domingo, 13 de febrero de 2022

DÉDALO EL ARTESANO

 

Grabado de José Rodríguez Expósito

Félix Duque fija para su Edad Artesanal la secuencia que va desde el siglo VII a. C. al XIII d. C. y cuyas cumbres más significativas serían la Atenas de Pericles y la Firenze bajomedieval. El artesano como el ingeniero romano o el arquitecto bizantino transforman la naturaleza, que no sólo es materia, sino también forma y fin. No la crean; sólo Dios cría y crea desde la nada, que también es suya. La técnica es en general el ardid o la astucia que la sociedad emplea para domesticar lo natural. La ciudad no representa una contra-naturaleza, sino una naturaleza más alta y compleja. Ya lo dijo Aristóteles: somos por naturaleza (peri physei) un animal político.


Al principio, lo artesanos eran esclavos, metecos, extranjeros, pero sus oficios serán los órganos centrales y decisivos en el crecimiento, conservación y funcionamiento del cuerpo de la polis. Los sofistas y filósofos son hijos de artesanos o artesanos ellos mismos, como Spinoza fue pulidor de lentes o Kant hijo de talabartero. Los campos ya sólo son un instrumento, un terreno explotado, cultivado, ramoneado por el ganado, del que, eso sí, vive la polis. Sócrates nos dice en el Fedro que ya no cree en los misterios de las florestas y los ríos, vuelto como está hacia las complejidades de la vida urbana.





La figura geométrica artesanal por excelencia es la espiral, con la que se inventa el tornillo y la hélice. Los artesanos añadirán la garrucha, el compás, la cuña, la palanca…, con la que Arquímedes soñará con mover el mundo si de una palanca cósmica dispusiese. El reino del artesano está presidido por la maña y la astucia (métis), no por la fuerza bruta como lo estuvo la vida del guerrero. El artesano retuerce las fuerzas naturales para que lo más débil, los músculos humanos, al servicio de la prensión fina (pulgar oponible), dominen lo más fuerte, lo más pesado.

Sus productos se vuelven necesidades, como el ánfora, la copa o el grifo, aunque no sean imprescindibles y hayan sido industrialmente producidas. De nada servirá el reniego retrógrado de Diógenes el Perro que arroja la escudilla para beber de las manos. El hombre será un animal indirecto y no beberá directamente del arroyo ni comerá de lo crudo, cocerá, asará, freirá, esenciales artesanías culinarias.


La caída de Ícaro (1638), Jacob Peeter Gowy. Museo del Prado.


El modelo personal y mítico del artesano es Dédalo y su producto simbólico más potente y significativo es el Laberinto. Frente a la ciega necesidad natural (ananké), la fuerza del poder político (krátos), para el cual el artesano representa ahora una decisiva mediación. El tirano, el jerarca más poderoso, el estratega más astuto, pagarán, importarán, se harán con los servicios de los mejores artesanos. Dédalo es ateniense. “Daidáleos” significa grupo abigarrado de objetos artificiales. Entre sus cacharros y trebejos el artesano se siente a gusto. Dédalo es ingeniero pero también posee aura de mago y taumaturgo. La clase dominante le necesita, ávida de los enseres y aparatos que construye. Por motivos que no vienen al caso, huye de la justicia ateniense y se instala en Creta, milenaria cultura marinera. Fue allí donde se encontraron las tablillas de arcilla cocida con la escritura griega, silábica, de hace tres mil años.

Dédalo no sólo construía objetos de lujo que incorporar al tesoro de los reyes, sino también estatuas tan perfectas de diosas que había que atarlas para que no escaparan. Antes de idear la espiral del Laberinto, Dédalo diseña un exoesqueleto de vaca para que la reina Pasifae (vientre insaciable) pueda meterse dentro y tener amores con el toro sagrado que Poseidón ha regalado a su esposo Minos, el engañado rey de Creta. De esa bestial unión procede el Minotauro engendrado por Pasifae, híbrido que de Minos sólo lleva “los cuernos” y el nombre y al que se da por palacio y prisión el famoso Laberinto. Su condición monstruosa se asocia al sacrificio humano y al canibalismo, pero es también un ser mixto, hijo de la civilización. Procede de lo más alto, de la realeza y del animalesco don divino, y a la vez de lo más bajo: una pasión contra-natura.

Félix Duque[1] ve en el Laberinto una réplica invertida de la ciudad, una trama de calles que se cierran y amurallan. Tal sería también el otro orden del mundo para el Dante. El límite exterior del Laberinto ya no es el campo, como lo era para la ciudad, sino la ciudad misma; su centro es el ara sacrificial que contiene al semi-toro en el que encerramos lo que menos nos gusta o lo que nos avergüenza: los deseos reprimidos, la predisposición a la violencia y la crueldad…

El artesano es habilidoso con sus manos. No se distancia mucho de la materia como el ingeniero o el científico, planifica tocando la madera, el cuero. Rectifica, escala, ovilla y desovilla, clava, hilvana, cose, su alianza con la mujer, de prensión finísima y amiga de los complementos, es evidente. Dédalo sirve a Pasifae antes que a Minos y gracias al hilo de Ariadna es posible orientarse en el Laberinto. Teseo, el príncipe ateniense, representa la supremacía de la talasocracia de su ciudad estado sobre la decadencia cretense. Tiene lo que le falta a Minos: ayuda divina de la virgen Ariadna y asistencia técnica de Dédalo. Es el héroe que mata al bicho que la monarquía cretense atesoraba y el galán que seduce a Ariadna, hermanastra del Minotauro y a la que luego abandona. Gracias a Ariadna supera Teseo el vértigo del Laberinto. Recuerda F. Duque que cuando Nietzsche atraviese los umbrales de la locura escribirá la nota “¡Ariadna, te amo!”.

Emerge Atenas sobre las ruinas de Gnosos y Festos. Huye Dédalo de la venganza de Minos. Escapa volando; ascendiendo se purifica. El moralista castiga a su hijo Ícaro por incumplir el mandamiento “nada en demasía”, por abandonar con sus alas prestadas esa zona limítrofe entre el cielo divino y el caos acuático. Ovidio cuenta el destino de Ícaro en el libro VIII de sus Metamorfosis...
 
"El muchacho empezó a recrearse en su atrevido vuelo, abandonó a su guía y, arrastrado por sus ansias de cielo, remontó el vuelo. La proximidad del abrasador sol ablanda la aromática cera que sujetaba las plumas. La cera se ha derretido; agita Ícaro sus brazos desnudos, y, desprovisto de alas, no puede asirse en el aire, y aquella boca que gritaba el nombre de su padre es engullida por las azuladas aguas"

El moralista castiga al artesano porque no se limita a imitar la realidad, sino que la recompone, la dobla, la retuerce en espiral, la transforma monstruosamente ideando cajones que parecen vacas y laberintos como prisiones, artefactos engañosos. Dédalo se desplaza tortuosamente, de Creta a Cumas, a Sicilia, apátrida, cosmopolita, verdadero ciudadano del mundo. El moralista le reprocha al artesano su abandono de la economía natural, del cultivo de los campos y el pastoreo… 

La voz del artesano es la del sofista, artesano de la palabra, maestro del simulacro. Los inventos del artesano son nuevas necesidades contra las que se levantará el moralismo ascético del cínico reivindicando austeridad y autarquía. Antes que Diógenes, el mismo Sócrates, que discute con zapateros, curtidores y ceramistas en las calles de Atenas, también propone una “vuelta a la naturaleza” en la memoria de Jenofonte, aunque se había reído de su “sacralidad” en el Fedro platónico. 

En efecto, Anteo, hijo de Gea, la Tierra, es vulnerable si levanta ambos pies de su madre, cortando así el cordón umbilical. Cogiéndole del cuello y separándole de ella, Hércules le estrangula. La supervivencia del hombre exige ese vínculo entre la naturaleza salvaje y su naturaleza técnica.

Anteo sacrificado por Hércules. El Salvador (Úbeda)


Minos, traicionado por Dédalo le persigue con ansias de revancha. Para localizar al fugitivo idea una estratagema: ofrece una recompensa suculenta a quien sepa pasar un hilo a través de la concha de un caracol, reproduciendo los símbolos del hilo y la espiral. Dédalo tiene la solución: ata el hilo a una hormiga que recorre las revueltas de la concha. Minos tiene ya sus días contados. Su asesinato como el de Agamenón es a manos femeninas. Muere abrasado por el agua hirviente que vierten sobre él las hijas de Cócalo, dirigidas técnicamente por Dédalo.




Los hombres, escindidos del tempo lento de la evolución natural, del tiempo circular de las estaciones agrícolas y ganaderas, inventa el tempo presto y prestísimo como astucia de su naturaleza técnica, pero está tanto más sujeto a la naturaleza cuanto más la domina, pues –como dejará escrito Lucrecio en su Rerum natura- “Natura daedala”, naturaleza es artesana.

Con Dédalo la escisión entre la vida urbana y la natural preurbana, tan natural para nosotros como aquella o tal vez menos, se ha consumado, y los laberintos se irán multiplicando por todo el orbe, hasta las enormes macrópolis de nuestro presente, rodeadas de vastas madejas de redes laberínticas: autovías, raíles de trenes de alta velocidad y terminales aeroportuarios. No obstante, las arañas siguen tejiendo sus telas en los obscuros rincones por donde circulan los vagones metropolitanos, allá donde también se reproducen con éxito ratones y ratas.

Epílogo 

En 1755 Lisboa era una de las ciudades más ricas del mundo, destacada sede de cultura, arte y comercio. El uno de noviembre, durante diez minutos, sufrió un tremendo terremoto de magnitud descomunal, seguido de un incendio y un tsunami que hirió y mató a más de cien mil personas y destruyó la ciudad. El desastre supuso un zarpazo mortal al crédito que hubiera merecido la teodicea optimista de Leibniz y su ontología de la "armonía preestablecida" en "el mejor de los mundos posibles". 

En su Poème sur le désastre de Lisbonne, Voltaire acusaba a Natura, creación de Dios, de haber mostrado su verdadero y cruel rostro de indiferencia moral e injusticia criminal, "pues tanto el inocente como el culpable / sufrieron por igual este mal inevitable". La naturaleza por sí misma resultaba completamente inadecuada para asegurar una victoria del bien sobre el mal. El decir que algo es "natural" no ofrece por tanto garantía alguna para presumir su bondad, digan lo que digan y repiten los anuncios de cosmética. Uno de los corolarios de aquel duro veredicto volteriano sobre la "Maturaleza", a la que Kant no llamará "madre", sino "madrastra", es que Dios, después de la creación, se ha retirado de ella, es deus absconditus, impertérrito y escondido, ya ha dejado el mundo bajo una nueva dirección: la humana.

La responsabilidad es tremenda y no podemos huir de ella, pues la disyuntiva es real: o unimos nuestras manos en una nueva conciencia cosmopolita que garantice un futuro no distópico, "o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa común" (Zygmunt Bauman. Retrotopía, 2017).



Notas

[1] Filosofía de la técnica de la naturaleza, Abada editores, Madrid 2019. IV. “La naturaleza artesanal”.


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