Donald Griffin (1915-2003) fue un eminente zoólogo estadounidense,
campeón de la etología cognitiva, es decir, del estudio de la conducta animal inteligente. En 1944 descubrió el sistema de navegación de los
murciélagos: ecolocalización. Y se
empeñó con razón en probar, durante toda su vida, que los animales superiores son conscientes,
al menos en cierto grado.
Efectivamente, no debemos considerar el problema de la
conciencia –o de la inteligencia- como una cuestión de todo o nada, blanco o
negro, aquejados por el prejuicio de Descartes, el cual, siguiendo la idea del “automatismo
de las bestias” del español Gómez Pereira (1500-1550)[1],
afirmó que los animales eran meras máquinas sin alma. Mamíferos como los
primates o elefantes, o aves como los loros y cuervos, aprenden de la
experiencia, interactúan y se comunican mediante expresiones simbólicas y
resuelven problemas prácticos.
La etóloga Marian E. Dawkins, catedrática en Oxford y ex-mujer
del famoso biólogo Richard Dawkins (autor de El
gen egoísta), estudió la sensibilidad animal y demostró cómo las emociones
y sentimientos subjetivos moldean las estructura mental de los animales, igual
que ocurre con los humanos.
Marian Ellina Dawkins (n. en 1845), estudiosa del bienestar de los animales |
Para Douglas R. Hofstadter, la capacidad de hacer nuestra parcialmente la interioridad (conciencia) de otros seres, es lo que
marca una diferencia clara entre criaturas con almas grandes (mucha conciencia)
y criaturas con almas pequeñas o con ninguna, desalmadas. En su obra Yo soy un extraño bucle (2007) intenta aclarar la génesis del yo y del fenómeno de la fusión de almas. Desde este punto de vista,
es obvio que los mosquitos, por ejemplo, no poseen conciencia, pues es muy
difícil imaginarlos experimentando piedad, lástima o amistad por alguien.
Sin embargo, un león –o una leona- se preocupa por sus
crías, las alimenta, las protege, las acaricia, las educa…, y hasta se ha visto a leones cuidar de
animales de otras especies. Recordemos la fábula del león y Androcles que
resulta verosímil, pues los animales, sobre todo cuando son jóvenes, adquieren
impronta, un vínculo mental con quien les cuidó, un lazo y un complejo sentimental que dura toda su vida.
En este sentido, un león es capaz de interiorizar ciertos aspectos limitados de
la interioridad de otras criaturas, sus intenciones y hábitos, sobre todo si
son también semejantes y familiares. Hofstadter cuenta el caso excepcional
de una leona vegetariana, Little
Tyke, adoptada como mascota cerca de Seattle.
Little Tyke, la leona vegana, rechazando devorar un costillar |
La mayoría de los perros se preocupan por los humanos que
pertenecen a su círculo, se alegran con su presencia y entristecen con su ausencia, hasta parecen sonreír cuando se sienten seguros y satisfechos. Y recuerdan las ofensas y el mal trato. No se puede negar que haya en ellos, al menos en un
cierto y limitado grado, algo parecido al sentido moral y la voluntad de hacer
lo correcto, o sentimientos de culpa y vergüenza en relación a otros seres con los que tratan a menudo, o rencor hacia quien les hizo daño.
Pero
no exageremos, los perros no son personas a las que podamos exigir obligaciones, pedir responsabilidades y atribuir derechos jurídicos, no se reconocen en un espejo, son insensibles a los
encantos del tango o de un cuadro de Velázquez o a la belleza de una rosa. Es
por tanto dudoso que podamos hallar en ellos esa instancia superior de la conciencia a la que
Hofstadter llama consciencia (con
ese) y que nos permite controlar intencionalmente el pensamiento,
abstrayéndonos de los estímulos externos e internos, consciencia que nos capacita para decir no a la gana y reprimir o seguir, según criterios racionales, las
respuestas naturales a los estímulos físicos y psíquicos, negando o asintiendo
a impulsos primitivos e inmediatos.
También podría decirse que la consciencia (con ese) marca la diferencia entre ser un cuerpo y tener un
cuerpo. O entre ser y tener alma grande o serla y tenerla pequeña. La moral antigua tenía dos
adjetivos para referir a ello: magnánimo (magna anima) para el alma grande, y pusilánime, para el alma de pulga. Hay quien piensa que los enfermos de
alzheimer, en su fase terminal, ya no habitan sus cuerpos, algo esencial parece
haber abandonado sus cerebros, aquel principio rector que Crisipo representaba como una araña, que emergió y creció lentamente a partir de la primera infancia, como el uso de razón y el sentido de la justicia, y que contenía los secretos
organizados del alma de esa persona. El “yo” ha desaparecido, ese "extraño bucle" (Hofstadter), junto a todas sus creencias, convicciones, ideas e ideales, pensamientos que causaban efectos reales; la consciencia se ha desvanecido
lentamente, como una llama que se extingue o una luz interior que se apaga.
[1] Por
cierto, que Gómez Pereira ya formuló antes que Descartes el célebre principio
racionalista: Cogito, ergo sum: «Conozco
que yo conozco algo. Todo lo que conoce es: Luego yo soy», (Nosco me aliquid
noscere: at quidquid noscit, est: ergo ego sum). De Inmortalitate Animae, 1554.
Realmente hay animales que parecen tener más alma que bastantes personas.
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