sábado, 30 de diciembre de 2023

PRAGMATISMO vs. INTELECTUALISMO

 Tómese el pragmatismo usamericano en serio



“Un pueblo nuevo, a poco bien que le vaya, es un enfant terrible”
Ortega, ¿Qué es filosofía?, O.C. 7, 297, 1957.

"Lo bueno en abstracto puede no ser útil; 
prácticamente lo útil siempre es bueno"
Silverio Lanza

 Europa debería tomarse más en serio a Usamérica. Para bien o para mal, porque puede aprender y porque debe criticar, contrapesar, dialogar... con la primera potencia mundial. Creo que durante todo el siglo XX, Europa ha mostrado un injustificado desdén por las novedades y propuestas, acicates y preguntas, que procedían del otro lado del océano, tal vez o en parte porque la presuntuosa metrópoli miraba con superioridad a sus excolonias.


Esto es particularmente cierto en el caso de la Filosofía. Desde el romanticismo, se daba por supuesto que la gran filosofía se hacía en las universidades alemanas, incluso cuando un sofista rugía contra la Academia, como hacía el león nietzscheano, lo hacía en alemán. Para los continuadores críticos de aquella gran tradición, ilustre e ilustrada, los usamericanos no podían ofrecer otra cosa que un pensamiento superficial: reflexiones de pistoleros, aventureros o tenderos... ¡¿Cuánto hay de clasismo reaccionario en este desprecio?!

Me entero por el libro de Juan Carlos Mougán Rivero, Acción y racionalidad, actualidad de la obra de John Dewey (Univ. de Cádiz, 2000), que de la interpretación del pragmatismo americano hecha por Max Scheler (Conocimiento y trabajo, 1926) dependen todas las interpretaciones alemanas posteriores. Para Scheler la filosofía pragmática (de Peirce, W. James, Mead o Dewey) no es más que una forma de “conocimiento de dominio o rendimiento”, ni constituye un saber propiamente cultural ni un saber de salvación, incluso ve en el pragmatismo un descrédito de estos saberes postulados como superiores. Naturalmente, Scheler saca las peores consecuencias de ello.

Pero ¿adónde nos han conducidos los saberes de salvación? El cristianismo fue sin duda un "saber de salvación", no una filosofía, sino una soteriología, y su resultado histórico para Europa fueron las guerras de religión, que la asolaron durante cien años. ¿De qué pueden enorgullecerse los “saberes culturales” europeos si condujeron a dos guerras mundiales en el siglo pasado, si condujeron al terror del exterminio de judíos, a las deportaciones masivas y al Gulag?

Es lícito preguntarse si las hipérboles nietzscheanas o el verbalismo ontológico y nihilista de Heidegger (ambas cosas a la vez y según se mire) fueron una preparación intelectual de la guerra y el terrorismo de Estado. O si el marxismo contenía una justificación historicista del exterminio de las minorías. O si el psicologismo de la histeria -me refiero al psicoanálisis freudiano- no será el cuadro clínico de una locura, de una deformidad estrictamente europea, una análisis de la mente enferma.

Sería tal vez posible que Scheler hubiera acertado en su tesis, aunque no fuesen válidas las consecuencias que quería extraer de ella. Es decir, que fuese preferible un humilde conocimiento que traiga algún rendimiento en orden a la felicidad de los hombres, antes que una doctrina totalitaria o un prejuicio etnocéntrico. Para Scheler, positivismo y pragmatismo (asimilación esta muy discutible, y discutida por mi amigo Mougán) “transforman la ciencia del trabajo en el único saber posible”. ¿Y qué tiene de malo el trabajo, o la ciencia del trabajo? Al menos habría que reconocerle algún mérito al pragmatismo en este campo, digo yo, sobre todo si uno es agradecido y disfruta de un automóvil, un lavaplatos, una tele...

La lectura efectuada por los autores de la Escuela de Frankfurt no fue más generosa con el pragmatismo norteamericano. Es lógico que el utopismo entre libidinoso y etéreo de Marcuse considerase conservador al pragmatismo: si la teoría no casa con el mundo, ¡pues peor para el mundo! En opinión de Mougán, la crítica de Marcuse a Dewey revela numerosos malentendidos sobre la posición de éste. Por ejemplo, la acusación de la imposibilidad de examinar los fines, como si estuviesen ya dados. Sin embargo, la idea de que no existe lo “empíricamente dado” y que, por tanto, no hay deseos preestablecidos, ¡es una de las ideas centrales de Dewey!

¿Se tomaron la molestia los engreídos catedráticos europeos de leer la modesta filosofía clásica usamericana de finales del XIX y principios del XX? Si lo hicieron, lo hicieron casi clandestinamente. Ramón Rodríguez Aguilera nos confesaba a principio de este siglo, en una reunión de filósofos en el Instituto Virgen del Carmen de Jaén (“Debate sobre el liberalismo político. Controversia entre Habermas y Rawls”, 6 de junio 2003), la importante deuda que Roussell contrajo con William James (1842-1910). Desde luego, y a pesar de la crítica que el lord británico formuló contra la noción de verdad del pragmatismo, y que tuve por definitiva durante años, se tomó al americano muy en serio, y es probable que rebajara el alcance de la tesis pragmatista respecto de la verdad para, como aquel cura de Ortega, acusar mejor de utilitarismo ramplón al oponente dialéctico.

Ramón Rodríguez Aguilera fue todavía más contundente refiriéndose a la difícil y equivocada recepción del pragmatismo en Europa, llegó a decir que todo Wittgenstein cabe en W. James, pero no viceversa. Esto molestará a muchos witgensteinianos que no se han tomado la molestia de leer una sola página de James. O que han encontrado en el escepticismo del primer Wittgenstein o en la teoría de los juegos del segundo (tan próxima al pragmatismo) un sustituto de la fe en la Verdad Perdida e inefable.

A los europeos, la claridad nos engaña para mal. Eugenio D’Ors lo sabía. Se cuenta de él que tras dictar una de sus joyas filosóficas y conceptistas, le preguntó a su secretaria si entendía lo que había pasado a escrito. “Sí, don Eugenio”, le contestó la secretaria. “¡Pues oscurezcámoslo!” -mandó el sabio.

Toulmin llegó a decir que la ausencia de un lenguaje oscuro o técnico, además del hecho de ser americano, es lo único que puede explicar que no se hayan tomado más en serio las ideas de Dewey (o las de Mead) en Europa.

No sé si el hecho de que durante siglos los europeos oyeran la liturgia en un latín que no entendían, o en un castellano que tampoco podrían entender, ha contribuido a este prestigio popular de lo abstruso. El caso es que la gente venera un libro como Ser y tiempo, del que apenas pueden extraerse diez tesis claras, coherentes e inteligibles, y desprecia los textos pragmatistas, precisamente porque resultan diáfanos, como los artículos de Ortega quien, por cierto, tenía mucho de pragmatista, al igual que don Eugenio D'Ors.

El caso es que a partir de los cincuenta, los españolitos que querían filosofar contra el régimen dictatorial, buscaron inspiración en la tradición alemana (Horkheimer, Adorno, Habermas), o en el estalinismo francés (Althusser), o en el trabalenguas psicoanalista de Lacan, o en la sátira unilateral de Foucault, o en las reconvenciones neoconservadoras de los jóvenes filósofos franceses... (ad libitum), y volvieron a despreciar el pragmatismo clásico usamericano. Hay que agradecerles, no obstante, que en muchos casos, actuaran como pragmáticos aunque pensasen como absolutistas y totalitarios. A fin de cuentas, el pragmatismo no nos pide que nos pongamos de acuerdo en lo que pensamos, eso es imposible, y la sociedad que lo consiguiese resultaría horrorosa, sino que nos pongamos de acuerdo en cómo hacer las cosas y, más imperiosamente, en cómo no hacerlas perjudicando a terceros.

Tampoco Horkheimer fue demasido considerado con el pragmatismo en su célebre Crítica de la Razón Instrumental, en la que, muy prácticamente, lo reduce a una expresión del positivismo cientifista, en lo teórico, y a un decisionismo irracionalista, en lo práctico. Se trataría, a su entender, de una teoría expresiva de la razón entendida como cálculo, como optimización de los medios para unos fines dados y determinados previamente. Y, sin embargo, Dewey, que desarrolló la dimensión social e histórica del pragmatismo, hizo precisamente una interpretación global del conocimiento como valoración, lo que a su juicio constituía el núcleo de la propuesta pragmatista (Mougán, op, cit., pg. 34).

Europa defiende la teoría, por encima de la praxis, como los monjes medievales la contemplación por encima del trabajo. Esto no tiene en principio nada de malo -el recién desaparecido Gadamer ha defendido la excelencia de la teroía en páginas memorables-..., esto no sería equivocado si no fuese porque hay teorías que conducen al Gulag y al holocausto, o a la complicidad con racistas y dictadores. Dewey, sin embargo, entenderá la crisis de la civilización como teoreticismo e intelectualismo que separa medios de fines, que considera el pensar por el pensar como algo intrínsecamente superior a la actividad. Y cree que el progreso requiere superar el dualismo pensamiento-acción, y otros dualismos igualmente perversos: mente/cuerpo, arte/ciencia... También en "el integracionismo" de Ferrater Mora se pueden oír ecos pragmatistas.

Desde luego, uno puede escrutar en la apología o la exaltación de la acción la expresión de un totalitarismo emergente. Esto hacen muchos alemanes emigrados, que, como Marcuse, siguen viendo en EEUU el triunfo del capitalismo puro, del intrumentalismo utilitarista, la pérdida de los trascendente: el espíritu, en fin, de "la cultura de los mercaderes". Se olvidan de que la cultura y la civilización siempre ha ido de un sitio a otro a lomos de caravanas de mercaderes, de barcos de comerciantes, en mochilas de aventureros. Y es ciertamente probable que la filosofía de James refleje el espíritu pionero, así como la de Dewey un instrumentalismo que organiza y critica a la vez la nueva era industrial y tecnológica. Pero tal vez lo más interesante del pragmatismo sea su escepticismo respecto a las soluciones colectivas y su especial sensibilidad para las características singulares que confluyen en la situación: su oposición a las teorías omnicomprensivas.

En cualquier caso, no se puede olvidar que fueron nuestros polvos los que han traído aquellos y estos lodos. El pensamiento americano es fruto de una adaptación del pensamiento a aquel 'plus ultra' descubierto por Colón. El carácter progresivo e inestable, la tensión entre culturas y religiones diversas, el interés práctico por la ciencia y la técnica, el espíritu emprededor y el sentido empresarial, la consideración del lenguaje como acción verbal, la fundación por Peirce de la moderna semiótica... todo esto ha facilitado el nacimiento de una filosofía que considera que el mundo está en continua formación, que hay en él lugar para el indeterminismo, para lo nuevo y lo futuro. Y que no podemos dar viejas soluciones a nuevos problemas, ni quedarnos paralizados dándole vueltas inútiles a nuestras perplejidades.

Habermas, quien fue homenajeado con el premio Príncipe de Asturias, lo sabía, y por eso injertó la sociología crítica en el pragmatismo usamericano. Como Apel se sirve de Peirce, Habermas se ha servido de G. H. Mead. Es evidente en nuestros días el resurgir del pragmatismo, tal vez no sólo por motivos teóricos, sino también pragmáticos. Quien manda, manda. En esta línea hemos de citar la obra de R. Rorty, o, tal vez más rigurosa y profunda, la de Willard V. Quine. Sobre Quine transcurrió un importante y anticipador Symposium Internacional en la universidad de Granada en 1987. Las actas del mismo fueron editadas por Juan José Acero y Tomás Calvo Martínez en 1987. Las cito, como la obra de mi colega Mougán, pensando en que pueden sernos útiles, para comprender lo que nos gusta o molesta del traje nuevo del emperador y de sus claros y oscuros designios.


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