Para el filósofo español José Gaos (Gijón 1900- Méjico 1969), lo que mejor diferencia a un ser de otro es aquello que le es tan propio, tan peculiar, que es privativo, exclusivo de él. La más patente de las "exclusivas" del humano es el cuerpo; no, claro, el tener cuerpo en general, pues todos los seres vivos lo tienen, sino el tener un cuerpo humano. La más radical de las exclusivas es el tiempo, el “tiempo humano”. Las exclusivas del hombre -cuerpo y tiempo- se afectan recíprocamente.
El humano es bímano, en contraste con los monos superiores, que son cuadrúmanos. El humano es bímano por ser bípedo: tan sólo la extremidad que se ha alzado del suelo definitivamente es mano en tal sentido. El pie tiene ‘planta’, que -como la mayoría de las plantas- apenas puede alzarse sobre el suelo un momento: el salto es el reconocimiento de esta impotencia; sin embargo, la mano tiene ‘palma’, que se alza sobre el suelo definitivamente. La manquedad, no en el sentido de una falta física de manos, sino de un no usarlas esencialmente, afecta a la humanidad del hombre, la limita sin duda.
La mano humana tiene la "exclusiva" del coger en la rica plenitud de sus posibilidades, y el coger prima sobre todas las demás capacidades y funciones de la mano. Metáforas táctiles o “hápticas” están, al par de las ópticas, a la base etimológica de los términos que designan el conocimiento y sus operaciones, como la forma primaria del ser es el “ser a la mano”: “tantear”, “aprender”, “comprender”, “cogitar”... ¿No sería también el tacto un sentido noológico, en el sentido gineriano, junto con la vista y el oído?, ¿no pone el humano todos sus sentidos al servicio del conocimiento?
La mano que sirve para defenderse o atacar, tiene también una función expresiva. Unas veces acompañando –ilustrando, se dice hoy- lo dicho por la palabra. Pero otras muchas veces la mano es protagonista de la expresión: el pasarse la mano por la frente o la cabeza en señal de preocupación o perplejidad; el llevarse el dedo a la cabeza para sugerir locura ajena, a la frente para denotar una feliz ocurrencia, al ojo para dar a entender la maliciosa comprensión; a los labios, para intimar el silencio; el señalar extendiendo la mano o el índice; el amenazar, moviendo la una o el otro; los gestos obscenos con la mano o el dedo; el darse golpes de pecho como muestra de arrepentimiento; el juntar o cruzar las manos para orar; el tender la mano, para pedir; los varios movimientos de saludo con la mano; el darla para saludar, o también, para perdonar; el estrecharla para prometer o comprometerse; el rehusarla en signo de menosprecio u hostilidad; el ponerla encima por camaradería, con aire de protección o para humillar; el cerrar los puños de rabia; el frotarse las manos de gusto; el batir palmas de contento; el dar palmadas para llamar; el aplaudir, el bendecir, el acariciar…
Aún la mano resulta expresiva estáticamente, por su mera complexión y cultura, cultura y complexión que está en relación con el biotipo del sujeto, con su temperamento, edad y sexo, y también con su carácter, con su personalidad social, profesión y posición social. “Enséñame la mano y te diré quién eres”. No olvidemos que las huellas digitales son tan identificativas como el dibujo del iris. La grafología es extensible a la escritura a máquina, por muy mecánica que ésta nos parezca. (En nuestros tiempos, que ya no son los de Gaos, los medios telemáticos vuelven la escritura tan impersonal que añadimos "emoticones"). Gaos cita la "quirocaracterología" como rama moderna de la psicología que investiga la personalidad a partir del estudio de las manos, y que vendría a trascender a la quiromancia, que pretendía la adivinación del futuro por las líneas de la mano.
A pesar de lo dicho, puede que no esté en el coger, ni en el sentir, ni en el atacar o experimentar, si quiera en el sentir placer, la forma más noble de la cultura y misión de la mano, sino en su función expresiva. “Sin el instrumento y el artefacto, seguro, sin el arma, quizá, no existiría la cultura humana, pero ¿es que existiría sin el sentir (…) que se sublima en el expresar?”.
La mano fue en pasado objeto de un saber supersticioso y vano: la quiromancia, pero pronto, se hizo tema de la filosofía con Aristóteles: Tratado del alma, libro III, cap. 8: “El alma es como la mano, pues también la mano es instrumento de instrumentos”. Gaos elogia el homenaje aristotélico a la mano que supone tomarla por término de comparación del instrumento de orden superior: el alma.
Gaos cita también aquí al Maestro (mayúscula de Gaos) renacentista cordobés Hernán Pérez de Oliva (1494-1533) cuando, refiriéndose a la dignidad del humano , explica cómo son las manos “siervas muy obedientes del arte y de la razón, que hacen cualquier obra que el entendimiento les muestra en imagen fabricada… Éstas tienen tanto poderío, que no hay en el mundo cosa tan poderosa que dellas se defienda. Las cuales no tienen menos bueno el parecer que los hechos”.
La mano es también objeto de inactividad, y puede que la mano ociosa sea, por excelencia, el paradigma de la mano humana. El más noble de los movimientos de la mano, lo más noble de todo aquello de que la mano puede ser sujeto… lo más exclusivamente humano de que puede ser sujeto, si no objeto, resulta el movimiento de acariciar. La mano es mano propiamente en la medida en que se ha alzado sobre el suelo, y en nada se revela tan alzado sobre él, como en la caricia. “En la mano acariciadora, cariciosa, coinciden esencia, altura y nobleza del hombre”, y “de todo lo relacionado con la mano, aquello por lo que puede saberse del hombre más y mejor es la caricia”.
Y la caricia
La mano animal no puede acariciar, no es mano todavía (1) . Sólo a una mano emancipada incluso de la maldición del trabajo es dado en su plenitud el acariciar. Se abre así entre nosotros la perspectiva de una relación esencial entre ocio y caricia. Hay también una oposición no menos esencial entre negocio (nec-otium) y caricia.
“Si por otras vías no supiéramos de la existencia del espíritu, la caricia bastaría para revelarla y probarla”
La caricia es sobre todo una expresión unitaria, única. Hay una común raíz en todas las caricias: el afecto, el amor. Como el propio Gaos explica, siempre muy atento al origen de las palabras, “caricia” deriva de carus, querido. De esta misma palabra deriva, con “caricia”, “cariño”. Es obvia la proximidad de caro con carus, carnis, carne. Pero no hay que confundir esta común raíz de la caricia verdadera con el amor sexual. “Una caricia exclusivamente sexual no es una caricia: es exclusivamente una palpación sexual”. La prueba es incontrovertible. Primero, porque existen caricias donde no puede darse el amor sexual, la de una madre, la que prestamos a una mascota, la que el escritor otorga a su manuscrito, o el artesano a su obra; y segundo, aun en el caso de que se dé el amor sexual, estas caricias no son expresión del amor sexual, son en el amor sexual algo no sexual.
Gaos muestra aquí, como de paso, su desdén por el pansexualismo freudiano que vería en la caricia del escritor un "erotismo anal", o en la caricia a un animal un acto inconsciente de "bestialismo".
Pero el amor sexual va tan derecho a su término como todos los dispositivos teleológicos de la naturaleza entre los que se cuenta. El sexo entre animales no implica morosidad alguna, mientras que en el humano se insertan, entre su origen y su objetivo, toda suerte de complicaciones tendentes, precisamente, a que no llegue a su término natural. Entre las complicaciones y “requilorios” morosos que se insertan en la trayectoria del amor sexual entre seres humanos, figuran indisputablemente las caricias… son una interpolación de oriundez exclusivamente, propiamente humana. Por eso, es posible que el varón que tenga un sentido primordialmente sexual del amor y de la mujer como objeto de él, deba ser contado entre los tipos poco o nada acariciadores. (Podríamos decir que "va al grano" y así se olvida de lo humano; pues "la prisa mata la ternura" -dixit J. A. Marina).
La misma Iglesia limitaba en sus manuales de confesores el débito sexual en el sentido de limitar las caricias a lo estrictamente indispensable. En ello prueba que considera la caricia como algo no natural en el amor, sino como algo humano y "pecaminoso".
Por intenso que sea el amor sexual, los amantes intercalan intermedios superfluos, se demoran en complicaciones deliciosas, de origen no sexual, sino derivadas de otras potencias del ser humano:
“Y así, los amantes que se acarician antes de consumar, y de consumir, su amor sexual, se obsequian con ofrendas extrasexuales, suprasexuales, paradójicamente sobrehumanas incluso, angélicas, divinas, capaces de sobrevivir, reiterándose, inmortales, sobre la consunción y consumición del amor sexual ¿No es el frecuente gesto de despedida final, irrevocable, entre amantes, precisamente una caricia?".
El sexo está ya cumplido; luego esa caricia de despedida está animada por otro amor. Por tanto, lejos de haber en toda caricia amor sexual, lejos de ser la caricia en general una expresión del amor sexual, las caricias son, en el amor sexual, un ingrediente extra o suprasexual. En lugar de ser la caricia lo sexual en lo no sexual, es lo no sexual en lo sexual . He aquí la proposición principal de la teoría gaosiana de la caricia.
Una de las propiedades del acariciar es su lentitud. En la vida humana, la fugacidad acarrea la superficialidad, la duración es condición de profundidad. La lentitud es condición de duración, como la rapidez causa de fugacidad. Así pues, en la caricia, la lentitud es la condición y la causa efectiva de una determinada profundidad. A lo largo de las superficies, la caricia ahonda; no materialmente, desde luego. El amor de que es expresión la caricia se distingue del sexual por esta profundidad que puede vivirse incluso como in-finita.
La mano que acaricia no coge, sino que acoge en la interioridad de la vida de su propietario. No se trata de una intimidad psíquica. La psique es interior, pero no íntima. La psique tiene la interioridad de la individualidad, pero no la intimidad de la personalidad. La caricia no requiere sólo un objeto que la reciba, requiere un sujeto que la perciba y comprenda, un sujeto que asienta y consienta en recibirla. Si el destinatario se resiste, no se puede acariciar o seguir acariciando, la caricia cae, como hoja muerta, verdadero cadáver de caricia. La caricia pide correspondencia. La caricia propia y plena vence el pudor y la timidez y es un verdadero con-sentimiento, una literal sim-patía.
Los animales perciben y asienten a las caricias que se les hacen, pero no pueden comprenderlas en el sentido personal, espiritual, exclusivo del ser humano. Interioridad y personalidad son privativas de lo que ha venido llamándose tradicionalmente "espíritu". Los animales tienen psique, interior e individualidad, pero no intimidad, personalidad ni espíritu, que son otras tantas exclusivas del humano.
La palabra “intimidad” vale para la de una persona y también para la que hay entre dos personas, pero sólo entre dos personas. La caricia es de aquellas cosas que sólo existen plenamente en dualidad, en juego de dos, de congéneres, de prójimos. Por eso uno no puede acariciarse a sí mismo en el sentido espiritual que Gaos da al término. Se acoge con la mano, porque se acoge con el corazón, con el alma, con el espíritu, en rigor, exclusivamente con este último. La mano que acaricia acoge el objeto acariciado en la intimidad personal, espiritual de la persona, cuya es la mano. La caricia es intimidad entre personas. Se habla de compenetración justamente cuando no se trata de ninguna penetración material.
La caricia requiere, crea un ámbito, un recinto de intimidad. La índole y extensión de esta intimidad la revela la esencial suavidad del acariciar, a la que debe contribuir tanto la mano que acaricia como la superficie acariciada. La suavidad de la caricia, su no apretar, su contentarse con deslizarse, con pasar fugazmente, responde a una indisimulable, inequívoca renuncia a la posesión, a la unión carnal, y por lo mismo una renuncia hasta a la identificación psíquica que se da en el amor carnal y sexual. El acariciar ni es fenómeno de contagio afectivo ni puede ser fenómeno de masas, porque implica dominio de sí, continencia, que va más allá del contenerse sexual.
Parece necesario subrayar, a veces, que una caricia es púdica, ¡como si todas fuesen impúdicas! En toda caricia en efecto hay impudicia porque en toda caricia hay pudor, algún pudor, y alguna vacilación y oscilación, algún temor y temblor (alusión a Kierkegaard), y por ambas partes, porque en toda caricia hay un movimiento de tendencia hacia el objeto y de retracción desde él, de entrega y de reserva, material y espiritualmente. Es el movimiento que expresa, con la mayor fidelidad, la repetición, la insistencia a que tiende toda caricia.
La calidez de toda caricia prueba que se trata de una relación inter vivos. Sólo en el paroxismo del dolor se acaricia un cadáver. El calor de la caricia es un calor comunal, común a la mano acariciadora y a la superficie acariciada. Las tibiezas se efunden y funden en una. Pero, al contrario que en el amor carnal, donde el covibrar al unísono requiere alta temperatura de fusión, en la intimidad espiritual, la temperatura de fusión es baja: el espíritu se funde a temperaturas medias, porque es inmaterial, de suyo fluido, volátil, cálido, fervoroso.
Trascendencia humana
Concluyendo: El humano es el único animal que puede acariciar; no sólo la mano en general, la caricia en especial, es una exclusiva del humano; por tanto el ser humano puede ser definido no sólo por la razón y el saber, o por la risa o la palabra, sino con tanto o más fundamento por la caricia y lo expresado por ella: el humán es el ser acariciador, caricioso, cariñoso, amoroso con un peculiar amor, que, en cuanto tal ser, ya no es animal, mas tampoco ángel, ni Dios, espíritu puro. El amor expresado por la caricia, el amor adaptado a la carne de los seres humanos es el cariño, el amor de la ternura, pues es la ternura la cualidad distintiva de la carne que requiere la caricia.
Sin embargo, la fenomenología del cariño y de la ternura rebasa los límites de la fenomenología de la caricia.
¿Cuál es, no obstante, el sentido último de la caricia? Del tacto se desprendieron el sentido de la vista y del oído, sentidos de la distancia, aptos para la contemplación distante, teórica. Se puede decir que el espíritu, independizándose, purificándose, tiró del tacto, y bajo forma de vista y oído, lo separó de sus objetos intencionales. Antes de eso, el espectáculo, único, pasmoso, del espíritu en trance de independizarse o purificarse, de distanciarse del cuerpo y de la carne, podemos presenciarlo donde se incoa (o comienza su proceso de emancipación): en la caricia, porque en la caricia, la mano no se separa de la superficie acariciada, antes busca su contacto, pero es un contacto suave, tímido, púdico, fugaz. Es que la separa, es que tira de ella el espíritu. La caricia parece así una expresión de contacto en trance de convertirse en expresión a distancia… O una instrumentalización de la carne para que los espíritus contacten o se fundan.
La caricia es un fenómeno espiritual, su fenomenología descarta definitivamente que el hombre pertenezca en exclusiva al orden natural. Invita a tomarse en serio la afirmación agustiniana ‘in interiore homine hábitat veritas’. Prueba que en el hombre hay una trascendencia, pero no externa a él, sino interna a él. Lo natural y lo sobrenatural se combinan en el humano mismo. La trascendencia sería la estructura de un ente doble, pero no la de un ente finito sobre el cual hubiera otro orden del ser, tal vez…
Notas
(1) Admitimos esto, sin embargo se podría objetar que un perro, por ejemplo, no acaricia con la mano, pero sí con la lengua, y un gato suele acariciar con el flanco de su lomo… El contacto físico es un medio expresivo en todo el reino animal con importancia capital en los procesos de fijación de vínculos de apego y de socialización. De ahí que la imposición del individualismo posesivo, o del aislamiento pedagógico, lleve aparejada la prohibición o regulación del contacto, para bien y para mal.
Bibliografía
José Gaos. Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo. Diputación de Valencia, 1998.
Fernán Pérez de Oliva. Diálogo de la dignidad del hombre, 1585. Hay edición completa disponible de esta obra en la biblioteca digital Cervantes.
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