sólo pone en peligro los valores de paz y orden, sino que está violando el contenido normativo del pacto. Por tanto, en tal caso, son los gobernantes los que se manifiestan como rebeldes (re-bellare), al sustituir la ley por la fuerza instauran un estado de guerra. Locke instrumentaliza el binomio guerra-paz (inseguridad-seguridad : muerte- vida), sustituyéndolo por transgresión-norma.

El pueblo tiene derecho a rebelarse, pero no es rebelde en sí. Al contrario que el monstruo de mil cabezas de Hobbes, el pueblo lockiano “está más dispuesto a sufrir que a luchar por sus derechos” y “no tiende a sublevarse” (Segundo tratado sobre el gobierno civil, §230, infra ST). El pueblo posee la inteligencia de todas las criaturas racionales, no es necesariamente ignorante y no está siempre descontento, más bien se muestra reacio a cambiar sus antiguas instituciones y demuestra bastante paciencia soportando abusos, leyes inadecuadas y corruptelas de los gobernantes. En una palabra, constituye un sujeto racional que tiene el poder de proteger la norma frente a las transgresiones de quienes lo gobiernan despóticamente.
John Locke (1632-1704)

Iusnaturalismo y creacionismo

La filosofía política de Locke está completamente vinculada al iusnaturalismo, cuyos orígenes se remontan a la filosofía griega presocrática[1]. El poder político es el derecho a dictar leyes y sancionar su incumplimiento, incluso bajo pena de muerte, a fin de regular y preservar la propiedad. Esto significa que el poder político encuentra fuera de él sus fines, los cuales no consisten en el tradicional bien común, sino en la preservación de la propiedad. Ésta tiene un origen autónomo e independiente de aquel poder político, siendo anterior a su constitución, como un derecho natural.
El estado de naturaleza se refiere en Locke a la posición ocupada por los hombres dentro del Orden de la Creación. Algunos comentaristas han subrayado la importancia de la reflexión teológica calvinista para la comprensión del estado natural lockiano. En efecto, Dios crea, por especies, un universo jerarquizado que es enteramente de su propiedad. Los derechos y deberes de cada hombre se definen por referencia al estatuto de especie del género humano. Mientras los seres inferiores han sido creados por Dios para el uso de los humanos, los hombres no han sido creados para que unos sirvan a otros, sino que se hallan en “un estado de igualdad, en el que todo poder y jurisdicción son recíprocos, y donde nadie los disfruta en mayor medida que los demás” (ST, §4). Esta igualdad natural fundamenta la “obligación que tienen los hombres de amarse mutuamente”, sobre la cual se sustentan “los deberes que tenemos para con los otros” (ST §5). En cuanto propiedades de nuestro Señor y Padre (Dios as Maker), cada uno de nosotros está hecho para durar todo el tiempo que plazca a Dios y además tiene el deber de conservarse a sí mismo en la medida que le sea posible, así como al resto de los miembros de su especie. Por tanto, ni puede “dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones” (§6), ni puede suprimir su misma vida (§23).
La autoconservación y la conservación de la especie constituyen, con respecto a Dios, un deber. A este respecto se ha señalado (J. Dunn) que puede interpretarse las leyes del estado natural de Locke tanto en términos de Duty como en términos de Right. Lo importante es señalar que la ley natural es entendida como expresión directa de la función del género humano con respecto al plan general de la creación divina. Tal norma “mira por la paz y la preservación de toda la humanidad” (§7) en cuanto propiedad de Dios. En relación a Dios, la obediencia a la ley es un deber; con respecto a los otros individuos de la especie común, el mismo dictado se convierte en un derecho. Así, el horizonte teórico lockiano está encuadrado dentro de un marco de teología natural.
Adriana Cavarero simplifica así la lógica política de Locke:
- Dios es propietario de sus criaturas (1ª premisa) y por eso los hombres deben conservarse y no destruirse (prescripción).
- Dios crea especies compuestas de individuos iguales (2ª premisa), por lo cual dicha igualdad no debe ser violada por distintas formas de subordinación y dominio (prescripción).
El orden de las premisas resulta indiferente y las dos consecuencias prescriptivas están íntimamente entrelazadas. La ley de conservación prohíbe tanto el suicidio como el homicidio, así como la norma de la igualdad prohíbe la esclavitud y la servidumbre.

Razón y pasiones

El hombre propende a un comportamiento racional. “Racional” significa para Locke la capacidad de regirse uno mismo por la ley natural, por lo que la razón es la ley natural[2]. El humano es un sujeto racional (Rational Agent), sin embargo, la especie humana se muestra tanto esencial como necesariamente atravesada por un alma capaz de apasionarse y, por tanto, de transgredir la ley de la naturaleza y la ley de la razón. “La ley, entendida rectamente, no tanto constituye la limitación como la dirección de las acciones de un ser libre e inteligente (a free and intelligent  Agent) hacia lo que es de su interés; y no prescribe más cosas de las que son necesarias para el bien general de quienes están sujetos a dicha ley” (§57). Así pues, el agente no sólo debe ser racional, sino también libre “para que cada uno ordene sus acciones y disponga de posesiones y personas como juzgue oportuno” (§4). La libertad no es un estado de licencia sino más bien de perfección, y consiste en tener por regla la ley natural, reconocida por la razón como una ley conforme a sí misma.
Pero el cumplimiento de la ley natural tiene tanto enemigos externos como internos. Dentro de cada hombre, la naturaleza enferma, la pasión o el afán de venganza (ill Nature, Pasion and Revenge) pueden corroer y resquebrajar el fundamento racional, perdiendo su humanidad y decayendo el  individuo hasta la condición animal de seres inferiores. Tal posibilidad aporta al estado de naturaleza un elemento de desequilibrio importante. El mismo derecho de conservación genera el derecho a castigar al agresor-transgresor, y el consiguiente derecho de resarcimiento que pueda demandar la víctima. En el fondo, cada uno debe cuidar de que se imparta justicia según el plan divino. Cada hombre está obligado a contener o, si es necesario, destruir aquellas cosas que son nocivas para la humanidad (§8). Pero el idéntico derecho de cada uno a ejercitar el poder ejecutivo de la ley natural desemboca en una serie de inconvenientes, pues el egoísmo, la maldad, la pasión y el deseo de venganza transforman fácilmente al juez en un árbitro inicuo y parcial, sobre todo si se hallan en juego sus intereses y los de sus amigos y parientes. Siempre que se actúa impulsado por violentas pasiones se perturba el estado de naturaleza. El derecho de castigar no ha de tener como horizonte jurídico la ley del talión, por el contrario, debe reconducirse al ámbito jurídico-normativo de la creación que, como tal, es el verdadero objeto de la ofensa.
En el estado natural no se da necesariamente una situación de “guerra de todos contra todos”, ya que mientras “el estado de naturaleza es aquél en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal, común y superior a todos, con autoridad para juzgarlos”, el estado de guerra se da, sin embargo, cuando impera “la fuerza, o una intención declarada de utilizar la fuerza sobre la persona de otro individuo”, sin que exista “un poder superior y común al que recurrir para encontrar en él alivio” (§19). Así, el polo opuesto del estado de guerra no es el estado de naturaleza, sino el estado de paz en donde se prevé la existencia de un juez común: el estado político… “Allí donde hay una autoridad, un poder terrenal del que puede obtenerse reparación apelando a él, el estado de guerra queda eliminado y la controversia es decidida por dicho poder” (§21).
En el estado de naturaleza, la especie humana dispone de una racionalidad potencialmente perfecta, pero cuestionada por la Caída, o sea, por aquellas pasiones naturales que hacen desfallecer los poderes de la razón. Aquel estado natural de paz y buena voluntad, asistencia mutua y conservación constituye por ello un topos normativo perdido para siempre. La racionalidad no afectada por pasiones constituye así un estado paradisíaco que, después de la Caída, se convierte en la utopía de una armoniosa relación entre los hombres que habrá que construir en la historia. La perfección perdida es aquello que el hombre natural debe querer, pero que ya no puede realizar plenamente en la naturaleza. Razón y pasión son los polos dialécticos de una estructura antropológica inestable y precaria. Por ello el estado de naturaleza de Locke tiene una doble configuración y es, al menos potencialmente, un estado de guerra.
El camino hacia el orden pasa ahora por el progreso histórico, en dirección a un nuevo estado que ponga freno a la amenaza del desorden, creando instituciones capaces de contenerlo. Puede que un juez común no impida del todo la violencia, pero limitará su proliferación. Son pues dos los motivos que impulsan a los hombres a salir del estado natural: evitar la guerra y preservar la propiedad, cuyo goce, en un estado natural sin juez común, “es sumamente inseguro” (§123).

El pacto

El pacto social consiste en el establecimiento de este juez común. “El objetivo del contrato social era encontrar la base de una obligación política vinculante para todos” (Macpherson). Si por naturaleza todos los hombres son libres e independientes, el consentimiento individual se convierte en el único mecanismo que puede instaurar una relación de dependencia entre ellos, en vista a la consecución de un cuerpo colectivo, en el que la sujeción del individuo a las decisiones de la totalidad no se oponga a la ley natural. El pacto marca el paso desde el estado de naturaleza hasta el estado de comunidad (Community, §95).
El agente racional y libre cede a la comunidad el poder en el momento constituyente del pacto, instaurando así el cuerpo político que, como un organismo nuevo, tendrá derecho a deliberar, lo cual únicamente puede suceder a través de la voluntad y decisión de la mayoría: “Es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir, el consenso de la mayoría” (§96), porque el cuerpo político no es una reunión de todos, sino él mismo un todo (the Whole) capaz de moverse como unidad.
La comunidad crea las formas de gobierno, sustancialmente tres: democracia, oligarquía, monarquía, a las cuales se deben agregar las formas compuestas o mixtas (§132), ninguna de las cuales se opone, para Locke, a la plena racionalidad que ha proyectado el pacto. Cualquiera de estas formas puede ser considerada legítima si ha sido constituida por consenso.
Willmore Kendall sitúa a  Locke fuera de la tradición constitucional, alegando que su teoría confiere algo muy próximo a la soberanía absoluta a la sociedad civil, o sea, a la mayoría del pueblo, aunque no al gobierno, que tiene sólo un poder delegado. Frente a esta soberanía de la mayoría –afirma Kendall- el individuo carece de derechos. Esta interpretación de Locke conduce a la sorprendente conclusión de que Locke no fue un “individualista”, sino un “colectivista”, pues subordinaba las finalidades del individuo a las de la sociedad. Locke sería así un precursor de Rousseau y de la Voluntad General. Según Macpherson, esta hipótesis es importante, pero concluye que Locke era un “demócrata partidario del dominio de la mayoría”, dejando de lado todas las pruebas de que Locke no era en absoluto un demócrata.

Derecho de Propiedad

El estado natural contenía para Locke un importante factor de distinción: la propiedad privada, que crea entre los individuos relaciones de desigualdad y de dependencia. Tal factor es silenciado en el momento del pacto, por cuanto resulta perturbador y ajeno a la lógica consensual-igualitaria del mismo. Esta omisión no tendría importancia si no fuese porque la propiedad privada aparece enseguida como uno de los fines que ha de ser protegido y tutelado por esa misma comunidad que la había excluido de sus mecanismos constitutivos. Por estos motivos, autores como C. B. Macpherson[3], desde una perspectiva marxista, han visto en el discurso lockiano una justificación ideológica, compleja y ambigua, de la naciente economía capitalista, basada en el “individualismo posesivo”. Las contradicciones principales de los postulados de Locke se alimentan de suposiciones  comunes a finales del XVII, la de que los trabajadores están normalmente demasiado abajo para ser capaces de pensar o actuar políticamente y en la suposición de la incapacidad moral de los pobres.
Al principio, Locke designa con el término genérico de propiedad (property) a la vida, la libertad y los bienes (Life, Liberty and Estates) de un individuo (§87), pero en el curso de sus argumentaciones los bienes poseídos acaban asumiendo el estatuto de property en sentido estricto, como elementos que en el estado de naturaleza distinguen a los individuos, y en la sociedad política conservan su inviolabilidad. Así “un sargento, el cual podría ordenar a un soldado marchar hacia la boca de un cañón enemigo, o ponerse de pie en lo alto de una trinchera con riesgo casi seguro de perecer, no podría, sin embargo, ordenar a ese soldado que le diese un penique de su dinero” (§139). La legitimación autónoma del derecho de propiedad, al margen del ámbito político, se refleja en el fundamento “natural” del derecho de sucesión (§182).
En el estado natural, la propiedad de los bienes constituye un implícito corolario del derecho a la vida, pero después se separa de este derecho y sigue un destino independiente. Esto se aclara si pensamos que la propiedad personal consiste ante todo en el uso exclusivo del cuerpo: “el trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos, podemos decir que son suyos”. Entre un individuo, sus acciones y las consecuencias de éstas existe una estrecha conexión que impide separar estos términos, que se incluyen por tanto en el concepto unitario de identidad personal (sentido antropológico-epistémico de la propiedad). Si cada uno es propietario de su propia persona, también lo es de sus acciones y de su trabajo. La perspectiva corporal se desarrolla coherentemente: los frutos y las presas de que se nutre el salvaje son suyas, se convierten en parte de él, así como el trabajo, o sea, el uso del cuerpo, se une, mezcla y agrega indisolublemente a los frutos recolectados. La misma ley natural impide la acumulación cuando ordena que cada uno se apropie solamente de aquello que puede consumir, pues “Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la dejara echarse a perder o para destruirla” (§94).
Aunque la cuestión de la propiedad se extienda desde las necesidades básicas a la posesión de la tierra, la conclusión sigue siendo la misma: “Toda porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y haga que produzca frutos para su uso, será propiedad suya” (§98). El límite de un consumo sin derroche marca el límite de la propiedad territorial, igual que el trabajo cerca la tierra común, pues cada hombre sólo debe posesionarse de aquello que le es posible usar (§36).
Pero hete aquí que la invención de la moneda cambia las cosas. El estado natural parece dividirse en Locke en premonetario y postmonetario. A partir de la moneda, los bienes se separan de la vida y la libertad. Y ese tratamiento autónomo puede llegar a amenazar esos mismos bienes. Se trata de una manipulación de los preceptos de la ley natural, pues la ley natural prohíbe las reservas fungibles, pero no el trueque. Y con el trueque aparece una forma de intercambio nueva, ya no de nueces por ciruelas, sino de nueces por una pieza de metal, que no se echa a perder, y que es en principio valorada por su belleza o inalterabilidad. En una palabra, la invención del dinero, al hacer posible la sustitución de los bienes efímeros por cosas como el oro o la plata, que no se deterioran, hace ineficaz la ley natural, allí donde ella, al prohibir el despilfarro o el desperdicio, limitaba la acumulación. Locke reconoce que con el artificio del dinero, la tierra puede ser poseída de un modo desproporcionado y desigual (§111), con lo cual resulta inevitable que muchos queden privados de ella. Nacen entonces las formas de dominio propias de la servidumbre, porque la equivalencia trabajo-propiedad desaparece, y un hombre libre pero sin recursos se ve obligado a vender su servicio a cambio de un salario (§85). Interesa observar que si bien Locke subraya el carácter superfluo del acuerdo para apropiarse de las cosas en el estado natural premonetario, sí lo considera necesario para el uso de la moneda: el mutuo consentimiento sobre el valor de cambio del dinero resulta necesario porque la legitimidad de las acciones de compra y venta, en lugar de estar fundadas en el orden divino y natural, se basan en la adhesión subjetiva a un artificio que termina transformando el orden natural. Este acuerdo común sobre el uso de la moneda conduce a una situación sin retorno. Los protagonistas de este acuerdo renuncian al derecho que la ley natural les garantizaba, con el agravante de que tal renuncia no responde a inevitables inconvenientes, sino solamente al “deseo de tener más de lo necesario” §37). Este deseo inventa la nueva modalidad de acumulación.
En el capítulo V del Segundo Tratado, encontramos el célebre argumento de las tierras: “la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado ha segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión ni consentimiento de nadie. El trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban, me ha establecido como propietario de ellos” (§28). El pasaje en cuestión parece una mezcla de la concepción clásica según la cual el señor posee el trabajo y los productos de sus siervos, con la moderna de que es el trabajo el que legitima la propiedad del producto. En efecto, el tema de la igualdad entre los miembros de la misma especie, que se encuentra en la base teórica de los Dos Tratados sobre el Gobierno, desaparece en el capítulo de la propiedad.  Una nueva lógica “profana” quiere asegurar al propietario la riqueza que ha acumulado después de la “profana” invención del dinero (G. Zarone).
La sociedad política emerge como una estructura fuerte porque no debe nada a la propiedad privada. Se trata de una fuerza que, lejos de ser un dúctil instrumento de los propietarios, es juzgada por la propiedad y por los primeros Estuardo como algo temible, pues el discurso de Locke crea un nuevo espacio político horizontal donde todos son dependientes en igual medida de una única y superior ley (isonomía). Y todo ello a pesar de que Locke se esfuerza  por hacer coincidir los movimientos de la nueva y temible máquina política con los intereses de los propietarios. Y tal vez por ello la visión del estado de Locke como una sociedad anónima cuyos accionistas son los propietarios ha adquirido tanta aceptación.

Commonwealth: Sociedad y Gobernment

La comunidad (Community, Political Body, Society, People) fundada por el pacto es un estadio intermediario hacia una verdadera comunidad civil (civitas, Commonwealth, State): un organismo final. La comunidad que ha asimilado a los contratantes y les ha anulado como individuos, instituye el Government, dividido en poder legislativo, ejecutivo y federativo. La Commonwealth, como organismo viviente, funciona a través de órganos específicos, entre los cuales, el poder legislativo juega el papel de alma, porque da forma, vida y unidad al Estado, de esto derivan sus miembros influencia mutua, su simpatía y su conexión. Por lo tanto, cuando el poder legislativo se rompe o se disuelve, la disolución y la muerte se siguen de ello. Pues la esencia y unión de la sociedad consiste en tener una sola voluntad; y el poder legislativo, una vez que ha sido establecido por la mayoría, es el que declara y, por así decirlo, mantiene esa voluntad (§212). Así pues, “la primera y fundamental ley positiva de todos los Estados es el establecimiento del poder legislativo”.
Al unirse los hombres en sociedad el poder reside naturalmente en la mayoría y ésta puede hacer periódicamente leyes y ejecutarlas sirviéndose de los oficiales que la mayoría nombra. En ese caso la forma de gobierno es una democracia perfecta. Pero también puede depositarse el poder legislativo en manos de unos pocos hombres selectos, y en sus herederos y sucesores; entonces tendremos una oligarquía. El tipo de Estado dependerá, por tanto de dónde se deposite el poder de legislar (§132).
El magistrado supremo y neutral se articula en un Government basado en la colaboración de tres poderes distintos (legislativo, ejecutivo y federativo). La relación entre la sociedad y el Gobierno no es un contrato, sino una political Trusteeship, una especie de delegación de confianza para determinadas tareas y con el propósito de conseguir un fin (en última instancia, la conservación de la especie). El filósofo contrapone así contrato y confianza, separando el pacto que crea la comunidad y el proceso siguiente por el que la comunidad deposita el poder político en el Government. Aunque la forma plena de la Commonwealth, que actúa como un organismo vivo y ejecuta racionalmente la voluntad divina, necesita de ambos procesos, estos deben considerarse como lógicamente distintos. Mientras que el proceso contractual que funda la comunidad es irreversible, la relación fiduciaria de ésta con el Gobierno puede anularse en caso de incumplimiento. La disolución del gobierno no debe ser confundida con la disolución de la sociedad.
Cuando el gobierno se disuelve el pueblo es dejado en libertad para erigir un nuevo poder legislativo, ya sea por un cambio de personas, o de sistema, o de ambas cosas. En segundo lugar, puede suceder que el gobierno incumpla el mandato recibido actuando ilegítimamente, en ese caso se pone a sí mismo en un estado de guerra contra el pueblo, el cual, por eso mismo, queda absuelto de prestarle obediencia (§220, 222).
En el pacto cada uno aliena al cuerpo unitario su capacidad de agente libre y racional, como si separara la razón de las pasiones, para mantener a éstas al margen del proceso generador de la forma política. Las pasiones permanecen como una desordenada materia contra la cual se instaura, en el estadio final de la Commonwealth, la forma racional de dominio.
El poder legislativo está limitado: 
  • Primero, a procurar el bien público. 
  • Segundo, no puede atribuirse el poder de gobernar mediante decretos extemporáneos y arbitrarios, sino que está obligado a guiarse por leyes promulgadas y establecidas. 
  • En tercer lugar, no puede apoderarse de parte alguna de la propiedad de un hombre, sin el consentimiento de éste, pues el fin del gobierno es la preservación de la propiedad. 
  • Y en cuarto lugar, la legislatura no puede transferir a nadie el poder de hacer leyes.
Un gobierno que fije impuestos excesivos se hace enemigo del pueblo, pues perjudica aquello que debería proteger. En la imposición de tributos, Locke exige el consentimiento de los súbditos. El problema es grave porque los impuestos son una consecuencia automática de la existencia de gobiernos, los cuales “no pueden sostenerse sin grandes gastos” (§140).
En su concepto de representación, Locke tiene en mente la doble descripción del individuo como súbdito y como propietario, así como el modelo de gobierno inglés, con una persona individual (el rey) que hereda el poder ejecutivo y, con él, el de convocar y disolver a otras dos personas (artificiales): la asamblea de la nobleza hereditaria (cámara de los lores), y la asamblea de los representantes elegidos pro tempore por el pueblo. Locke privilegia a esta última, a la Cámara de los Comunes, que tiene la misión especial de expresar el consentimiento de los propietarios en materia tributaria. El pueblo de Locke son estos propietarios que demandan dentro de la Commonwealth protección y defensa de su patrimonio, individuos que están dispuestos a pagar por el mantenimiento de un gobierno que responda a sus demandas, de un modo que puedan variar y controlar.

Rebelión como guerra justa

“Cuando no hay un juez sobre la tierra, la apelación se dirige a Dios que está en los cielos” (§21) –esto es lo que sucede cuando no hay gobierno legítimo. La autoridad de un poder terrenal es la única manera de limitar y contener los conflictos. Sin embargo, el problema de la revolución puede también leerse en términos teológicos como el problema de la inevitabilidad del pecado. Pues los representantes del pueblo son hombres, y por consiguiente, hombres caídos. Por eso es necesario que el pueblo se reserve la última decisión, el derecho de juzgar si hay o no hay causa justa para dirigir su apelación a los cielos (§168). La apelación al cielo es la apelación a un derecho que legitima la violencia, es la revolución entendida como guerra justa.
Locke piensa –como luego expresará Rousseau con su fórmula 'Vox populi vox Dei'- que el pueblo no puede ser injusto. El pueblo no ha podido dar a los gobernantes en quienes deposita su confianza (Trust) el poder de obrar injustamente, pues ese poder jamás lo tuvo el propio pueblo (§179). Tras apelar al cielo y entrar en guerra contra los rebeldes, el pueblo recupera a través de la revolución aquel proceder racional que los gobernantes han traicionado o destruido. No existe subversión del sistema, sino restauración del mismo. La revolución se entiende así como reconstitución del orden alterado por el comportamiento de los gobernantes.
“El nuevo sistema propuesto por Locke –escribe Adriana Cavarero[4]- no resulta totalmente ajeno y separado de los problemas del viejo sistema, sino que se muestra capaz, desde su interior, de considerar al viejo sistema como su transgresión y, por tanto, puede legitimar su eliminación. Al mismo tiempo se legitima a sí mismo cuando se presenta como el resultado de dicha eliminación, como una re-constitución del sistema, o, aún mejor, cuando se estima que se ha constituido gracias a esta re-constitución”.
En el punto final del modelo entra en juego la dialéctica entre persona natural y persona artificial. Debemos eliminar las peculiaridades y pasiones de cada hombre si queremos obtener la identidad abstracta de una voluntad puramente racional. En los gobernantes, tal separación se muestra pasajera e imperfecta, pues son hombres. La aporía de una representación desempeñada por personas naturales, y por tanto sometidas a pasiones e intereses particulares, sigue sin resolverse,  a no ser que se multipliquen las medidas de control o que el gobierno sea ejercido por un mecanismo sin alma al margen de la ley, en verdad inhumano o más que humano.
  
Notas bibliográficas

[1] “Como la Alétheia de Hesíodo, como la Alétheia de Epiménides, la ‘Verdad’ de Parménides está articulada con Diké [Justicia], que aquí ya no es solamente el orden del mundo, sino también la corrección, el rigor del pensamiento”. Marcel Detienne. Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, VI, Taurus, 1981.
[2] C. B. Macpherson. La teoría política del individualismo posesivo, V., Barcelona, 1970.
[3] The Political Theory of Possessive individualism: Hobbes to Locke, Oxford, 1962.
[4] Hemos seguido su artículo “La teoría contractual en los Tratados sobre el Gobierno de Locke” como guión principal de la presente entrada. En  El Contrato social en la filosofía política moderna, ed. de Giuseppe Duso (Valencia, 1998, pgs. 149-192).

Texto propuesto para el comentario

"Locke ha sufrido las consecuencias, tanto como el que más y más que muchos, de que se hayan apreciado en su pensamiento político supuestos democrático-liberales. Su obra invita a darle este tipo de tratamiento, pues parece contener todo lo que el moderno demócrata liberal pudiera desear. El gobierno mediante consenso, el dominio de la mayoría, los derechos de las minorías, la supremacía moral del individuo y el carácter sagrado de la propiedad individual, todo ello está ahí, y todo a partir de un primer principio relativo a la racionalidad y a los derechos naturales del individuo, principio que es a la vez utilitarista y cristiano. Se admite que en su doctrina hay cierta confusión e incluso contradicciones internas, pero se contempla con cierta indulgencia en alguien que, después de todo, se halla casi en el origen mismo de la tradición liberal: no puede esperarse de él que alcance la perfección del pensamiento político de los siglos XIX y XX."

C. B. Macpherson. La teoría política del individualismo posesivo. Fontanella, Barcelona, 1970.

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