viernes, 10 de diciembre de 2021

PARRESÍA

 

Diógenes de Sinope el Perro, en la Academia de Rafael.

Soberbia  pobreza  voluntaria

Diógenes el cínico exageró sus virtudes. No quiero decir que exagerase que las tenía, sino que en efecto las mostraba en exceso. Hizo de la autarquía (autodominio, independencia) y de la parresía (libertad y franqueza de palabra) grandes excelencias, pero cabe preguntarse si una virtud exagerada no da en vicio o si es virtuoso preciarse de virtuoso. Con todo, a la virtud cínica le faltó discreción, esperanza y humildad, aunque le sobrasen agudeza e ingenio.


Cuentan que una vez le convidó Platón a su mesa. El comedor del ateniense estaba propio y acicalado. Entonces Diógenes, presumiendo de menospreciador de todo regalo, con sus pies lodosos, sucios de polvo y tierra como los solía llevar, comenzó a hollarlo todo subiéndose sobre estrados, mesas y muebles. Platón, extrañado pero sereno, le preguntó qué hacía: “Piso el fausto y presunción de Platón”, dijo Diógenes. El anfitrión entonces le amonestó: “Tienes razón, Diógenes, pero tú lo haces aún con mayor fausto y soberbia”.

El humanista sevillano Pedro Mejía recoge la anécdota en uno de sus Diálogos[1], y en su Silva de varia lección (1545) empieza por reconocer que muchas sentencias del filósofo de Sinope fueron agudas y graciosas, que fue varón de excelente vida y doctrina, pero de extravagantes costumbres, aunque fundadas en una intención bondadosa. Desde luego, a Diógenes le importaban más las costumbres que las ciencias, la práctica mucho más que la teoría.

Ensayó la pobreza voluntaria entregándose a ejercicios ascéticos de faquir, como echarse en la arena ardiente del verano o abrazar las estatuas nevadas en invierno, por perder el miedo al calor y al frío. Comía frugal lo que le daban y dormía donde terciaba, sin mudar de ropa, poco más que un taparrabos. No tenía más hacienda que un bastón y una talega donde guardaba una taza de palo para beber de las fuentes, taza que tiró cuando vio a un niño servirse de la mano para beber. También renunció a la cuchara cuando vio a otro fabricársela con un cortezón de pan duro. Debió de adoptar como máxima de vida la exclamación socrática “¡qué rico soy; qué poco necesito!”, que pudo tomar del socrático Antístenes.

Acabó teniendo por casa un tonel. Mientras Alejandro de Macedonia salía a conquistar el mundo, Diógenes, hijo de un banquero arruinado, moralista anti-convencional e iconoclasta, se proponía mostrar a los hombres cómo dominar sus temores y deseos, proyecto tan loable como dificultoso. Contemporáneo de Aristóteles, no compartió su curiosidad por la lógica ni por el conocimiento de la naturaleza, y atacó las instituciones predicando una especie de vuelta al primitivismo animal, asociado a un individualismo sin parangón, que sería constante en el mundo helenístico después de la muerte de Alejandro el Grande.

Pero ya Platón había dejado establecido en el Crátilo que lo convencional, tan mal visto por Diógenes, no tiene por qué ser arbitrario, como no lo es adornar el comedor al que uno invita a los amigos. Creo que en los exabruptos que se atribuyen a Diógenes hay más voluntad de lo que Mejía llama "donaire" –y de escándalo- que verdadera opinión. 

A los atenienses les escandalizaba que alguien se masturbara en público “porque le apetecía”, pero no metían al exhibicionista en chirona. Hoy, en el siglo de la pornografía (palabra también griega, “descripción de la prostitución”), Diógenes acabaría en un correccional o en un psiquiátrico. ¿Cómo puede entenderse que viendo ahorcada a una mujer colgando de un árbol dijese que le parecía una hermosa fruta y que lamentaba que todos los árboles no la dieran igual? ¿Misantropía, misoginia o mera boutade?

Franqueza brutal

Parresía (παρρησία, de las raíces παν, todo y ησις, locución) significa la condición de decirlo todo, de hablar sin cortapisas, franqueza absoluta y hasta brutal. Esa misma que puede arruinar y arruina amistades y hogares. El discurso atrevido, hablar sin miedo, con coraje, empoderado, es una cosa; “decirlo todo”, es otra diferente, difícilmente soportable. El olvido y la mentira cortés ("¡qué guapa está ustes esta mañana, abuela!") son reglas de oro para una convivencia familiar y social llevadera.

¿Cuestión de grado? Tal vez. El parresiastés puede fácilmente asociarse al bocazas, al impertinente, al aguafiestas, pero también al ingenioso, al agudo, que sazona y salpimenta las reuniones y conversaciones con sus donaires. La parresía se ha identificado con la forma de comunicación propia de la escuela cínica, con parte de su estilo de vida. No obstante, también los epicúreos recomendaron la parresía.

Michel Foucault (1926-1984)


Sinceridad foucaultiana

A la noción de parresía[2] dedicó el poliédrico filósofo Michel Foucault, ya enfermo de sida, su último curso de 1984 en el College de France, que se ha publicado con el título de Le courage de la verité

En la parresía –según Foucault- el hablante elige la franqueza en lugar de la persuasión, la verdad en lugar de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en lugar de la vida y la seguridad, la crítica en vez de la adulación y el deber moral en vez del auto-interés o la apatía. Para Foucault, Sócrates fue paradigma de parresiastés. 

Objetaré que esto es poco congruente con la duda y la ignorancia que suele afectar el Tábano de Atenas. La dialéctica socrática es más bien una erotética, un sistemático preguntar irónicamente, más que una colección de respuestas, como sin embargo sucede en el recuerdo y sombra de Diógenes, tal y como la recoge su tocayo de Laertes y otros doxógrafos.

Comentó Foucault durante aquel casi agónico seminario que en la democracia, que es el gobierno de los muchos, la parresía se vuelve imposible (a Sócrates le costó la vida), ya que el decir lo que uno piensa, si piensa contracorriente, puede conllevar riesgos graves, de aislamiento, segregación o exclusión social. Por mucho que la democracia exhiba el derecho de expresión como arcano, es el régimen en el que uno debe callarse si no opina "lo políticamente correcto", que es, en cada momento, la opinión emanada de la perspectiva mayoritaria. Dicha perspectiva mayoritaria o ideología de masas actúa como un lecho de Procusto, recortando nuestras opiniones, sesgándolas, nos demos o no cuenta de ello.

Quien ha leído la República, su obra más apocrítica, sabe del desdén de Platón por el régimen de los muchos. La democracia es para el ateniense ese festival de normas, esa borrachera de libertad en la que los padres y maestros hacen dejación de autoridad por miedo a los hijos y a los alumnos[3]. Y sobre todo, la democracia ateniense es ese régimen que mandó a su amado Sócrates, varón intachable, al suplicio de un juicio injusto y a la muerte. Para amortiguar su crítica a la democracia conviene añadir dos datos: que Platón no cree que las personas sean mejores o peores por ser hijos de estos o aquellos, es decir, que, a pesar de que él mismo es un "eupátrida", un bien nacido de padres eminentes, reniega de una aristocracia heredada, como de la plutocracia, y considera que los hombres pueden hacerse mejores mediante la educación y distribuidos por ella al margen de su nacimiento; y segundo, que la democracia es, por lo menos, menos mala que la tiranía, el peor de los sistemas políticos, que reduce a los ciudadanos a la condición de siervos.

Foucault ni asiente ni disiente al desdén platónico por la democracia. Este último Foucault no toma partido y se repliega hacia el cuidado de sí[4] (epiméleia tou autou), que es también un cuidarse del otro y en el que decir la verdad puede que implique arriesgar el bienestar y hasta la vida. El análogo histórico fue el repliegue de Sócrates respecto a la política ateniense, que alcanza su exacerbación (y su absurdo) en el cinismo antiguo, menos, en el estoicismo, que no obstante estuvo en deuda con aquel. Sin embargo, el estoico, aunque tiene algo de cinismo y reconoce la razón natural como primado, no renuncia a los “oficios”, es decir, a sus deberes públicos, entre los cuales está, por supuesto, el callarse verdades o el no decir algo o mucho de lo que se piensa verdaderamente.

Foucault pensaba que en la posteridad o herencia del cinismo clásico entran el ascetismo cristiano, el espíritu revolucionario como forma de vida y aún el esteticismo bohemio, porque “no puede haber verdad sino es en la forma de otro mundo y de la vida otra”. Desde luego es muy verosímil que el género de la homilía cristiano deba mucho a la diatriba cínica. Y en efecto, el monje mendicante y el cínico antiguo comparten un análogo “desasimiento de la mundaneidad”. 

Entiende Foucault el cinismo como desnudez, un quedar el hombre ante lo elemental suyo para cambiar las mentalidades de sus congéneres. Se hará evidente, sobre todo en el estoicismo y el cristianismo, la vocación cosmopolita o ecuménica de estas doctrinas de liberación o salvación, soteriologías que reclaman patria más amplia que la del imperio o nación, o señalan el Cielo como verdadera patria del hombre.

Pero el cristianismo sustituirá la autarquía, el soberbio autodominio socrático, por el principio de temor a Dios y de obediencia a su voluntad, con lo que la parresía declina. Foucault no está ni por la renuncia a la confianza en su decir ni por la abnegación mística del sujeto que renuncia al cuidado de sí mismo. 

Cabe otra interpretación de la parresía conciliable con el monoteísmo o, al menos, con el deísmo: coraje en el decir y en el decirse la verdad sobre la base de un confiado comunicarse con un Dios que se da y la apertura al cual es vida otra, es decir, como desasimiento y desnudez ante Dios, un desligamiento de lo profano y religamiento con lo sagrado capaz de fundar la libertad del sujeto, su libre decir y decirse ante los demás.

Es el hombre devuelto al jardín de los animales o al paraíso de las bestias, que mira con libre seguridad (en parresía) el rostro de Dios. Cita a este respecto Foucault el Tratado de la virginidad[5] de Gregorio de Nyssa. Estar en parresía con Dios significa ahora apertura de corazón, presencia inmediata, comunicación directa con la deidad.

Las intenciones de Diógenes

Las intenciones de Foucault, como las de Diógenes, nunca estuvieron claras del todo. ¿Es el griego un humanista, alguien que desea mejorar a los hombres cambiando sus costumbres, limándolas de inutilidades y desnudándolas de disfraces o, al menos, forzándonos a contemplarlas críticamente? 

¿Qué buscaba Diógenes cuando encendió un candil en pleno día y se dirigió con él al ágora diciendo que buscaba al hombre verdadero? “Busco un hombre”; “hay muchos” le decían; “gente mucha; hombres, ninguno”, replicaba. ¿Es este hombre que busca el cínico un hombre del porvenir, alguien que hemos de procurar que exista en el futuro?

Parece difícil pensar que Diógenes se ofrezca como modelo. Sabio puede que sea, pero no tanto cuando come y se masturba en público sin vergüenza alguna porque “aquí me vinieron las ganas”, ¿no es también una prueba de autarquía, el dominio de las propias ganas? Él se cree con aptitudes para mandar porque domina el Logos, el verbo, la palabra, pero eso no le distingue de un propagandista, de un publicista, de un sofista.

Estrategias para el uso de los placeres

Diógenes se consolaba a sí mismo en la plaza pública[6]. Foucault encuentra un doble sentido en esta provocación[7]. El cínico de Sinope hace en público lo que la costumbre reserva para el ámbito privado. En Grecia se hacía el amor de noche para ocultarlo a las miradas, pues la práctica de los placeres de Afrodita (ta aphrodisia) no era algo que honrara precisamente al hombre, sino que lo emparejaba con el animal. Diógenes dirige su “crítica gestual” contra esta regla de no comer o practicar sexo en público, porque “si no es malo comer, tampoco es malo comer en público”. Se trata de la satisfacción de una necesidad, y así como el cínico busca la comida que con mayor sencillez pueda satisfacer a su estómago (incluso intentará comer carne cruda), así encuentra en la masturbación el medio más directo de apaciguar su apetito, incluso lamenta que no hubiera una forma tan sencilla de eliminar hambre y sed: “Pluguiera al cielo que fuera suficiente con frotarse el estómago para apaciguar el hambre”.

Esta “estrategia de la necesidad” en el uso de los placeres (chrêsis aphrodisiôn) reduce al mínimo la conducta que Antístenes, precursor socrático de Diógenes, exponía en el Banquete de Jenofonte: 

“¿Me pide el cuerpo algo de Venus?, me contento con lo que se presentare, y, por cierto, que aquellas a quienes me acerco me colman de caricias, porque ningún otro quiere acercarse a ellas. Y todas estas cosas me saben tan bien que, al hacerlas, no pidiera mayor deleite; pidiéralo menor, que me parecen algunas de ellas más deleitosas de lo soportable”[8]

El ascetismo del cínico no prescribe una abstención total, definitiva e incondicional, sino que se abona a la estrategia de lo necesario. No se anula el placer, sino que se obtiene el necesario e imprescindible que suscita el deseo, pues el placer se embota (o pervierte) si no se satisface el deseo. 

En todo caso se espera, no se come sin apetito, sino que se aguarda a este para comer y beber. La espera y la privación acrecientan el deseo y por tanto su satisfacción[9]. No es necesario multiplicar los deseos recurriendo a placeres que no están en la naturaleza, artificiales. Lo contrario es la intemperancia de “relleno” del que come sin hambre, o la intemperancia de “artificio” que busca voluptuosidades extra-naturales. Concebida así la templanza (sôphrosynê) no es una anulación del placer, sino un arte y una técnica.

Otra estrategia en el arte de hacer uso de los placeres consiste en determinar el momento oportuno: el kairos, “cuando es debido y en tanto sea debido". Es un aspecto esencial de la prudencia esta “política del momento” en la que lo que importa es saber captar el kairos que depende de las circunstancias, de la edad, la estación, etc. El tercer lugar, hemos de observar el estatuto del sujeto en su uso de los placeres, un jefe –según el Agesilao de Jenofonte- “debe distinguirse de los particulares, no por la molicie, sino por la resistencia”, no dejándose dominar por los placeres como sucede a tantos hombres[10]. La templanza, como la prudencia, es excelencia de una minoría bien educada, selecta, aquella con deseos simples y moderados, la de los que, “sensibles al razonamiento, se dejan guiar por la inteligencia y la justa opinión”, es decir, es la que acredita autoridad a la minoría gobernante (filósofos reyes y reinas) de la república platónica[11].

Diógenes y su farol, en busca
de un hombre honrado. Mattia Preti, s. XVII

Empoderamiento (Enkrateia) y ascética

El poder sobre uno mismo que hace posible un correcto uso de los placeres es denominado enkrateia, palabra que fue vecina de sôphrosynê (templanza, sensatez, cordura), un empoderamiento sobre sí mismo que consiste en el dominio de los placeres y pasiones, una forma activa de dominio sobre sí mismo. La enkrateia es por eso condición de la sensatez, la forma de trabajo y de control que el individuo debe ejercer sobre sí mismo para volverse temperante (sôphrôn). Para Foucault, este dominio sobre sí mismo implica una relación agonística: esfuerzo, lucha, combate espiritual[12].

 Si se quiere vencer logrando ser dueño de sí mismo, señor de la propia conducta, esta lucha interior requiere ejercicio, entrenamiento (askêsis) contra el otro (la tentación cristiana) dentro de uno mismo. Esta ascética heautocrática ya está presente en el Sócrates platónico, en su concepción de la filosofía como un saber para la muerte. 

Los cínicos también dieron una gran importancia a la askêsis, hasta el punto –señala Foucault- que “la vida cínica puede parecer por entero como una especie de ejercicio permanente. Diógenes quería que se entrenara a la vez el cuerpo y el alma, pues cada uno de estos dos ejercicios es impotente sin el otro. Este doble entrenamiento busca enfrentar sin sufrimiento las privaciones y doblegar los placeres con la sola satisfacción elemental de las necesidades. Este ejercicio es en su conjunto reducción a la naturaleza, victoria sobre sí y economía natural de una vida de verdaderas satisfacciones: “quienes se han ejercitado en soportar las cosas penosas desprecian sin pena los placeres”[13]. Es la ascética la que permite constituirse como sujeto moral y libre.

La desnudez de Diógenes –comenta Foucault- es también la de un cuerpo que exhibe impertinentemente su verdad, logos y poder, un logos en tensión con las relaciones de dominio y sobre todas, en aquel tiempo, con la relación amo-esclavo, puesta en entredicho si es precisamente el esclavo el que, por saberse mandar a sí mismo, sabe mandar a otros, por ser dueño de sí aun siendo propiedad de otro. Si por saberse cuidar a sí mismo, sabe cuidar a otros, entonces el esclavo no merece ser esclavo. Únicamente debe dirigir a los demás aquel capaz de ejercer una autoridad perfecta sobre sí mismo. ¿Cómo puede pretender la obediencia de los demás quien no es capaz de asegurar la sumisión de sus deseos?

Vida según razón

El cínico exagera la exigencia socrática de llevar una vida kata logon, conforme a la razón, una vida verdadera que desmiente la convención, pero haciéndose teatro de la relación de la vida con la verdad, espectáculo de la verdad miserable de la vida. La libertad poder (enkrateia, autarquía) que caracteriza el modo de ser del hombre sensato, temperante, dueño de sí, apto para gobernar no puede concebirse sin una relación con la verdad a través de la razón[14], porque dominar los placeres es someterlos al logos, hacerlos razonables, por eso los intemperantes son unos ignorantes (intelectualismo moral), pues no se puede practicar la templanza sin una cierta forma de saber. 

Esto quiere decir que al constituirnos como sujeto moral nos constituimos también como sujeto de conocimiento, así “obramos con conocimiento” de lo que hacemos, escogiendo la obra buena en lugar de la mala. Para Foucault, esta relación de la ética con la verdad no da lugar en el mundo griego a una hermenéutica del deseo, como sucederá en el mundo cristiano, sino a una estética de la existencia que mantiene y reproduce por el logos un orden ontológico. Se trata de una manera de vivir que no está definida por una legislación universal sino por un arte o técnica (tejné) que prescribe las modalidades de un uso de los placeres en función de variables diversas: necesidades, momento, situación…[15].

 El último Foucault

Su Historia de la sexualidad abre una última etapa en la poliédrica obra de Michel Foucault, en la que el filósofo examinaría, según Manuel Jiménez Redondo[16], las condiciones de posibilidad de que el sujeto obtenga, diga y se diga la verdad sobre sí mismo. Nos estaríamos preguntando por los “juegos de verdad” (en analogía con los “juegos de lenguaje” del último Wittgenstein) o tal vez por la genealogía del juego de verdad. Para Manuel Jiménez hay un gran parecido entre el cuidado de sí foucaultiano (epiméleia tou autou) y el Sorge de Heidegger en Ser y Tiempo e incluso con la “analítica moral de la existencia” en la que Baltasar Gracián[17] expone que la esencia y centro del hombre es la “cura” (palabra latina que significa cuidado).

En Foucault, como en otros autores postmodernos de formación católica, o como el Luis de Góngora de las Soledades (según atrevido ejemplo de M. Jiménez), la referencia religiosa de sentido último es sustituida mediante un gesto ilustrado por la referencia clásica que toma el relevo de la representación religiosa (Atenas en lugar de Jerusalen), aunque la niegue y supere. Según Jiménez, en la postmodernidad francesa hay mucho de contra-ilustración católica.

En lugar de volverse como Heidegger hacia los pre-socráticos[18], Foucault se vuelve hacia los post-socráticos en su mirada a la Hélade. La genealogía de Foucault, al contrario que la fenomenología de Hegel, como método de interpretación histórica excluye la idea de que en algún origen pudiera esconderse un sentido unitario, porque “vivimos sin hitos ni coordenadas originarias, en miríadas de sucesos perdidos”. Tampoco es posible referir a un Lógos fundamentador de la Unidad: “El ser del lenguaje no aparece para el lenguaje mismo sino en la desaparición del sujeto”[19]. Se trata de un lenguaje en el que se dibuja una ausencia, como en el del místico… 

“El origen y la muerte basculan el uno en la otra; el origen tiene la transparencia de lo que no tiene fin, la muerte se abre indefinidamente sobre la repetición del comienzo”[20].

Ecos de Nietzsche, del esteticismo post-romántico. Manuel Jiménez parangona estas posiciones con la religión del arte de Hegel. El ser hablante que hace la experiencia de no ser sino siendo a la vez lo absolutamente otro de sí…, una especie de teología negativa en que se funda, negativamente, la autonomía y libertad del sujeto, ¿teología del sí mismo, que empieza también por ser un completo desconocido? En palabras de Maurice Blanchot –al que remite Foucault- el poder de negar funda la posibilidad de saber, porque el hombre muere el hombre sabe. Es la muerte la que habla y prepara el trabajo del concepto[21].

 

 NOTAS


[1] En su “Coloquio II del Convite”, hacia 1547. En Diálogos, ed. De Isaías Lerner y Rafael Malpartida, Sevilla 2006, pg. 103. Su fuente es Diogenis Laertii De vita et moribus philosophorum libri X (Lugduni, Seb. Gryphium, 1541). La anécdota se reproduce para denunciar la soberbia en Palatino y Pinciano, I, p. 592.

[2] El concepto aparece también en la versión griega del Antiguo Testamento.

[3] Véase al respecto la crítica a la democracia en República VIII.

[4] Sigo aquí la interpretación de Manuel Jiménez Redondo, universidad de Valencia, v. nota 16.

[5] “Un día llegará en que el paradigma más frecuentemente utilizado para ilustrar la virtud sexual será el de la mujer, o de la joven, que se defiende contra los asaltos de quien tiene poder sobre ella; la salvaguarda de la pureza y de la virginidad, la fidelidad a los compromisos y a los votos constituirán entonces la prueba tipo de la virtud”, M. Foucault. Historia de la sexualidad, 2. El uso de los placeres, Madrid, siglo XXI 1987, pg. 80. La Virgen cristiana aparece en contraposición al varón templado, que sirve de modelo de virtud en el mundo griego.

[6] Diógenes Laercio, Vida de los filósofos, VI, 2, 46. V. también Dión de Prusia, Discurso, VI, 17-20 y Galeno, De los lugares afectados, VI, 5.

[7] En Historia de la sexualidad, 2. El uso de los placeres, Madrid, Siglo XXI, 1987, pg. 53ss.

[8] Jenofonte, Banquete, IV, 38.

[9] Jenofonte. Recuerdos de Sócrates, Iv, 5, 9.

[10] Jenofonte. Agesilao, V

[11] Platón, República, IV, 431c-d.

[12] Historia de la sexualidad, 2., op. cit. Pg. 63ss.

[13] Diógenes Laercio, Vida de los filósofos, VI, 2, 70.

[14] M. Foucault, Historia de la sexualidad, 2. Op. cit., pg 84ss. “La relación con la verdad es una condición estructural, instrumental y ontológica de la instauración del individuo como sujeto temperante”, pg. 87.

[15] Foucault, Historia de la sexualidad, 2. Op. cit. Pg. 89.

[16] Manuel Jiménez Redondo, “Parresía y diferencia ética: Consideraciones sobre el último Foucault”. En Michel Foucault, un pensador poliédrico. Josep A. Bermúdez (coordinador), Universidad de Valencia, 2012.

[17] Baltasar Gracián. El Criticón, I, crisi 9. “Moral anatomía del hombre”.

[18] Heidegger se volvió a Grecia llevado de la mano por el jesuita Brentano en el contexto de Husserl, su mentor.

[19] “La pensé du dehors”: Dits et écrits I, París, Gallimard, 1994, p. 521.

[20] Ibidem, pg. 522.

[21] Maurice Blanchot. L’entretien infini, Paris, Gallimard 1969 pg. 370.


1 comentario:

Ana A dijo...

Ya que citas a Platón, en efecto, la tiranía es el peor de los regímenes porque reduce a sus ciudadanos a la condición de siervos. Así estoy viviendo la actualidad, juegan con nosotros, la propaganda es intensa, las mentiras se pisan los pies unas a otras, ...y sin embargo, hoy el parresiasta se juega el puesto de trabajo e incluso la vida, más de uno calla para simplemente sobrevivir.

Decir la verdad en estos tiempos es como salir de la trinchera y ofrecer el pecho a las balas...