jueves, 7 de mayo de 2020

POLÍTICA NOMINAL




Puentes de palabras


“¿No son las palabras y los sonidos los arco iris y los puentes de ilusión
tendidos entre los seres por siempre separados?”

Nietzsche. Así hablaba Zaratustra.[1]

Dios creó el mundo de la nada. Sólo un dios que es algo y lo puede todo (omnipotente) crea ¡desde la nada! Para el ser humano resulta imposible sacar conejos de una chistera vacía; si ello fuera posible, no habría hambre en el mundo. No cabe duda, el conejo que surge del sombrero del mago ya estaba ahí, sólo que nos había pasado desapercibido. El Sumo Hacedor no nos programó creadores, pero a cambio nos hizo “nomencladores”, es decir, nos concedió el poder de inventar o descubrir nombres para y de las cosas, una capacidad que daría lugar y forma con el tiempo a más poderes extraordinarios, pues haría del humano inventor y transformador: arte, técnica, ciencia, teatro, democracia… El lenguaje humaniza, civiliza, en él se forja la humanidad.


Nos hacemos la ilusión sana o patológica de que basta nombrar algo para que exista: dioses, zombis, amor eterno, justicia, vampiros, unicornios, paraísos perdidos… Estas cosas que no son cosas, sino sueños, fantasmas o ideas, expresan diablos interiores o desideratas, metas regulativas, ideales, o simples entidades imaginarias. El mismo fundador del idealismo occidental, el divino Platón nos advirtió en su Crátilo[2] (438b, 439a-b): hay que buscar la verdad de las cosas en las cosas mismas, al margen de sus nombres, porque el valor designativo de los nombres es siempre incierto y con frecuencia equívoco o ambiguo (437ª). Mille modi Veneris, hay mil maneras de amar, escribió Ovidio, porque llamamos “amor” a mil afectos y complejos sentimentales distintos, ¡mil, por lo menos, o quizá tantos como personas amen! El nomenclador, el dador de nombres, puede equivocarse, como un mal artesano que fabrica objetos defectuosos y así, por ejemplo, llamar “álgido” al momento más caliente, cuando en realidad es, al menos etimológicamente, el más frío[3].

Pero la decisión de investigar los eventos a partir de hechos y no de palabras nada tiene que ver con el silencio místico, la contemplación estática, escéptica o nihilista, de quienes se complacen con el encogimiento de hombros, la meditación zen o la parálisis ante la inadecuación de lenguaje y realidad, nada tiene que ver con el silencio de aquellos que declaran "inescrutables los caminos de Dios”. Los misterios de la Naturaleza o los dilemas éticos, por muy ocultos que estén o paradójicos que nos resulten, merecen ser investigados. Por eso, la filosofía de Platón asume la incomodidad y la incertidumbre, la insuficiencia del lenguaje, pero su tentativa de buscar la verdad se engarza en la palabra y el diálogo inteligente, no en una jerigonza técnica y artificiosa, sino en el lenguaje que hablamos todos o, por lo menos, en el que cultivan muchos. La opción por el lógos es también una “segunda navegación”, un rodeo, una mediación; ya que no es posible mirar al sol de la verdad directamente sin sufrir deslumbramiento y pérdida de visión, apostaremos por ese vislumbre del verdadero ser que el diálogo hace posible[4].


Tampoco hay que menospreciar lo que inventan los nombres. Seres imaginarios con nombre pero sin existencia pueden “encarnar” en el papel o en la luz de nuestras pantallas, como los Simpsons o como don Quijote y Sancho. Los logoí, las palabras y las razones ruedan por la historia, se deslizan por las mentes, saltan como memes de inteligencia en inteligencia gracias también a las letras que dibujan palabras. Su contenido ideal o imaginativo no envejece. Por eso un metafísico contradictorio y verbalista pudo decir que el lenguaje es “la casa del Ser”. 

La vida de los nombres


Hay un pensar que es mera ensoñación, hay un discurrir mental que se basa en funciones simbólicas diferentes a las palabras y las letras, tal es el caso del lenguaje musical, tan universal como el lógico-matemático, y hay también un pensar en símbolos estéticos y éticos que refieren a sensaciones y sentimientos; sin embargo, el pensar más común en la ciudad se articula racionalmente gracias al lenguaje que llamamos “natural”, pero que no es menos hijo por ello de historia y de artificio: “el pensar no es otra cosa que un logos que el alma hace discurrir a través de sí misma”[5].

Y es que los nombres tienen también su vida y su historia: “Como los árboles renuevan sus hojas cada año / y muere primero la que primera nació, así las palabras viejas perecen / y se envalentonan las recién nacidas, y florecen” (Horacio[6]).

La palabra griega Lógos presenta esa ambigüedad significativa que le permite referir tanto a la palabra como al pensar lógico que la palabra hace posible y al orden inventado que configura. Del isomorfismo, analogía o igualdad de forma, entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hay o insiste en ser de algún modo, depende tanto la verosimilitud como la verdad de nuestras concepciones del mundo. Claro que la verosimilitud del parecer puede contrariar –como repite Gracián- la verdad del ser. Es evidente que la adecuación entre cosa y nombre no es de identidad (significante no es igual que significado), pero ¿quiere eso decir que su relación es meramente convencional o arbitraria?

No obstante, hasta nuestra identidad personal verosímil o auténtica se construye con nombre propio en tentativas sucesivas, en ese espejo de feria o de alcoba de las palabras y del diálogo interior, en el que fluye el río de la intimidad, a no ser que se bloquee y pudra, en ese examen de conciencia en el que nos juzgamos. Somos nuestros discursos, las razones que nos damos sobre nosotros mismos y lo que hacemos. Nuestra biografía es un relato, porque nuestra conciencia se conforma en ese diálogo interior que apunta tanto a una realidad extra-subjetiva como a una realidad subjetiva dotándola de poder reflexivo y de carácter moral. Nuestro yo empieza siendo un eco del proceso social de comunicación (G. H. Mead), para devenir nombre propio, único, inalienable, que no genera extensión como el concepto, sino que confiere presencia con sólo ser pronunciado: “el que desata la súplica o la invocación, o el que estalla sin darse a conocer en el gemido, el que se riega en el llanto” (María Zambrano[7]).

Cuenta Apuleyo que en cierta ocasión Sócrates le dijo a un bello efebo que guardaba prolongado silencio: “Di también algo, para que yo te vea”[8]. Es de sabios juzgar a los demás más por lo que hacen -y hablar es un hacer- y por la agudeza de su mente, que por su apariencia exterior. No hace mucho tiempo, relativamente, que los mozos pretendían el amor de las mozas hablándoles a través de una reja que fijaba a rajatabla la distancia de sus cuerpos. Los novios podían estar durante años en conversación, reconociendo su ser propio. Ese estar en conversación, ese hablarse es la señal de la verdadera amistad (philía), como un dialogar que busca el asentimiento, propiciado por el mutuo entendimiento. Quienes "no se hablan" no quieren ya entenderse, renuncian a ello. Nada tiene que ver la amable conversación con el alboroto de la polémica o con la violencia del escándalo o la bronca, que descienden al sarcasmo y al insulto. En democracia, se dialoga. Como ha dejado escrito Emilio Lledó, la ciudad ideal de Platón es la ciudad de las palabras o una ciudad en que se comparten ideas y visiones gracias a esa comunión singular y luminosa que ocurre en el lenguaje:

“La pólis, la realidad ciudadana, engendró la verdadera polis de palabras que articulaban y conjugaban las contradicciones de la existencia. Su nombre griego, vivo hasta hoy, con la misma fuerza que en la Atenas del siglo V, fue el de ‘política’. En este término, politeía, se expresa la forma concreta en que la afilada flecha de la inteligencia armoniza los inestables objetivos de la convivencia, la solidaridad y la justicia”[9].

Andalucía dedica el Día Internacional del Libro al filósofo Emilio ...
Emilio Lledó
A esa posibilidad de convivencia estable llamamos Estado y al arte de conservarla y mejorarla mediante representaciones, expresiones verbales e imperativos legales, le llamamos política. Su antítesis es la corrupción, cuando el político pone su interés personal, familiar, partidista o sectario, por encima del bien común. En el Estado democrático se renuncia a la violencia a favor del diálogo y la negociación, porque sólo por las palabras podemos penetrar de forma pacífica en el corazón y la inteligencia del prójimo, porque informan, expresan y arrastran o paralizan mediante la persuasión. Al arte de la persuasión le llamaron los atenienses retórica, el arte de bien hablar, palabra que también se puede traducir por política, pues la actividad del chrétor, del orador, era siempre actividad pública.

¿Analogía o convención?


Pero volviendo a los nombres, ¿hay o no hay un vínculo sustancial, necesario, trascendente entre el nombre, la cosa y la idea, entre el significante, el referente y el significado? ¿O sólo un acuerdo, arbitrario o convencional de uso? 

Ninguna de las posturas extremas parece convincente[10]. Si aceptamos un punto de vista convencionalista o anomalista intransigente, como quizá hizo Hobbes, renunciamos a comprender el efecto imitativo, poético, expresivo y hasta imperativo o conativo del lenguaje que, por algo será, llamamos “natural”. Pero es evidente que podemos mentir, engañar, llamar impropiamente, y es evidente que cuando nacemos nos encontramos ya hecho el lenguaje como convención e institución social dependiente de una historia en la que se han olvidado los significados primitivos, imitativos, de los monemas, los prefijos, las desinencias… 

Por lo tanto, es también cierto que, como dirá el segundo Wittgenstein, el lenguaje, que engendra supersticiones (incluida la superstición del isomorfismo que dominaba en el Tractatus), funciona en sus usos, que son múltiples, variadísimos. No hay un lenguaje, sino lenguajes, y estos son formas de vida. Hay juegos de lenguaje que sirven para describir, otros para consolar, otros para preguntar, otros para quejarse... El lenguaje es como una caja de herramientas que puede servir para las más variadas tareas y donde hay arandelas y tornillos, como nombres, de distintas clases y tamaños. Una misma palabra puede servir para usos distintos, como una alcayata puede servir para colgar un cuadro o para enganchar una soga y ahorcarse. Tampoco hay en los “juegos de lenguaje” nada oculto tras ellos, son el uso que se hace de ellos, el modo como sirven en las “formas de vida”, claro que también es posible hacer de ellos un uso misterioso, enigmático, poético...

Muchas de nuestras fascinantes cuestiones filosóficas dependen de las embestidas que nuestra inteligencia da contra los límites del lenguaje, pero no son cuestiones sin significación como pretendió cierto positivismo estrecho, tampoco son cuestiones meramente lingüísticas, la filosofía es una “lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”[11]. Dicho embrujamiento puede ser también una forma de entusiasmo, de posesión divina (v. Fedro)

Tiendo a pensar, con Aristóteles, que lo significativo no es el nombre, sino la proposición (oración, predicación) y que la verdad no es una propiedad del lenguaje sino de una relación posible entre pensar, decir y ser. A fin de cuentas, ni siquiera el nombre hizo jamás a la persona, sino la persona al nombre. En cualquier caso, el Lógos parece parte de ese complejo tetraedro que participa de lo psicológico, de lo lógico, de lo gramatical y de lo real, como una pirámide en que se cruzan los sentimientos (corazón), las razones (inteligencia) y nuestras existencias, como un prisma que descifra el misterio de la luz en la gama de un arco iris.

Notas

[1] Y en La Gaya Ciencia (V, 354) asevera: “El lenguaje es el único puente de unión entre seres eternamente separados”.
[2] El problema del Crátilo es el de la exactitud o rectitud de las palabras o nombres. En el diálogo se enfrenta la postura analogista de Crátilo y la anomalista o convencionalista de Hermógenes, a propósito de la relación entre palabras, ideas y cosas, y el papel del lenguaje en el conocimiento.
[3] Préstamo (s. XVIII) del latín algidus, derivado de algere ‘tener frío’.
[4] Cfr. Patricio Peñalver Gómez. Márgenes de Platón, V. Universidad de Murcia, 1986.
[5] Emilio Lledó. La memoria del logos, II, IV, Taurus 1984
[6] Epistola ad pisones, traducción propia.
[7] M. Z., Claros del bosque, V, VII
[8] Apuleyo, Flórida I.
[9] Emilio Lledó. Elogio de la infelicidad, VI, ed. Cuatro, 2005.
[10] Para el danés Hjelmslev, inventor de la “glosemática”, la lengua es la convención suprema, la clave de las ciencias, el amorphous thought. Lo que regula la lengua regula el pensamiento. Para ciertos piagetianos, al revés, es el pensamiento el que dicta su ley al lenguaje y lo que regula el pensamiento es la actividad del sujeto y su experiencia. Cfr. M. Moscato y J. Wittwer. Psicología del lenguaje, edaf, Madrid, 1990.
[11] Cita de Wittgenstein en el Diccionario de Grandes Filósofos II, de J. Ferrater Mora, Alianza 1986.

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