viernes, 4 de septiembre de 2020

ASIMETRÍA DEL MAL


EL MAL NO ES BANAL

Stanislaw Lem explica y analiza con su característica profundidad cómo el nacional-socialismo funcionó como pretexto para que los criminales se dieran gusto asesinando: la “bondad oficial” de una doctrina política se puso al servicio de la satisfacción de los deseos más abyectos (en Provocación, Impedimenta, 2020). Algo análogo sucedió con el comunismo estaliniano o maoísta y sucede en todos los Estados totalitarios en los que hasta la muerte es “patrióticamente” nacionalizada. 

Y es que el mal y el bien, por ventura, son asimétricos.  Por una parte, “no hay mal que por bien no venga”. Esto es al menos lo que inspira la virtud de la esperanza, gracia divina. Por otra parte, el bien nunca se remite al mal como razón de ser, mientras que el mal siempre pretexta un bien: sea la salvación de la raza aria, sea la recuperación de los santos lugares, sea la liberación del pueblo X o Y, la emancipación del proletariado, la unidad de destino de la nación, etc.


Antiguamente no había que justificar el exterminio del vencido. Los asirios hacían pirámides con las cabezas cortadas a sus enemigos entre magníficas fiestas, sin remordimientos. A los vencedores no se les juzga. No obstante, la conciencia moral progresó, sobre todo con el estoicismo y el cristianimo (en Oriente con el taoísmo y el budismo) y hubo que buscar “razones de Estado” o pretextos imaginarios para asumir las matanzas y crímenes de inocentes, excusas y subterfugios que, naturalmente, excluían la satisfacción que produce al ser humano el cometerlos, es decir, se disimula nuestra capacidad para el mal, nuestra capacidad para torturar y matar por placer, nuestro poder intrínseco para la crueldad. El marqués de Sade constituye a este respecto una excepción tan sublime artísticamente como moralmente perversa, pues se atrevió a proclamar en soledad onanista la tortura y el asesinato como fuentes de plenitud existencial. Entre los eufemismos justificatorios del crimen y el genocidio se cuentan bonitas expresiones como la alemana “Die Endlösung” (La Solución Final) o los maoístas “Gran Salto Adelante” o “Revolución Cultural”.

Es verdad que “a los que Dios quiere perder, primero los enloquece”. El fanatismo es de todos los pretextos el más estimulante, sobre todo si se cree que esta no es la verdadera vida, sino un mero tránsito a la verdadera: “¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y el fanatismo se vuelve más feroz contra el enemigo o el altar diferente si están próximos, como los católicos contra los cátaros. Pero el fanatismo también puede resultar una evasiva contraproducente. Es irónico que Hitler echara de Alemania por pura superstición antisemita a aquellos físicos e ingenieros judíos que con sus cerebros y manos crearon las armas nucleares que pusieron fin a la guerra del Pacífico y también podrían haber arrasado Alemania y acabado con Hitler soltando un par de bombas atómicas, si ello hubiera sido necesario. El mismo componente racista de la genocida doctrina nazi  convirtió su expansión en autodestructiva. Sin embargo, les cupo la dudosa gloria de ser los primeros en industrializar el crimen identificando el asesinato con la esencia de la historia universal. Thomas Mann llegó a decir que la infamia sería un muro que durante mil años separaría a los alemanes del resto de la humanidad. 

El Holocausto no sólo fue monstruoso, sino que también fue absurdo. Según los antisemitas de hace setenta años, los hebreos eran culpables de todo, del capitalismo y del comunismo, de las crisis económicas y hasta de la miseria moral. Sin embargo, era evidente que los judíos no merecían ser víctimas de una atrocidad tan desalmada. Ahora “el pueblo elegido” ya no sirve como chivo expiatorio y cualquiera, sobre todo si es varón blanco, puede ser llamado causante del mal.

En todas las revoluciones y conflictos civiles los mediocres que no aceptan su mediocridad reciben la extraordinaria oportunidad de desahogarse como nunca antes lo habían podido hacer, y eso sucede en cualquier frente violento. La invasión nazi supuso el arribismo, entre los colaboracionistas, del lumpen, de los palurdos, de los segundones, de los escritorzuelos y publicistas de medio pelo. El efecto puede ser terrorífico si los menos educados se hacen con la estructura de un Estado milenario, de sus organismos, de sus juzgados, de su maquinaria administrativa, de su funcionariado. Desde esa altura usurpada por la fuerza y el terror, o por la exclusión racial o lingüística, los asesinatos, las venganzas y revanchas, pueden admirarse como justicia histórica y los saqueos como laurel bélico. Por eso decía Erasmo que la guerra la hacen mejor los peores. Es la fuerza bruta liberada de sus frenos y que se proporciona orgiásticamente como en Los 120 días de Sodoma la más descomunal e inhumana de sus satisfacciones: placer de dioses antiguos, precristianos, un goce sexual y criminal, “más allá del bien y del mal”.

Pero la matanza debe parecer necesaria, inevitable, por maquiavélicas “razones de Estado” o como un deber patriótico o sagrado (los judíos, chivo expiatorio, “porque mataron a Jesucristo”). De ahí la asimetría entre el bien y el mal. El bien se justifica por sí mismo, la virtud lleva en sí su galardón, la templanza o la prudencia son saludables, la bondad alegra, sin embargo no hay mal que no busque una justificación en un bien posible, utópico o imaginario. Freud llamó a esto “mecanismo de racionalización”. Es lo que hace el borracho cuando brinda “¡por ella, por la más bella, por la botella!”. 

El mal es más multiforme y diverso que el bien. Lo hay banal como explicó Hannah Arendt, el del burócrata o subalterno que simplemente ejecuta órdenes sin pararse a pensar qué naturaleza moral o inmoral tienen las órdenes que ejecuta, atrapado en la pirámide de mando, impotente para huir de ella. Existen teóricos del genocidio incapaces de matar una mosca (puede hacerse una lectura de Nietzsche en este sentido, aunque pueden y sobre todo deben hacerse otras más benevolentes), igual que hay naturalistas que matan cum amore. Aún estos justificarán su crimen en provecho de la tecno-ciencia, que hoy va cobrando la consideración de bien absoluto.

Para el terrorista, el mal será un medio para alcanzar un bien extraordinario: la independencia nacional o el califato universal. Los terroristas se parecen al nazismo en que los asesinos también se consideran a sí mismos un tribunal justo, aunque como ningún tribunal actúa en su propio nombre, ellos también lo hacen bajo una instancia superior, de ahí el carácter partitivo de sus nombres: “fracción de”, “brazo armado de”, etc. 

La tesis de Hannah Arendt de la banalidad del mal ha hecho época en filosofía política, pero no hay sólo banalidad, o sea falta de consciencia y pensamiento superficial, en el uso de la extorsión, el acoso y el crimen como instrumentos políticos. En el asesinato bajo la máscara del deber hay algo más que la fingida privación de libertad o la santa indignación, hay perversidad y auto-mentira, hipócrita autoengaño que esconde la satisfacción que proporciona el asesinato al asesino, la notoriedad pública que ofrece el bombazo, la fama de la trascendencia mediática, la consideración de héroe que otorga la secta, el populacho y el grupo de iluminados y “verdaderos patriotas” que toman el delito por gesta. 

Desde el estoicismo y el humanismo cristiano, es imposible un poder sin legitimación, y el fondo de todas las conciencias, al menos de las occidentales y aunque el decálogo se pudra del todo, sigue siendo cristiano. Así que estamos obligados delante del Cuarto poder, la Opinión pública, a justificar lo injustificable: que la víctima no es víctima, sino “efecto colateral”, que el inocente no es inocente, que el humano no es humano, tendremos que despersonalizar antes al prójimo llamándole “bestia inmunda”, maketo o gremlin. De las altas aspiraciones asesinas, del magnicidio terrorista, se pasa luego en degradación progresiva a ejecutar a víctimas cada vez más insignificantes en la jerarquía del status quo. En cuanto a la ideología, se echa mano de la más próxima, se roba a la izquierda, puesto que la revolución se ganó cierto respeto intelectual, el aura de grandeza ya lo concedieron los histéricos y vociferantes medios de comunicación. 

En opinión de Aspérnicos (apócrifo de Lem), el nazismo es precursor del terrorismo, pero el origen de ambos es más profundo: es la muerte infligida con gusto y con la fría determinación de un deber que dispensa absolución a los asesinos, si no impunidad. Su supuesto izquierdismo no es más que la hoja de parra ideológica con la que justifica la desnudez cruel de sus actos, muchas veces el terrorista pertenece a una clase social superior a la de sus víctimas, que pueden ser cualesquiera. Se trata de entregar sacrificios humanos en el altar de un fin político superior a la humanidad, y por tanto perfectamente inhumano. Es inútil que busquemos patologías en las mentes de los asesinos, el secreto no está en sus mentes, sino en la atrocidad de sus actos.

Lo peor de todo es que la violencia asesina al final sólo puede ser combatida por una represión violenta, incluso la democracia se ve obligada para salvarse a renunciar parcialmente a sí misma. El extremismo y su farsa provocan al fin el encanallamiento del Estado y así convierten en acusaciones justificadas las que no tenían fundamento alguno. Lo peor es que el mal resulta algunas veces más eficaz que el bien, como la espada de Alejandro cortando el nudo gordiano, puesto que en esa dislocación de fuerzas el bien tiene que contradecirse a sí mismo para detener el mal y el policía tiene que echar mano a su porra o a su pistola. Contra el terrorismo no existe una estrategia inmaculada que conduzca a la victoria, “ya que la honestidad triunfa en la medida en que se asemeja a la deshonestidad que combate” (escribe Lem). Lo peor es que cuando se aplasta por la fuerza a una organización criminal, la responsabilidad se difumina, incluso se desintegra…

Pero por muchas mentiras y por muchos cobardes silencios que nos cuenten y en que incurran asesinos y cómplices –que pueden ser incluso filósofos de la altura intelectual de un Heidegger-, sabemos que las intenciones de cualquier acción no se deducen de sus pretextos ideológicos o religiosos, ni de las doctrinas políticas o de las declaraciones a posteriori de sus artífices, sino de los hechos materiales que ejecutaron o ejecutan a sabiendas de sus consecuencias en calidad y cantidad de dolor humano. Sabemos que “por sus hechos los conoceréis”. Más allá de la banalidad de la obediencia inconsciente, existieron, existen y existirán los malvados, los disfrutadores del crimen que pretextan bienes futuros, porque nuestra capacidad para el mal ha sido puesta a prueba históricamente, incluso colectiva, comunitariamente, porque es efecto del libre albedrío con que fuimos dotados.

Del autor:

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