Agradezco a Lykofrán la confianza con que me cuenta cómo “se aterra” por las “preguntas estúpidas” que ha podido leer en los grupos de filosofía de las redes sociales… -Amigo, aterran los terroristas, no los preguntones, aunque estos pueden cansar, como los niños cuando se empeñan en saberlo todo. Le recomiendo a Lykofrán tolerancia y misericordia.
Siempre he animado a mis alumnos a preguntar con el argumento de que no hay preguntas tontas ni falsas. Lo primero, porque quien pregunta demuestra no ser tonto al interesarse por conocer. Lo segundo, por lo mismo que ninguna pregunta puede ser verdadera ni falsa en sentido lógico. Eso sí, una pregunta puede ser psicológicamente insincera (“pregunta retórica”, la llamamos impropiamente): “¡¿Eres idiota?!”. El que grita así suele estar afirmando, más que preguntando. Pero yo no puedo responderle: “tu pregunta es mentira”, en todo caso es la insidiosa afirmación implícita la que podría ser falsa, si no soy idiota...
También es cierto que una pregunta puede ser indecorosa, impertinente, no venir a cuento: “¿Te masturbas mucho?”. Una pregunta puede estar mal escrita, pero no puede ser lógicamente falsa sensu stricto. Enseñar al que no sabe respondiendo a su cuestión –si es que podemos-, es servicio de misericordia, acto de caridad u oficio de maestro. El hombre es animal inquisitivo. Todos nos hemos preguntado alguna vez qué puñetas hacemos aquí orbitando alrededor de una enorme bola de fuego en la periferia de una galaxia entre millones de ellas, en un universo de proporciones inhumanas. Todos nos hemos preguntado por qué sufre la inocencia. Ningún mono por listo que sea se pregunta por el sentido de su existencia.
El hombre es animal preguntón por lo mismo que es filósofo a natura y hasta puede ser que la filosofía sea más un arte de preguntar que de responder. Su historia, un elenco de sofisticadas cuestiones. La lección inaugural de su tradición son los Diálogos de Platón, que están saturados de preguntas. De un verbo griego que significa preguntar, ironeîn, viene la famosa “ironía” del Tábano de Atenas. Algunos la han querido reducir a una simple simulación de ignorancia, pero en verdad Sócrates, a propósito de qué sea el bien en sí, sabe que no sabe, y por eso (se) pregunta, duda y hace dudar. De lo único que está seguro es de que la respuesta no vale nada si no es racionalmente consistente.
El filósofo es un buscador del saber (philo-sophos), no un sabio (sophos) ni siquiera un perito o experto (sophistés). Platón sólo consideraba sabios a los pitagóricos, teniéndose él mismo por un clasificador de ideas, un buscador de razones seguras y un amador de la verdad, que nunca encontró del todo, porque de lo más verdadero, que es el Bien en sí, sólo cabe un vislumbre.
Y en efecto, la ambición de nuestro ingenio nos lleva al pesado destino feliz y desdichado de los creadores. Creamos paraísos artificiales, ¡e infiernos! Desearíamos que donde hubo naturaleza haya historia, nuestra creación, y que donde descubrimos leyes físicas de cumplimiento necesario ¡haya espacio y tiempo para la libertad! Aclaro de paso, que no creamos en el sentido del dios creador semita, que lo hace desde la nada, nosotros solo transformamos, y nuestras transformaciones, lo artificial pasa a estar también sujeto a las leyes naturales que consintieron dicha transformación, sólo podemos manipular la naturaleza obedeciéndola (Francis Bacon).
“Pavoroso” (tò deinótaton) es el animal humano porque su capacidad de depredación y destrucción está tan bien probada como su capacidad creadora y constructiva. Hace doce mil años –por ejemplo- nuestros antepasados asiáticos irrumpieron por el estrecho de Behring en el continente americano y ni siquiera necesitaron arcos ni flechas para acabar en unos miles de años con mamuts, mastodontes y caballos. En nuestra época –armados los bípedos implumes ya con rifles- el bisonte se ha salvado de milagro. Pero esta condición “pavorosa” es también la que ha facilitado nuestra supervivencia y expansión. No se olvide. Podemos ver en ella un mal esencial, como san Agustín veía en el alma la corrupción del pecado original (la soberbia de haber querido ser como dioses) o añadir que somos “la lepra del planeta Tierra” (Nietzsche), pero también podemos enfatizar el otro extremo del binomio sofocleano, pues somos en efecto el animal más admirable, “pastor del ser”, según Heidegger.
¡Tampoco somos tan “malos” ni tan violentos en comparación con otras especies! Las hormigas también se hacen la guerra. Somos depredadores sociales, sí, los más eficaces y crueles entre los mamíferos, tal vez. Pero entre los microorganismos y los artrópodos pululan formas que no nos van mucho a la zaga. Es más, algunos de ellos pueden diezmar a la población humana en un lustro o menos. No obstante, al contrario que estos, que sólo cambian por evolución natural y adaptación al entorno, nosotros modificamos el entorno adaptándolo a nuestras necesidades y hemos inventado el transformismo social rápido, además de andar ya detrás del transformismo biológico, incluso de nuestra propia raza (transhumanismo). Cambian los usos, las costumbres, las conciencias, de una generación a otra, con una aceleración histórica que da vértigo.
Esto no debe llevarnos a pensar –como Ortega- que ya no somos naturaleza, sino sólo historia, que sólo conservamos “muñones de instintos”. Como toda mujer lleva de partida en su interior a una madre, todos llevamos al depredador dentro, lo demuestra nuestra visión estereoscópica, la liberación de las manos que consiente el uso de armas, la traslación bípeda y económica, la activación sensorial en las horas inciertas del día y el gusto por el pescado y la carne, cuyas proteínas necesitamos y que digerimos y asimilamos mejor que las legumbres…
Mas también, gracias a Dios, llevamos dentro el preguntar que nos pone en camino de la educación y –aplacado o satisfecho el bicho íntimo- en la senda del arte, de la ciencia, de la conversación, del amor…, o sea: de la civilización. “Nace bárbaro el hombre, redímese de bestia cultivándose; hace personas la cultura” –decía Gracián.
Querer “volver a la naturaleza” y renegar de la civilización, y de la cinegética que también formó y forma parte de ella, sólo puede caber en mentes colonizadas por Walt Disney y por la pintura –por otra parte encantadora- que de la naturaleza (“madrastra”, la llamaba Kant) hizo en sus películas el genio norteamericano. Retrotopía, llamó Z. Bauman a esta ilusión de regresar a una naturaleza edénica que, en realidad, nunca existió.
Sin embargo, reconozco que es difícil sacudirse esa nostalgia de montaña, gruta, bosque y valle. Los hay que le dan curso viajando –convenientemente vacunados, eso sí- al “Tercer Mundo”, en busca de sensaciones fuertes. Más común es dominguear en el parque natural más próximo, técnica y políticamente conservado: senderismo, naturalismo, esparraguismo…, todo eso está muy bien, como tener huerto propio además de biblioteca. Pero, ¡ojo!, también los puede haber que –como en el Cuento de la criada de Margaret Atwood- sueñen y promuevan una teocracia ecologista, autoritaria y violenta, con el fin de que las mujeres cumplan su “destino biológico”. Pero la naturaleza sin técnica (empezando por el dominio del fuego) y sin ciencia, nunca será para nosotros un lugar seguro. Y poco vale la seguridad si no va acompañada de los riesgos y las prerrogativas de la libertad individual.
Hércules pudo con el gigante Anteo, hijo de Gea, separándolo de su madre, la Tierra. Grabado de Cornelis Cort (1533-1578) |
Desde luego, no podemos cortar el cordón umbilical que nos une a la Tierra, como el gigante Anteo estaremos perdidos si levantamos los dos pies del humus del que procedemos, pero el Paraíso perdido no es más que un mito, una "retrotopía" incluso mayor y tan peligrosa como el Reino de Dios o la Utopía futurista prometida por puritanos, nacionalistas o comunistas. Somos seres limítrofes –como dijo E. Trías- nos alimentamos en el límite con lo que nosotros mismos construimos, clareando el bosque y domesticando –de un modo cada vez más crítico y decisivo- nuestra propia naturaleza, somos el suplemento técnico de la Naturaleza.
Tiene razón Félix Duque cuando afirma que es el desarrollo del equipamiento técnico del hombre lo que genera, al mismo tiempo, y desde hace milenios, nuevos o renovados ámbitos “naturales” (Filosofía de la técnica de la naturaleza, Madrid 2019). Hay desde luego en la simple razón instrumental y en la acción técnica algo de impiadoso, y es ciega como una gallina sin cabeza si no cuenta con una razón del bien que la oriente, con una medida que la limite. No obstante, el agricultor que abre la tierra con su tractor señala esa escisión del hombre y la naturaleza con su inteligente y esforzada labor, porque nosotros somos también límite de complejidad natural y el producto más admirable de la naturaleza: sus hijos geniales y contestatarios. No somos monos dementes, sino quienes hemos medido, pesado y clasificado a los monos, nuestros parientes, descubriendo lo mucho que se nos parecen. Pero los monos ni pueden ni saben preguntar. Que sepamos, sólo nosotros padecemos ese síndrome irónico, esa inquietud cognitiva, esa curiosidad insaciable.
Del autor:
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