sábado, 25 de abril de 2020

EL ALMA DE LOS ANIMALES




Donald Griffin (1915-2003) fue un eminente zoólogo estadounidense, campeón de la etología cognitiva, es decir, del estudio de la conducta animal inteligente. En 1944 descubrió el sistema de navegación de los murciélagos: ecolocalización. Y se empeñó con razón en probar, durante toda su vida, que los animales superiores son conscientes, al menos en cierto grado.

Efectivamente, no debemos considerar el problema de la conciencia –o de la inteligencia- como una cuestión de todo o nada, blanco o negro, aquejados por el prejuicio de Descartes, el cual, siguiendo la idea del “automatismo de las bestias” del español Gómez Pereira (1500-1550)[1], afirmó que los animales eran meras máquinas sin alma. Mamíferos como los primates o elefantes, o aves como los loros y cuervos, aprenden de la experiencia, interactúan y se comunican mediante expresiones simbólicas y resuelven problemas prácticos.

La etóloga Marian E. Dawkins, catedrática en Oxford y ex-mujer del famoso biólogo Richard Dawkins (autor de El gen egoísta), estudió la sensibilidad animal y demostró cómo las emociones y sentimientos subjetivos moldean las estructura mental de los animales, igual que ocurre con los humanos. 

Marian Ellina Dawkins (n. en 1845), estudiosa del bienestar de los animales

Para Douglas R. Hofstadter, la capacidad de hacer nuestra parcialmente la interioridad (conciencia) de otros seres, es lo que marca una diferencia clara entre criaturas con almas grandes (mucha conciencia) y criaturas con almas pequeñas o con ninguna, desalmadas. En su obra Yo soy un extraño bucle (2007) intenta aclarar la génesis del yo y del fenómeno de la fusión de almas. Desde este punto de vista, es obvio que los mosquitos, por ejemplo, no poseen conciencia, pues es muy difícil imaginarlos experimentando piedad, lástima o amistad por alguien.

Sin embargo, un león –o una leona- se preocupa por sus crías, las alimenta, las protege, las acaricia, las educa…,  y hasta se ha visto a leones cuidar de animales de otras especies. Recordemos la fábula del león y Androcles que resulta verosímil, pues los animales, sobre todo cuando son jóvenes, adquieren impronta, un vínculo mental con quien les cuidó, un lazo y un complejo sentimental que dura toda su vida. En este sentido, un león es capaz de interiorizar ciertos aspectos limitados de la interioridad de otras criaturas, sus intenciones y hábitos, sobre todo si son también semejantes y familiares. Hofstadter cuenta el caso excepcional de una leona vegetariana, Little Tyke, adoptada como mascota cerca de Seattle.

Little Tyke, la leona vegana, rechazando devorar un costillar

La mayoría de los perros se preocupan por los humanos que pertenecen a su círculo, se alegran con su presencia y entristecen con su ausencia, hasta parecen sonreír cuando se sienten seguros y satisfechos. Y recuerdan las ofensas y el mal trato. No se puede negar que haya en ellos, al menos en un cierto y limitado grado, algo parecido al sentido moral y la voluntad de hacer lo correcto, o sentimientos de culpa y vergüenza en relación a otros seres con los que tratan a menudo, o rencor hacia quien les hizo daño. 

Pero no exageremos, los perros no son personas a las que podamos exigir obligaciones, pedir responsabilidades y atribuir derechos jurídicos, no se reconocen en un espejo, son insensibles a los encantos del tango o de un cuadro de Velázquez o a la belleza de una rosa. Es por tanto dudoso que podamos hallar en ellos esa instancia superior de la conciencia a la que Hofstadter llama consciencia (con ese) y que nos permite controlar intencionalmente el pensamiento, abstrayéndonos de los estímulos externos e internos, consciencia que nos capacita para decir no a la gana y reprimir o seguir, según criterios racionales, las respuestas naturales a los estímulos físicos y psíquicos, negando o asintiendo a impulsos primitivos e inmediatos.

También podría decirse que la consciencia (con ese) marca la diferencia entre ser un cuerpo y tener un cuerpo. O entre ser y tener alma grande o serla y tenerla pequeña. La moral antigua tenía dos adjetivos para referir a ello: magnánimo (magna anima) para el alma grande, y pusilánime, para el alma de pulga. Hay quien piensa que los enfermos de alzheimer, en su fase terminal, ya no habitan sus cuerpos, algo esencial parece haber abandonado sus cerebros, aquel principio rector que Crisipo representaba como una araña, que emergió y creció lentamente a partir de la primera infancia, como el uso de razón y el sentido de la justicia, y que contenía los secretos organizados del alma de esa persona. El “yo” ha desaparecido, ese "extraño bucle" (Hofstadter), junto a todas sus creencias, convicciones, ideas e ideales, pensamientos que causaban efectos reales; la consciencia se ha desvanecido lentamente, como una llama que se extingue o una luz interior que se apaga.




[1] Por cierto, que Gómez Pereira ya formuló antes que Descartes el célebre principio racionalista: Cogito, ergo sum: «Conozco que yo conozco algo. Todo lo que conoce es: Luego yo soy», (Nosco me aliquid noscere: at quidquid noscit, est: ergo ego sum). De Inmortalitate Animae, 1554.

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