Filosofía primera
Hace ya siglos que la Metafísica es sospechosa. Mas el
hombre es un animal metafísico. ¡Y no digamos las personas!
Los catorce libros de la Metafísica
de Aristóteles contienen una reflexión de segundo orden y de máxima generalidad
sobre la realidad natural. Son unas lecciones que Aristóteles dictó después de las de Física o más allá de la naturaleza (metà physiké).
Son apuntes tomados de oído (acusmáticos)
por los estudiantes del Liceo: catorce rollos de papiro independientes entre sí
que se ocupan de temas filosóficos muy generales.
A esta “ciencia del ser en cuanto tal” Aristóteles no la
llamó “metafísica”, sino Filosofía Primera
o Ciencia del ser en cuanto ser. Pero
el undécimo director del Liceo, Andrónico de Rodas, cuando editó las obras del
maestro, unos doscientos años después de la muerte del Estagirita (I a. C), les
puso a esos escritos el nombre de Meta-física, con el cual se han seguido
reeditando hasta nuestra época.
Esto no quiere decir que los autores anteriores a
Aristóteles no se ocupasen de asuntos de tal naturaleza sumamente abstracta. De
hecho, hay quien atribuye a Platón la génesis de la metafísica al apuntar en su
obra República a un principio “más
allá de lo que existe”, un principio indeterminable, y al que llama Idea del Bien.
Entre los filósofos presocráticos, el Ser de Parménides, el Logos (Razón) de Heráclito o el Noûs (Entendimiento) de Anaxágoras pueden ser también considerados principios metafísicos, aunque sus autores no los considerasen como trascendentes a la naturaleza, anteriores o por encima de lo real natural, sino lo más poderoso en la naturaleza o la causa del ordenamiento de los eventos naturales. Causas, pero también fines, aunque la consideración teleológica, finalista, de los arcanos de la realidad será más bien labor de la filosofía clásica (de esa “segunda navegación” que inaugura el pensamiento socrático-platónico).
Entre los filósofos presocráticos, el Ser de Parménides, el Logos (Razón) de Heráclito o el Noûs (Entendimiento) de Anaxágoras pueden ser también considerados principios metafísicos, aunque sus autores no los considerasen como trascendentes a la naturaleza, anteriores o por encima de lo real natural, sino lo más poderoso en la naturaleza o la causa del ordenamiento de los eventos naturales. Causas, pero también fines, aunque la consideración teleológica, finalista, de los arcanos de la realidad será más bien labor de la filosofía clásica (de esa “segunda navegación” que inaugura el pensamiento socrático-platónico).
Los racionalistas cultivaron la metafísica. Descartes no
dejó de considerarla tronco de las ciencias. Leibniz nos legó una metafísica
optimista. Poco después, el empirista Hume criticó duramente los objetos
tradicionales de la metafísica escolástica y racionalista: la idea del Yo, del
mundo, de la cosa en sí, o de Dios. Y Kant afirmó, en su Crítica de la Razón pura, que la metafísica, imprescindible en la
práctica ética, es sin embargo imposible como ciencia, pues sus objetos (libertad,
dios, mundo) son puras condiciones ideales de la experiencia, posibles lógicos de
los que, sin embargo, no cabe experiencia alguna.
Desde Kant, la metafísica ha sido puesta bajo sospecha hasta
casi ser identificada con un gran mito o con un género de la literatura
fantástica. Pero en sus libros de Metafísica,
Aristóteles no nos habla de brujas ni de diosas, ni de héroes legendarios o
enormes lagartos alados, sino de las primeras causas, de la materia, de la
sustancia y sus atributos, de la forma, los fines, las ideas… Y entendida como
visión de conjunto (sinopsis) o idea
general de lo real, el mundo, el hombre, el sentido de la vida, el origen y el
final, el bien y el mal, la posibilidad de la verdad…, la metafísica –como
apuntó Kant- no desaparecerá nunca mientras existan hombres, aunque
desaparezcan el resto de las ciencias, destruidas por una nueva barbarie (la
barbarie también progresa y se renueva). Después de Kant, Schopenhauer por su
parte definió al humano como “animal metafísico”.
Por debajo de todo discurso subyace siempre, aun no
explícita, una noción de realidad, de fin, de verdad, de existencia, de
justicia, de belleza, de libertad, de la persona…, y del resto de conceptos que
la tradición metafísica llamó ideas trascendentales o entes trascendentes.
Negar que haya una realidad permanente o afirmar que todo es mentira (o que
nada es verdad) no dejan de ser posiciones y actitudes metafísicas, propias del
pesimismo metafísico que se le llama nihilismo,
una tendencia bastante común en el Occidente actual, una “sugestión de la
decadencia” -como diría Nietzsche. Pero porque “profese” el nihilismo, nuestra
época no es menos metafísica que otras. Su metafísica, su fe, es precisamente
ese nihilismo que mucha gente, entre los cuales cuentan afamados filósofos,
admiten o asumen sin reflexión crítica: creen que no hay nada que buscar por
debajo o por encima de las apariencias y entidades efímeras.
Los postmodernistas han rechazado la posibilidad de sentido
bajo la interpretación del ocaso de los metarrelatos. Llaman así, grandes
relatos o cuentos de cuentos, a los tradicionales “mitos metafísicos”, tales como el de que la
historia es una proceso de salvación (cristianismo) o un progreso hacia una utopía histórica (mito racionalista ilustrado),
democrática o comunista.
Aunque la consideración del devenir histórico como un
historia de salvación o de emancipación del género humano hacia un final feliz,
trascendente y eterno, o temporal y él mismo histórico, es problemática, es
dudoso que toda alma renuncie a soñar con su salvación, incluso si esta se
concibe como puro no ser o mero descanso eterno, o que la juventud del mundo se
instale definitivamente en un hedonismo estéril, en un “come, bebe y …, que el
mundo se acaba”. Aun si la metafísica es una expresión abstracta del animismo
primitivo, tendríamos que considerar que la actitud metafísica enraíza –como explica
Malinowsky- en el hecho emotivo más profundo de la naturaleza humana, esto es,
en el deseo de vivir. Todo vitalismo –incluido el de Nietzsche- ha de ser por
fuerza metafísico.
En cualquier caso, la metafísica no es sólo un género
literario. Las personas pueden asumir una cosmovisión relativamente coherente,
tener principios, otorgar un sentido a su destino en el universo, sin que hayan
leído o escrito una sola palabra sobre ello. En realidad, la especialización
filosófica, aun el doctorado en filosofía, no garantiza una buena metafísica.
Una metafísica crítica
¿Qué entendemos por una buena metafísica? En mi opinión, una buena metafísica es una visión
general bien adaptada a la realidad social, mundana, y al saber probado o
consensuado por los sabios (ciencia), de la que se siguen consecuencias
prácticas constructivas y útiles para la humanidad. Una buena metafísica debe tolerar nuevos
modos de “salvación” tanto públicos (políticos) como privados (mores), pero no
por ello ha de renunciar a ser una metafísica crítica, por ejemplo respecto al
consumismo, el culto al cuerpo, la idolatría de los famosos o de los astros del
fútbol, etc.
Como sostenía el recién fallecido Gustavo Bueno, la Filosofía
(Metafísica en su médula) es un saber de segundo orden, un saber que resulta
del entrelazamiento relativamente coherente de todos los saberes (una symploké), y, sobre todo, la Filosofía Primera tiene que ser un
“saber qué hacer con el saber” (ese que buscaba Sócrates en el Cármides). Kant mismo, que negó la
posibilidad de la metafísica como ciencia pues sus “objetos” no son objetos, sino
ideas, desarrolló una metafísica de las costumbres y estableció el “primado de
la razón práctica”, pues la tecno-ciencia sin metafísica humanista era para él “mera
lentejuela miserable”. El hombre no es sólo un fenónemo de la naturaleza, sino
un ser inteligente e inteligible, y un buscador de inteligibilidad y sentido.
Como el hombre tiene aptitudes para ampliar indefinidamente
los fines que le son naturales, la Metafísica jamás podrá ser clausurada; así
que por muy dogmático que se pretenda, cualquier sistema metafísico nace y
acaba en la ironía. Además, una metafísica reflexiva será obligatoriamente una
metafísica crítica, dado que preguntándose en primer lugar por los fines (areté, virtud, excelencia), uno acabará
por reconocer que estos son infinitos y, por consiguiente, indeterminables.
J. L. Borges con 21 años |
La ironía metafísica de Jorge Luis Borges
Este es el caso de la ironía metafísica de J. L. Borges
(1899-1986), explicitada magistralmente por Fernando Savater[1].
¿Qué es la ironía metafísica? Para empezar, la visión del
mundo de Borges se alimenta de una imaginación que se asombra ante lo cotidiano
y cree en la realidad de lo asombroso. Sus grandes temas: la intimidad de la
urbe, los misterios de la memoria, la perplejidad de la muerte, el fractal
infinito del espejo de otro espejo, el enigma del tiempo… Todo ello condensado
en una prosa minuciosa, que abrevia y detalla a la vez, que alude y alegoriza.
La literatura de Borges tiene ya, de entrada, esa
característica que asignamos a la filosofía primera de ser meta-física, o sea,
de ser posterior a otros saberes y erigirse sobre ellos. En este caso, esos
saberes lo mismo pueden ser hagiografías de santos que viejas epopeyas de
héroes legendarios o biografías de eruditos tenaces, ideales o inventadas. Pueden
ser también saberes imaginarios. De otro modo, la obra de Borges posee
caracteres de palimpsesto, de texto que se construye sobre los trazos borrosos
de otro texto más antiguo escrito en pergamino.
No se trata de una metafísica moralista, más bien subyace
aquí una cosmovisión liberal, tolerante, humorista, lúdica, a veces con claros
matices paródicos y satíricos. Borges propone la inteligencia como fuente de
diversión, antes que como instrumento edificante, si bien, en alguno de sus
momentos más celebrados, como en El
hombre de la esquina rosada, exalta el coraje por el coraje, el coraje
estéril.
La metafísica de Borges, como toda metafísica irónica[2], ama la aporía, la
paradoja, el oxímoron, implícito hasta en el título de su colección de 1936: Historia de la eternidad. Borges explora
y usa estéticamente atrevidos sistemas de ideas, recordándonos a Averroes o a
Berckeley. En este comercio con lo filosófico, la reflexión sirve para causar
emociones poéticas. Borges tiene la capacidad de condensar una doctrina o una
biografía en unas pocas líneas. Y renueva, pero también inaugura, algunas
perplejidades filosóficas.
El Borges escrito difícilmente escandaliza. Sin embargo, nos
consta que el Borges personaje público disfrutó, travieso como un Diógenes
cínico, soltando boutades: llamando a
la democracia, por ejemplo, “abuso de la estadística”. Por esta y por otras
ocurrencias, fue acusado de reaccionario. No obstante, Borges fue siempre más
bien un liberal. Lo prueba el hecho de que tanto él como su familia fueron acusados
y castigados por su antiperonismo. Es verdad, no obstante, que con los años
–como casi todo el mundo- evolucionó hacia el conservadurismo.
En realidad, a Borges le importaba poco la política, embebido como estaba en una inmensa, inacabable biblioteca, la de la Literatura clásica universal. Su destino de lector fue por ello un destino trágico, al ser condenado por la erosión del tiempo a la ceguera. Borges no quiso nunca ser un escritor engagé. Dijo expresamente que el elogio de la literatura “comprometida” le parecía tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”. En su libro sobre Borges[3], comenta Juan Arana: “El compromiso supremo del escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas pretensiones”.
En realidad, a Borges le importaba poco la política, embebido como estaba en una inmensa, inacabable biblioteca, la de la Literatura clásica universal. Su destino de lector fue por ello un destino trágico, al ser condenado por la erosión del tiempo a la ceguera. Borges no quiso nunca ser un escritor engagé. Dijo expresamente que el elogio de la literatura “comprometida” le parecía tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”. En su libro sobre Borges[3], comenta Juan Arana: “El compromiso supremo del escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas pretensiones”.
Los postmodernos tienen razón al denunciar continuidad entre
mito y metafísica, pero ello no es motivo para considerar débil a la segunda,
sino más bien un motivo para reconsiderar la fortaleza de esas historias,
leyendas, parábolas, fábulas, apólogos…, que llamamos mitos, y que -como dice Salustio-, sin haber sucedido, son para
siempre. Borges rehabilita venerables mitos, pero también –como Platón- inventa
otros nuevos: la biblioteca que se confunde con el universo, la lotería que
rige todos los incidentes vitales, la noticia enciclopédica que dota de
realidad a un mundo ficticio, el soñador que descubre ser el sueño de aquel con
quien sueña, el punto milagroso en que puede observarse condensada la
complejidad del cosmos.
Borges es metafísico porque tanto en verso como en prosa
persigue mediante palabras “esa realidad que siempre transcurre inasible y
magnífica, allá donde los símbolos no alcanzan… el otro tigre, el que no está
en el verso”. Como la de Sócrates o Voltaire, aspira a ser una metafísica
cosmopolita. Savater insiste en ello: “Aún en los casos raros y dichosos en que
no se convierten en pretexto de crímenes, todos los nacionalismos son siempre
una escuela de estupidez”. Y añade que el mismo Borges refirió una vez a
“ciertas vanidades raciales que todos oscuramente poseen, sobre todo los tontos
y maleantes”.
La metafísica borgiana no tiene escrúpulo alguno a la hora
de elevarse hacia el objeto supremo de la teología. Me refiero a Dios:
“Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.”
Sin embargo, frente al ansia de inmortalidad del alquimista,
la ironía metafísica contesta con realismo:
“Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la muerte
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido”
A veces, Borges trata a la filosofía como pasatiempo eminente.
Y sin embargo, Borges mismo será mentado por los filósofos profesionales
como motivo estimulante. Así, M. Foucault inicia su famoso libro Las palabras y las cosas declarando:
“Este libro nació de un texto de Borges”[4]. Las paradojas de Borges
–como antaño las de Lichtenberg- inspiran elucubraciones académicas y sugieren
profundas reflexiones sobre el ser y el lenguaje, la infinitud de los mundos,
los arquetipos platónicos, la ilusión del yo o el yo ilusorio (no es lo mismo),
las paradojas del tiempo[5].
Éticamente, su poesía expresa a veces el remordimiento de no
haber sido feliz y cierta propensión al nihilismo desgarrado:
“… mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.”
La obra de Borges está más interesada por ideas y argumentos
que por esa vana pretensión de la novela de representar la realidad. Son en sus
escritos asuntos recurrentes: las sectas de proyecto metafísico, los agujeros
negros del pensamiento…, todo ello, en sus postrimerías, revuelto con una salsa
de panteísmo humanista, estoico, de clara aceptación de la muerte.
La muerte aparece en Borges como alivio que por fin desata,
libera, “de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo”. Borges
insistió más de una vez en que él quería morir
del todo: “agradezcamos los vermes y el olvido”[6]. Esto último lo escribe en
un poema en que se atreve muy elegantemente a retratar a un hombre en trance de
defecar. La aniquilación nos absuelve de esta y otras humillantes necesidades.
Si hemos de creer a Bianciotti, en el momento de su muerte,
junto a su lecho, Borges tenía la Correspondencia
de Voltaire y los Fragmentos de
Novalis: precisión y ensoñamiento, ironía e imaginación, luz y penumbra[7].
Siendo muy filosófica su obra, podemos decir con Juan Nuño
que Borges carece de una filosofía propia. Como Cicerón, es más bien ecléctico
y un tanto escéptico, pues se interesa por los tópicos filosóficos sobre todo por
motivos estéticos y lúdicos. Usa la filosofía como instrumento literario,
estético, en vez de hacer como los románticos alemanes, que usaban el arte como
instrumento filosófico: “No soy un pensador –dijo-. Creo que soy incapaz de
pensamientos propios”.
Borges contempla los grandes sistemas especulativos como
obras maestras de la imaginación. Y a Parménides, Platón, Spinoza, Leibniz,
Berckeley o Kant como autores de literatura fantástica. También pueden ser
contempladas como sublimes criaturas imaginarias: el tiempo, el ser, la
naturaleza, el yo, el infinito, el libre albedrío… El hecho de que leamos los
textos filosóficos como literatura filosófica no tiene por qué implicar su
devaluación. Al mismo tiempo es muy posible y valiosa una interpretación
filosófica de las grandes obras de la literatura universal (Odisea, Divina Comedia, Quijote, Fausto…).
En su ensayo Avatares
de la tortuga, uno de los que dedicó a las fascinantes paradojas de Zenón
de Elea, observa:
“Es aventurado pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) puede parecerse mucho al universo. También es aventurado pensar que de esas coordinaciones ilustres, alguna –siquiera de modo infinitesimal- no se parezca un poco más que otras”.
Y concluye:
“Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y ternos intersticios de sinrazón para saber que es falso”.
Cree Savater que en este texto “falso” significa algo
parecido a lo que hoy llamamos “virtual”, pues todo pensamiento no hace sino
proponer y jugar con una realidad virtual. Esto no invita a prescindir del
empeño filosófico, pero lo somete a una cura irónica de cordura mediante una
sonrisa.
La filosofía es un jugar en serio. Del juego tiene la
filosofía su carácter no instrumental. Y es precisamente eso lo que el feroz
Calicles le reprocha a Sócrates en el Gorgias
platónico, su infantil insistencia en los jeroglíficos mentales. Pero los niños
–sigue diciendo Savater- no juegan para distraerse
de la vida, sino para concentrarse en
ella. A los filósofos les pasa igual. Lo que siempre está en juego es la vida
misma. Eso que perdemos siempre.
La filosofía se sustrae también, como el juego, del
tejemaneje de lo necesario para la supervivencia. Tiene esa ligereza libre que
Nietzsche llamó jovialidad. Es el plus
ultra del vivere. Jugar en serio, así se llaman los
ensayos que el filósofo argentino Ezequiel de Olaso dedicó a Borges.
Borges ha llegado a ser un clásico, o sea, el monarca de un
reino del que uno puede desertar, pero un monarca que ya nunca podrá ser
destronado. Un autor “poseído” por la Literatura
con mayúsculas, un sumo sacerdote pagano que estableció nuevas ceremonias
de culto relacionadas con el Espejo, el Laberinto y la Imago mundi, un poeta de la añoranza de poseer la plenitud del
significado. Más que bregar con problemas reales, sus narraciones y poemas
plantean, muy metafísica e irónicamente, la
realidad como problema.
[1]
Borges: la ironía metafísica, 2002,
Ariel, Barcelona, 2008.
[2]
Un ejemplo relevante son los cuentos futuristas del polaco Stanislaw Lem.
[3]
La eternidad de lo efímero, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2000.
[4]
“El idioma analítico de John Wilkins” en Otras
inquisiciones.
[5]
Son algunos de los grandes temas que recoge Juan Nuño en su libro La filosofía de Borges, FCE Méjico,
1986.
[6]
“La prueba”, en La cifra.
[7]
En uno de sus títulos, Borges rinde homenaje a Junichiro Tanizaki: Elogía de la sombra.
A lo largo del recorrido histórico la palabra metafísica va
ResponderEliminarcambiando de significado, pero el que traes expresado por Borges
es el que prefiero, la realidad es metafísica:
“esa realidad que siempre transcurre inasible y magnífica, allá donde los símbolos no alcanzan… el otro tigre, el que no está en el verso”.