lunes, 10 de mayo de 2021

REAL E ILUSORIO

 

Malvácea



En su extinta plataforma de Preguntas y Respuestas, una usuaria de Yahoo preguntaba:

¿Cómo puedo saber si realmente lo que veo es verdad o no? Estaba estudiando filosofía, y de repente me ha venido esta pregunta a la cabeza: ¿Cómo puedo estar segura de que mis amigos existen realmente o solo son cosa mía, de mi cabeza que se lo inventa todo? ¿Y si mis padres no existen? A ver..., yo sí que existo, pero ¿y los demás? ¿Y este ordenador?

RESPUESTA

- Tu pregunta se parece a la que -según Lebiniz- es esencial en filosofía, la pregunta metafísica por excelencia y la más difícil: ¿Por qué hay ser en lugar de nada? Ese porqué abraza todos los porqués. 


El ser o la existencia es lo que aprehende o capta en todos sus actos el pensamiento. Todo cuanto vemos, imaginamos, recordamos, inteligimos y hasta fantaseamos, existe en cierto modo y de cierta manera. El pensamiento supone el ser, lo da por hecho, como cada una de nuestras acciones suponen el bien, pues todo cuanto hacemos lo hacemos creyendo, pesando (tal vez equivocadamente), que es bueno, conveniente, justo, si es que obramos conscientemente y no a tontas y a locas. 

Pero los objetos reales físicos, al contrario que las figuras de la imaginación o sus fantasías, te ofrecen resistencia. No puedes cambiarlos o modelarlos sin esfuerzo. Otra cosa son tus pensamientos, que también son reales, aunque su realidad dependa más directamente de tu libertad, que la existencia de las cosas externas.

La cosa se complica porque tus amigos y tus padres existen también en tu pensamiento, al menos como sombras, recuerdos, imágenes, cargadas de afectos y emociones... Pero no es lo mismo acordarse del amor de un padre que poderlo abrazar. 

No basta pensar una cosa para que exista. Podemos pensar muchas verdades que no refieren a existentes. "Los dinosaurios son animales poderosos", pero no existen actualmente. "Las sirenas son mujeres con forma de pez o de ave marina. Odiseo se hizo atar al mástil para oírlas sin que le arrastrasen al desastre"... En el orbe imaginado por Homero es verdad lo que hemos dicho de Odiseo. 

Hay que cambiar el orden del cogito cartesiano. Descartes afirmó "pienso, luego existo", a esta fórmula se le llama en filosofía "cogito", que significa en latín pienso; sin embargo, no existimos porque pensamos, sino que pensamos porque existimos. Del cerebro (realidad física) emerge el pensamiento (realidad espiritual).





Aunque, como dijo María Zambrano, el estado de sueño es el estado inicial de nuestra vida y, a la par y paradójicamente, nuestra vida más espontánea y más ajena, despertamos y la misma vida nos exige andar despiertos y, como no podemos residir en los sueños, hemos de distinguir entre lo vivido y lo imaginado. Casi siempre es fácil, lo hacemos automáticamente, porque las impresiones que recibimos del mundo objetivo son más intensas, vívidas y ricas en detalles, que los recuerdos o las fantasías. 

No sucede lo mismo si estamos cansados, afectados por drogas psicodélicas, borrachos, con nuestros sentidos adormilados o perturbados, y entonces nos puede parecer que vivimos un sueño o que lo vivido es recordado, esta es la famosa impresión del "Déjà vu", producida por la falta de intensidad o vaguedad de la impresión sensible que, a causa de la fatiga de los sentidos, creemos presenta la debilidad de un recuerdo y así nos parece recordado lo que estamos viviendo, ya vivido.

También podemos sufrir alucinaciones, o sea falsas percepciones, a causa de una enfermedad o de una intoxicación. El sujeto puede incluso disfrutar o sufrir con sus alucinaciones sabiendo que no corresponden a nada que está viviendo objetivamente, como se disfruta de una ficción televisada. Las ilusiones como las alucinaciones son subjetivas, de ahí que la intersubjetividad sea imprescindible como criterio científico que permite discernir lo imaginado como real, de lo meramente imaginado y fantástico.

Textos para comentar

Calificar de "ilusión" todas las percepciones de la experiencia real..., aunque tiene algo de poético y un fuerte pathos metafísico, filosóficamente hablando constituye llanamente una forma extrema de sinsentido. Esas percepciones pueden considerarse "irreales" en el sentido de que no tienen existencia ni contrapartida en el orden objetivo al margen de la conciencia de quienes las experimentan. Pero calificarlas de absolutamente irreales, al mismo tiempo que se experimentan en la propia existencia y se supone que en la de los demás hombres, y al mismo tiempo que se señalan expresamente como imperfecciones que deben transcenderse y males a superar, es obviamente negar y afirmar al mismo tiempo la misma proposición. Y esta autocontradicción no deja de carecer de sentido por el hecho de parecer sublime. Por eso, toda filosofía ultramundana que no recurra al desesperado subterfugio del ilusionismo parece afrentar este mundo, cualesquiera que sean sus deficiencias ontológicas, como un inexplicable misterio, algo insatisfactorio, ininteligible y malo que, al parecer, no debería existir, pero que innegablemente existe.

Arthur O. Lovejoy. La gran cadena del ser, Icaria, 1983, pg. 40.

Hay dos clases de imágenes: aquella que percibimos o sentimos nacer de la memoria o de la imaginación, y aquellas otras que se nos aparecen como estando ya ahí antes de haber sido percibidas, es decir, que el percibirlas es a posteriori. Es un carácter temporal dentro de la temporalidad, y cuando sucede así es el único elemento temporal que acaece en sueños, común, por tanto, con la vigilia.
Y ese carácter hallado en el seno del tiempo es lo que hace que algo sea sentido como real, vale decir: independiente de mí, no proveniente de mí, proveniente de ese fondo innominado de donde sentimos surge lo real.
Lo que confiere, pues, a una imagen el carácter de percepción es que nos encontramos con ella a posteriori, que no la sintamos surgir de nosotros mismos.
(...)
Lo que se entiende por realidad en sentido paradigmático es el sentirla venir de un último fondo, que se podría llamar apeiron aceptando así el primer concepto filosófico de lo real de Anaximandro.

María Zambrano. El sueño creador, I, 1998.

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