domingo, 6 de abril de 2025

D'ORS Y EL PRINCIPIO DE RAZÓN SUFICIENTE

 

Muscari silvestre, "Moritos" (finales de marzo 2025)

Eugenio D'Ors juzga insuficiente el Principio de Razón Suficiente. Cree, además, que es redundante porque ya está contenido en el principio de identidad (A = A y ¬ (A & ¬A)), pues cualquier juicio veritativo-funcional sobre hechos del mundo siempre involucra una razón que vincula los términos sujeto y atributo (o predicado). En efecto, cuando afirmo que el calor dilato los cuerpos afirmo la equivalencia entre el significado de "calor" más su potencialidad con el predicado "dilata los cuerpos" o "es un agente de dilatación de los cuerpos).

El análisis que emprende Xenius (pseudónimo con el que D'Ors escribía sus glosas) del Principio de Razón Suficiente (desde ahora, PRS) en la lección IX de El secreto de la filosofía (1947) es claro y riguroso. El PRS sirve a varias intenciones, entre ellas al criterio metódico de economía que privilegia las descripciones y explicaciones más simples, que argumenten por las razones más sencillas que den cuenta de los hechos. Por eso, la fuerza de la gravedad puede resultarnos, desde la perspectiva del físico, preferible a la madurez de las manzanas a la hora de entender su caída. La Ley de la gravedad ya comprende la caída de todas las manzanas posibles...

Como bien explica Antonio de Lara en su resumen de la lección IX de El secreto de la filosofía (1947), la obra más ambiciosa filosóficamente de Eugenio D'Ors, para el españolísimo genio catalán tras los principios lógicos de Identidad y de Razón suficiente se halla la existencia vital e intelectual de Orden que nos hace preferir una causas posibles antes que otras. Y no sólo la tradición y la moral coinciden en ello, también la biología, el interior de la vida, podríamos decir, su memoria y su genio. Por eso, D'Ors ensaya probar la insuficiencia del PRS en las mismas ciencias y dialoga con la Biología, la Química y hasta con la Física de los Quanta. En esta última resulta que un elemento es susceptible de existir y de no existir simultáneamente, como el gato de Schrödinger, según la presencia o no presencia del observador. La mirada transforma lo mirado, que es lo que hay de verdad en en la superstición de "el mal de ojo", que tanto interesó al humanista Enrique de Villena.

Sin embargo, el PRS no ha sido "estéril", es útil porque premite la invención y la formulación de hipótesis. Leibniz lo ingenió para aplicarlo a lo contingente, mientras que el Principio de Identidad, con su correlato el Principio de no-contradicción se aplica a las relaciones necesarias entre ideas, las relaciones de la lógica y la matemática (según Bergson, las ciencias se ocupan fundamentalmente de relaciones). 

Postulando tal PRS, Leibniz salvaba la libertad. No tiene sentido hablar de libertad en un algoritmo o en una demostración matemática. Dos y dos son cuatro en el sistema decimal y nadie, ni de género masculino ni de femenino ni de género fluido pueden decir o pensar otra cosa. Por eso el pensar geométrico, su necesitarismo, llevó a Spinoza a la negación de la libertad, al determinismo. Según el Archifilósofo (como llama Javier Echeverría a Leibniz en  su espléndida biografía recién publicada), las verdades de los juicios que refieren a esencias y cantidades de extensión o de tiempo son seguras e indiscutibles, pero no sucede lo mismo con los juicios relativos a existencias, es decir, con los que recogen hechos, pues todos los hechos son contingentes, lo que quiere decir que siempre podría haber sucedido lo que no ha sucedido y que no se puede prever el futuro con certeza por mucho que sepamos del presente y de pasado. 

La existencia era para Leibniz la realización secuencial de posibilidades, la danza de los posibles, todos los cuales tienden a realizarse, pretenden y aspiran a existir. Julio César pudo haber decidido no atravesar el Rubicón. ¿Significa eso que su decisión fue casual, que no estuvo causada, que decidió el Azar? No, un racionalista como era Leibniz no podía pensar tal cosa, que César fuese libre no significa que no haya una "razón suficiente" que nos permita entender por qué lo atravesó y se erigió en dictador. 

Lo cierto, sin embargo, como confirma D'Ors, es que jamás podremos concluir las concausas que intervinieron en la producción de un hecho cualquiera, porque cualquier acontecimiento implica una serie causal infinita que va del presente al futuro remotísimo o, mejor dicho y por respetar el inflexible orden temporal, desde el génesis a nuestros días, para Leibniz tal génesis es el acto creativo de Dios, su fiat. Además, la realidad es extraordinariamente compleja, aunque para nuestros fines prácticos nos convenga simplificarla, por ejemplo, mediante generalizaciones arbitrarias y juicios categóricos. Una posición extrema a este respecto podemos figurarla en la defensa de la simplicidad redundante de Peter W. Atkins...:

 "Sostengo que no hay nada que no pueda ser entendido, y que la senda de la comprensión consiste en mondar las apariencias para que quede al descubierto el corazón. Este núcleo es siempre de una insuperada simplicidad" (Peter W. Atkins. La Creación, 1986) 

El mismo Atkins, profesor de química física en la Universidad de Oxford, describe su ensayo como de un reduccionismo extremo y de un racionalismo militante con el que pretende suprimir cualquier idea de finalidad, proyecto o plan y cualquier invocacióin a la idea de un Ser Supremo o una inicial voluntad agente, pues según Atkins (físico metido a filósofo) el universo puede explicarse por sí mismo y su conocimiento completo está a nuestro alcance. La extraordinaria improbabilidad de la vida no lleva a Atkins a renunciar a explicarlo todo desde el azar y la estructura tetradimensional del espacio-tiempo...

"Que surgiera un universo como el nuestro, cabalmente con la precisa combinación de fuerzas, puede tener un aire milagroso y, por consiguiente, parecer exigir algún tipo de intervención. Peor no hay nada que carezca intrínsecamente de explicación"

Para Atkins, la energía, que incluye a la materia, no es más que "espaciotiempo arrollado" y la gravitación la torsión total del espaciotiempo. A veces imagina la presencia de un Creador infinitamente perezoso en un tiempo anterio al tiempo, en una guarida en la que ni siquiera está, para afirmar que "el tiempo indujo su propia existencia", lo cual es tan incomprensible como la idea de una serpiente que se alimenta y sobrevive devorándose a sí misma. La intuición de Atkins es la de un Inmanentismo absoluto, "aunque pudiera ser que el azar tropezara con la fortuna". Para el químico de Oxford, el universo pudo surgir o emerger de la nada sin intervención alguna. Azar es el nombre de su dios.

Desde un punto de vista menos simplista, menos "azaroso" y más modesto –el de Leibniz sin ir más lejos–, sólo Dios, que lo sabe todo, conoce por qué ocurre lo que ocurre. Esto quiere decir que para un ente omnisapiente lo contingente es necesario y las esencias asumen por completo la pura razón de ser de todo lo existente cuando todos los posibles se realizan en el instante del Siempre. Por eso dice Leibniz que "cuando Dios calcula, hace el mundo". Tal postura está muy próxima a la suposición idealista de que las existencias no son sino accidentes, contingencias espacio-temporales de las esencias o ideas platónicas.

Fue hacia 1694 cuando Leibniz, enmendando el mecanicismo cartesiano, añadió el PRS al de Identidad, poco después sumaría, para enlazar las matemáticas y la física, su noción de Fuerza, negando de paso la infinita divisibilidad de la materia. A ella se opone con el postulado de verdaderas unidades con fuerza propia, lo que Platón llamó ideas, Aristóteles entelequias y los escolásticos formas sustanciales, irreductibles al análisis. Se trata de sus mónadas, puntos metafísicos dotados de vitalidad, exactos y reales, verdaderas individualidades. Para Leibniz, la generación de un animal o la germinación de una planta son sendos desenvolvimiento de diversas formas sustanciales; la muerte, una apariencia, pues lo que hay, en todas partes, es metamorfosis, dinámica vital. Por tanto, Leibniz admite la existencia de fuentes de energía autónomas, o sea, de auténticas creaciones, milagros difusos cuya expresión en nosotros es la libertad, libertad que es principio sustancial para D'Ors y que no puede ser explicada desde el PRS, pues reducir la libertad a motivos es, precisamente cargarse el libre albedrío y su facultad, la voluntad. La pluralidad de existencias vivientes entraña que cada vida traiga implícito el hecho de su posible originalidad, una novedad que altera la total energética de la creación. 

Cada creación desequilibra el mundo. ¡Fin del mecanicismo con la emergencia y resurreción de la teleología y de la entelequia! Tal finalismo pone en duda la prelación necesaria de la causa sobre el efecto, del motivo sobre su expresión, del órgano sobre la función a la que sirve. Fin del mecanicismo porque la vida no puede reducirse a un mecanismo ciego (azar y necesidad). La entelequia (la "teleonomía de las causas funcionales", como insinúa Jacques Monod para intentar salvar in extremis el mecanicismo sin hablar de finalismo) es ese principio inmaterial y organizador inherente a cada vida, que guía su desarrollo hacia la realización de su potencial, como el estar de las cosas desde su origen, ex ovo, en su propósito o meta (en telos ejeîna, "entelequia"): la gallina o el gallo ya estaban en el huevo. La entelequia explica la autonomía y autorregulacíón homeostática de los seres vivos.

D'Ors no desprecia la utilidad del PRS. Aclara sus fundamentos en la psicología racional, en la teoría de la verdad y en la naturaleza de las ideas. El PRS asume la potencial cognoscibilidad de la razón humana recurriendo, para explicar cualquier fenómeno, a otros hechos o enunciados con suficiencia cuantitativa (explicans) y postulando la prelación temporal del hecho causal, o del enunciado que se busca como su razón, sobre su efecto (explicandum). El PRS no es más que la faceta lógica o abstracta del Principo de Causalidad, que David Hume rebajó a un mero patrón empírico o hábito mental, reduciendo también su necesidad a contingencia, pues siempre pude acabar sucediendo lo contrario de lo que esperamos. Para Kant, más que una mera construcción de nuestra mente, la causalidad es una categoría de relación, un a priori de nuestro entendimiento, una de sus formas innatas de aprehensión intelectual de lo que aparece, un molde imprescindible para dar estructura comprensible a los fenómenos.

Antes de Kant, el PRS de Leibniz contemplaba que para cada juego de acontecimientos existe y ha de existir, un juego de causas reales que, además, es el mejor de entre todos los posibles, el menos malo. Eugenio D'Ors cita la definición del PRS que ofrece Leibniz en el capítulo XXXII de su Monadología: 

"Ningún hecho puede resultar verdadero o existente, ningún enunciado verdadero, si no hay razón suficiente para que sea así, y no de otro modo, aunque acontezca a menudo que esta razón permanezca por nosotros ignorada"

En tal definición se asimila lo verdadero a lo existente para concluir la identidad de lo real y de lo lógico –eso antes de Hegel–, es decir, para concluir la racionalidad absoluta de lo real (los hechos) incurriendo por ello en una flagante petición de principio o círculo vicioso. En muchos sentidos, lo existente puede resultar perfectamente falso, como un título espúreo, o irreal o ideal, como los derechos humanos. La racionalidad de lo real parece excluir la posibilidad de un comportamiento irracional, como puede ser un comportamiento que no respete la superior dignidad de la vida humana.

Por otra parte, el PRS, como vemos, atiende a cantidades y es desbordado por las cualidades en los ámbitos moral, estético y religioso, donde cuentan sobre todo factores estimativos que, por serlo, tampoco debemos tachar a priori como irracionales. En conclusión, el PRS sólo tiene para D'Ors un valor metodológico o instrumental, puesto que jamás podremos conseguir un conocimiento pleno y entero de todas las causas y circunstancias que concurren en la emergencia de un fenómeno, incluido el fenómeno al que llamamos mundo o universo, aunque le pese a metafísicos de la simpleza como Atkins. De ahí que, en las ciencias naturales, el cálculo de probabilidades haya sustituido a un análisis que no puede ser nunca exhaustivo. Y es así porque los fenómenos no está ligados por una ley de necesidad (Hume acertaba en esto), sino por una sintaxis de función cuya manifestación expresiva son las correlaciones funcionales de las que habla D'Ors en la lección X de El secreto de la filosofía.

Por eso D'Ors se dispone a ampliar el PRS con su Principio de Función Exigida en el que cuenta la eficacia activa de una finalidad y se rompe la regla de la prelación de la causa sobre el efecto, contando así con algo que todavía no existe sobre algo que existe ya o todavía. A fin de cuentas, nuestras acciones son, naturalmente, suficiente prueba y plausible confirmación del valor del propósito y la proyección futura en la actividad presente. Pero es que tanto Herencia como Finalidad operan sobre todo lo vivo y por eso la biología no se ajusta a los cánones de la lógica. Por eso mismo la evolución es creadora (ecos de Bergson). La función sobrepasa el órgano y lo transforma. Memoria y Designio se combinan como motivos de la acción o de un hecho que no puede ser del todo determinado por causas mecánicas y por eso somos incluso más libres de lo que creemos o, como dijo Ortega, libres a la fuerza.

Recuerdo de un recuerdo, JBL

A la mecánica hereditaria del Mneme (o del gene) hemos de sumar la de lo que D'Ors llama Arjé, la entidad que impide la caída de la vida en la muerte operando performadoramente desde el porvenir y a la que podemos llamar también "destino" en relación al individuo y "entelequia" cuando es un arjé específico. La presencia del Mneme presenta a la evolución como creadora, impidiendo el ajuste de la vida al peso de la inercia; la del Arjé limita las posibilidades creativas. La temporalidad aplica la unidad de la memoria (Mneme) a la variedad de los sucesivo. 

D'Ors distingue entre fenómenos y actos. Estos últimos, más que razones que los expliquen, requieren justificaciones que les otorguen sentido. Hallaremos una pespectiva parecida en Zubiri, a propósito del ser constitutivamente moral del humano, interpretación que también recoge Aranguren en su Ética del hombre qua moral.

Un ejemplo de creatividad de la evolución es el Lenguaje, a la vez heredado y original. Para D'Ors, la razón es un producto del lenguaje más que este de la razón. Nietzche había afirmado algo similar haciendo depender la lógica de la gramática, pero las palabras, además de un significado racional, tienden o aspiran a alcanzar un sentido espiritual, son gérmenes de posibilidades. D'Ors pone a este respecto la analogía de la culinaria: no comemos sólo para nutrirnos y hacemos de ello un ritual significativo. 


"Germinal", Capullo de Ranúnculo (4 IV 2025)

El filósofo catalán acepta con el conde Joseph Arthur de Gobineau la posibilidad de la existencia de formas sin materia y llama personalidad o "persona" (término figurativo) al espíritu sin corporeidad, muestra precisa de cómo la función sobrepasa al órgano. Cita al respecto el Principio de Jodl(*) que habla de "vida esporádica" (sporadische Leben) para referir a una fuente de energía individual que no es transformación de ninguna energía preexistente. Es la originalidad que rompe con la inercia, el designio que anticipa el efecto a la causa. El devenir humano, la historia de la cultura, es también una sintaxis, pero "con un hipérbaton desmesuradamente libertino".

En la persona, la forma "individual" (término analítico) se ha emancipado de la energética general del universo, por eso el PRS no puede dar cuenta de las realidades del mundo moral. Si bien el humano como actor fenoménico se ajusta a la ley natural, al universo como sintaxis elemental, otra cosa es el humano como persona (rôle), como realidad simbólica (sintaxis de segundo orden o metafísica). Ni siquiera la "mecánica histórica" puede someterse a ley de inercia, sólo al Principio de Función Exigida, menos escleróticamente lógico, pero mucho más adecuado para la inteligencia.

Nota

(*) Friedrich Jodl (Munich 1849- Viena 1849), filósofo y psicólogo, fue una figura destacada del positivismo y un defensor de la ética secular y de la educación popular. Algunas de sus obras más importantes:

  • "Geschichte der Ethik" (Historia de la ética), una obra en dos volúmenes publicada entre 1882 y 1889, que analiza el desarrollo histórico de la ética.

  • "Lehrbuch der Psychologie" (Manual de psicología), también en dos volúmenes, publicado en 1897.

  • La edición de las obras completas de Ludwig Feuerbach, en colaboración con Wilhelm Bolin, entre 1903 y 1911.

  • "Aus der Werkstatt der Philosophie" (Desde el taller de la filosofía), publicada en 1911.

Profesor en varias universidades, Jodl enseñó también estética en la Universidad de Viena; defensor de la educación laica, promovió la enseñanza de la moral no religiosa en las escuelas públicas. Su influencia se extendió al movimiento de la "Cultura Ética" y al clima intelectual que más tarde daría lugar al Círculo de Viena.

(resumen de información facilitada por Copilot (Bing IA).


jueves, 6 de marzo de 2025

LA TEODICEA MORAL DE KANT

 

Papel, rotulador y acuarelas, Fabio y JBL, 2025

"Dos cosas colman el ánimo con una admiración 
y una veneración siempre renovadas y crecientes, 
cuanto más frecuente y sostenidamente reflexionamos sobre ellas; 
el cielo estrellado en mí y la ley moral dentro de mí"

Kant. Crítica de la razón práctica, 1788

La expresión "Filosofía de la religión" no la usó el mismo Kant, que usó la expresión Philosophishe Religionslehere (Doctrina religiosa filosófica), pero fueron discípulos suyos  quienes la popularizaron académicamente en los últimos años del siglo XVIII. Hegel impondría dicho título definitivamente. 

La obra principal de Kant que podemos considerar "filosofía de la religión" es sobre todo su tratado de 1793 La Religión en los límites de a mera razón. La Religión "en o dentro de", como veremos luego. Con respecto a la religión, Kant llamó a su postura "teísmo moral". Decir "teísta" es, según Kant, más que decir "deísta". Con este último término entiende la posición de quien sólo valora para referirse a Dios los "predicados trascendentales". es decir, sumamente abstractos que se atribuyen a ÉL (Ser, causa, uno, necesario, infinito...) con abstracción de aquellos que se toman de la vida personal humana. "Teísta" es quien acepta la relevancia de la idea de Dios en relación con la vida moral humana. (Hoy más bien reservamos el término "deísta" para referirnos a los partidarios de la religión natural, y "teísta" para los practicantes de una religión histórica o "positiva").

Para un ilustrado del siglo XVIII la existencia de Dios ya no era tan obvia como para las gentes e intelectuales de siglos anteriores; necesita ser argumentada, justificada, de ahí el término "teodicea" aclimatado en Filosofía por Leibniz. En un principio, Kant valoró sobre todo la teodicea o justificación de Dios que se funda en el orden finalístico del mundo, que tiene la ventaja de ser claramente "teísta", según su terminología, esto es, que posee un sesgo moral; también tiene la ventaja de que dicho orden es una magnitud empírica, bien perceptible para la mente llana. Sin embargo, a partir de 1763 Kant criticó la efectividad de tal argumentación, pues no logra probar la infinitud de la inteligencia ordenadora ni que sea única y no múltiple. En "El único fundamento probativo para una demostración de la existencia de Dios", Kant se pronunia en favor de una argumentación altamente metafísica basada en que la "posibilidad real" de cualquier existencia reenvía a una única "Existencia necesaria" como a su fundamento (recuerda la tercera vía de Tomás de Aquino: "de lo posible a lo necesario").

Tal cambio hacia una "teología trascendental" más "deísta" que "teísta" (en el sentido moderno) no durará. Enseguida aparecen en los escritos kantianos indicios en la búsqueda de Dios en una dirección exclusivamente moral, acorde -explica J. Gómez Caffarena- con lo que Kant había conservado de religiosidad vivida como sedimento de las enseñanzas y el ejemplo de su madre, o sea, de su formación pietista, de la que sin embargo siempre rechazó el sentimentalismo misticoide, pero de la que apreció la prevalencia del rigorismo moral sobre el doctrinarismo de la ortodoxia luterana.

La Crítica de la Razón pura (1770-1781) reduce drásticamente la posibilidad de la Metafísica y la viabilidad filosófica -podríamos decir "lógica"- de una teología trascendental, esto es, de a posibilidad misma de la teología como ciencia, salvo como una ilusión de la razón pura. Kant mantendrá el valor de un uso directo de los conceptos trascendentales como "censura" para lo desmanes antropomórficos a que propende en general el teísmo y sus estructuraciones teológicas, es decir, contra la atribución a Dios de propiedades y debilidades humanas o contra su somentimiento al espacio-tiempo. Declara inválido el argumento ontológico y todos los demás argumentos teóricos de la existencia de Dios. Pero al final de la primera Crítica, en el capítulo dedicado al "Canon de la razón pura" en la "Doctrina trascendental del método" deja muy claramente abierto el ámbito en que su Criticismo encuentra correctamente a Dios: en la acción moral y su expectativa de realización, esto es, la idea de Dios se hace imprescindible cuando respondo a las preguntas qué debo hacer y qué me es lícito esperar, preguntas tan ineludibles como el qué puedo conocer, al que ha intentado responder su primer gran libro.

Moralmente, Dios es "el Supremo Bien Originario". Tal afirmación no vale teórica ni especulativamente, sino como objeto de una "fe moral" que luego será llamada "fe racional". La idea de Dios hace posible la conjunción de honestidad y de felicidad universales, algo cuya posibilidad no queda garantizada por la solas fuerzas del hombre ni tampoco por la Naturaleza. En la idea de Dios se encuentran racionalmente la excelencia moral y la felicidad natural. Esta "teología moral" que emerge al final de la Crítica de la Razón pura acompañará ya siempre a Kant, quien desarrolla tal idea de Dios como postulado de la razón práctica en su uso ético en tres escritos de los años ochenta. En un artículo de 1786, Kant terció en el llamado Pantheismusstreit, disputa suscitada por Jacobi contra Mendelssohn a propósito del espinocismo que había detestado en el recién fallecido Lessing. Jacobi pensada que son fallidos los esfuerzos de la razón para llegar a Dios y que se llega más bien por una fe que pertenece al sentimiento; Mendelssohn mantenía las posibilidades de la razón, apelando a las argumentaciones tradicionales (el argumento de Anselmo y las vías tomistas). Para Kant, orientarse en el pensar puede expresar el "derecho" a acoger como "subjetivamente" suficiente la validez de una afirmación de la existencia de Dios que emana de una "necesidad" (Bedürfnis, indigencia y exigencia) de la misma razón. Así es como razona ahora Kant la validez de la fe moral de que había hablado en 1781. Una fe que se dirige a Dios a través de lo humano, una fe humanista; que es antes que nada fe en el hombre que somos, confianza de que no son fallidas las pretensiones del deseo que puedan tenerse por auténticamente constitutivas de nuestra realidad: nuestro anhelo consciente de perfección e infinitud.

En 1785 publica Kant Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, donde asevera que el imperativo categórico, es decir, la exigencia ética, supone la realidad de la libertad;  doce años después publica su gran tratado de ética: Crítica de la Razón práctica. En esta resuelve que la moralidad es ratio cognoscendi de la libertad, como la libertad es ratio essendi de la moralidad. Porque decidimos, hemos de responder de lo que hacemos; la libertad es razón de ser de nuestra dimensión ética. Igualmente establece Kant el primado de la razón práctica sobre la teórica. Como Sócrates en el Cármides, Kant piensa que lo más importante no es saber, sino saber qué hacer con el saber. Lo moral es un hecho de razón (Faktum der Vernunft) que no necesita apoyatura teórica y que fundamenta la existencia de la libertad humana, de índole noumenal, es decir, meramente inteligible, aunque no sensible. Como agente capaz de producir espontáneamente con sus decisiones efectos buenos o perversos, el humano es un noúmeno, alma, espíritu.

El estatuto que otorga Kant a la libertad ilumina el que hallará para Dios en su versión de la "fe racional". Dios, como la inmortalidad, es decir, una vida más allá de las condiciones actuales, en la que pueda plenificarse y completarse la vocacion moral, constituirán sendos postulados de la razón en su uso moral. Lo que no podía fundarse teóricamente, Dios y la inmortalidad del alma, resultan ahora de su conexión necesaria con la actitud moral, con el juicio ético,es decir, con el deber ser. En esto consiste nuclearmente el teísmo moral, cuya idea clave es la de El Soberano Bien, idea que ya asomó su rostro abstracto al final de la primera Crítica. El imperativo moral conduce a proponerse como objeto final la promoción del supremo bien. En efecto, en su formulación teleológica (finalista), el imperativo categórico ordena que cada uno esté obligado a proponerse como fin último el soberano bien posible en el mundo. Tal mandamiento exige un modelo vivo de perfección. A Kant le parece tan inevitable tal postulado que llama "objetivo", en el sentido de meta de la acción, a la posibilidad del soberano bien que sería imposible sin la fe moral en la existencia de Dios y de la inmortalidad.

Kant llamará a este razonamiento "prueba moral de Dios" (moralischer Gottesbeweis). La experiencia sobre la que todo reposa es la experiencia de la conciencia moral (conciencia que es como un eco del demon socrático), vivencia que Kant tenía por tan indudable, que desistió de toda apoyatura teórica, al tenerla como un hecho de la razón, esto es, como una comprobación moral.

La tercera Crítica confirma esta posición. Puede que la Crítica del Juicio esté motivada precisamente por la enorme disociación que en el pensar de Kant se daba entre dos órdenes de realidad: el de la Naturaleza (determinismo) y el de la Libertad (eticidad). La distinción entre el orden de lo empírico fenoménico y el de lo puramente inteligible (nouménico) estaba presente desde el comienzo mismo del Criticismo, pero la polisemia del concepto noúmeno (que sólo vale al principio como noción límite y negativa respecto a lo que puede ser conocido, los fenónemos) va progresivamente destacando un sentido positivo. El noúmeno libertad, como característica esencial del sujeto moral que somos (sujeto responsable porque es capaz de agenciar como causa independiente) es entonces el fundamento de todo un orden de realidad, al que tenemos acceso directamente gracias a la vivencia moral. Los seres humanos no somos absorbidos por la determinación de mundo natural fenoménico, pues estamos dotados de una realidad puramente inteligible que nos obliga a perseguir la perfección. Esta doble pertenencia crea un tensión fuerte, que reprocharon a Kant ciertos lectores acreditados de su Crítica de la razón práctica.

Según Gómez Caffarena es muy determinante en la concepción de la Crítica del Juicio de 1790 la necesidad de mediar la distancia ("abismo" le llama Kant) entre Naturaleza y Libertad (a este respecto podrá entenderse el proyecto de Hegel como búsqueda del ensamble de ambos ámbitos, en persecución de "la unidad-viva-de-lo-múltiple"), permitiendo al escindido sujeto humano llevar con sentido su duplicidad de fenómeno natural y noúmeno libre. En esa mediación juega un papel capital la vivencia estética, pues lo sensible bello es símbolo de lo bueno y hace afín y habitable para el agente moral el mundo material. La misma Naturaleza, fría e indiferente a primera vista ("madrastra", le llama Kant) respecto a los afanes morales de la humanidad, pide ser entendida complementariamente como inspirada por una finalidad ética, inserta en ella por una Inteligencia ordenadora con un "secreto plan". Retorna así Kant a la "teología física" que cultivó en su juventud, aunque sigue teniendo por inválida una teodicea físico-teleológica, apostando únicamente por la prueba moral.

El teísmo moral recibirá al final de la Crítica del Juicio un tratamiento extenso y preciso, incluso superior al de la Crítica de la Razón práctica. La novedad se asocia al concepto de "fin final" (Endzweck), en contraste con lo que sería un "fin último" (letzter Zweck), que nosotros buscamos como principio regulativo y que siempre será frágil y falaz, el razonamiento que se apoya en la conciencia moral halla que debe proponerse como fin a promover en el mundo no otro, sino el que debe persar que se propuso el Creador sabio del mundo como fin final de su obra. De este modo, la acción moral humana puede, como "fe racional", percibirse como no solitaria ante una realidad hostil a su intención. Se mantiene no obstante en la tercera Crítica la reserva que impide hablar de un conocimiento de Dios. El Dios del teísmo moral es la Suprema Realidad existente, pero sólo accesible a la fe.

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La religión en los límites de la mera razón

El título de este epígrafe es el de la obra kantiana de 1793 que expresa muy bien el sentido de la filosofía kantiana de la religión. Ya al principio, aclara Kant: 

"Así pues, la moral conduce ineludiblemente a la religión y por ella se dilata, fuera del hombre, hasta hacer suya la idea de un Legislador moral poderoso, en cuya voluntad es fin final (de la creación del mundo) aquello que también puede y debe ser fin del hombre" (VI, 6).

Algunos cultivadores de la fenomenología de la religión ven hoy esta definición como un "moralismo reduccionista". En favor de Kant dice Caffarena que su visión de la historia religiosa es aportación cristiana -piensa en el Sermón de la montaña y pasajes afines- como el salto a la dominancia moral desde la meramente cúltica o sacrificial, vigente también en religiones anteriores, incluida la de Israel.

Kant ya había publicado en 1791 un artículo de tema religioso "Sobre el fracaso de todos los intentos de Teodicea" y en 1792 otro que será luego parte de La Religión en los límites de la mera razón. La censura prusiana prohibió la publicación de un tercer artículo, lo que decidió a Kant a pasar a la estrutura de libro, añadiendo a las dos primeras partes una tercera y una cuarta. Podemos  comprender su conflicto con la censura si tenemos en cuenta que el cristianismo era religión oficial del Estado prusiano, gobernado desde 1786 por un rey mediocre: Federico Guillermo II. La alarma generada en las monarquías europeas por la Revolución francesa "legitimaba" las medidas represivas. Pero bajo el formato de libro, Kant podía acogerse al privilegio universitario y, una vez aprobado por la Facultad de Teología de Königsberg, lo mandó a la de Jena para evitar una situación delicada en su propia facultad. Su obra pudo ver la luz en marzo de 1793. Parte del prólogo está dirigido a justificar que, en bien del saber, debe prevalecer el foro universitario sobre el gubernativo y que debe reconocerse a la filosofía el derecho a tratar cuestiones religiosas cuando lo hace desde la razón.

El libro se difundió y reeditó rápidamente. En 1794 Kant redacta "La contienda entre las Facultades de Filosofía y Teología", respondiendo a las impugnaciones que su obra recibió, La contienda... se publicará en 1798, pues antes se le conminaba a no seguir "abusando de su filosofía para deformar y profanar algunos principios capitales de la Sagrada Escritura y el Cristianismo". Kant, con más de setenta años, respondió a esta acusación con dignidad, pero con prudencia y prometió "como fiel súbdito de su Majestad, no volver a hablar públicamente ni escribir más sobre religión". No obstante, muerto el rey en 1798, nuestro filósofo se consideró liberado de su promesa.

El profesor José Gómez Caffarena, en su clarificador artículo "Kant y la filosofía de la religión" centra su atención en dos puntos: el tema de la antropología religioso-moral, la maldad y la conversión; y el de la relación entre la religión racional y la positiva o histórica.

El punto de arranque de Kant es la constatación de la presencia del mal en la acción humana. Desde luego, es obvio que lo humano no es la santidad, sino la virtud, cuya consecución implica esfuerzo de la voluntad y lucha contra nuestras peores inclinaciones. El ser humano que se atreve a ejercer su razón como persona autónoma se orienta, en un reino de fines, hacia el bien supremo. Pero no siempre, y cuando Kant publicó su artículo "De la inhabitación del principio malo al lado del bueno, o sobre el mal radical de la naturaleza humana" hubo ilustrados que se rasgaron las vestiduras, pues el pesimismo que sugería el título parecía un retroceso obscurantista.

En efecto, para Kant, la libertad es autonomía y, como tal se identifica con la voluntad (Wille), pero en una concepción así nadie querría prescindir de la libertad, vivir alienado, por lo tanto sólo resulta comprensible el buen proceder, y sin embargo la experiencia nos muestra que los humanos podemos ser malos y actuar contra aquello que vemos que deberíamos hacer. ¿Cómo se explica que queramos dejar de ser libres? Se explica porque la libertad puede usarse contra la mismísima autonomía, es el caso del adicto a las drogas o del fanático, al comprometer su libertad suicida -por decirlo así- su autonomía, volviéndose heterónomo, dependiente. Para resolver esta aparente contradicción, Kant echa mano del concepto de albedrío (Willkür) en vez de voluntad (Wille) cuando trata de describir lo que llama actitud (Gesinnung) y que es la toma de decisión concreta que gobierna la acción, para bien o para mal. Esto corrige el excesivo optimismo moral. Digamos, recordando a San Pablo, que vemos el bien, sabemos como hacerlo, pero, arbitrariamente, hacemos el mal, reduciendo con ello nuestra libertad "a conciencia", es decir, a sabiendas (algo que no admitiría el socratismo estricto, que podamos hacer el mal sabiendo lo que hacemos).

La vida moral parece exigir así una verdadera conversión del libre albedrío en buena voluntad (pues la voluntad es lo único que puede ser bueno, según Kant, en este mundo). Tal concepto de conversión tiene capital importancia en su visión de la religión razonable. Los dos principios, bien y mal, cohabitan en el corazón humano. La precedencia es del primero en cuanto a disposición (Anlage), pero del mal en cuando a propensión (Hang). Estamos por naturaleza dispuestos al bien pero propensos, también por naturaleza, al mal. Por eso es posible siempre la conversión, o sea, "el restablecimiento de la disposición originaria al bien". Kant describe la propensión al mal con los trazos más obscuros. Es algo que llama innato, atribuible al libre albedrío, y que Kant llega a asociar a una culpa innata (angeborene Schuld), en la que podemos percibir una sombra o eco del "pecado original" de la tradición cristiana en su versión dura, luterana. Aunque Kant considera inaceptable la idea de la trasmisión histórica de una "culpa heredada". "Pero -comenta Caffarena-, al recogerla en una nueva forma como de 'culpa natural' [Kant] la hace aún más inverosímil".

Kant describe la propensión al mal, en efecto, como la "adopción como máxima suprema del amor de sí (Selbstliebe)" y en este contexto llama a tal actitud con el nombre de la tradición cristiana: peccatum originarium. Nosotros podríamos interpretar esta tendencia como propensión al egoísmo. Kant inicia el tratamiento religioso del tema de la culpa con una descripción global de la maldad de la condición humana como se revela en la historia (en los errores y atrocidades del pasado), introduciendo así una consideración transpersonal que concierne al género humano en su conjunto. A eso llama "mal radical". La actitud hacia el mal nos resulta muy espontánea, o la más espontánea, toda vez que los incentivos sensoriales son más inmediatos que la ley moral, que es voz de la conciencia y de la razón madura. Desde aquí se entiende bien la llamada kantiana a la conversión, dado que tenemos una propensión natural al mal, la cual no destruye nunca la natural disposición al bien, es decir, la voz de la ley moral, del yo debo en el fondo del corazón, pide descentramiento y acogimiento a todo ser personal como fin en sí. La conversión es siempre posible. Se trata de adoptar como suprema máxima del albedrío la ley moral que autónomamente impone la voluntad y nos hace de verdad libres.

Kant esclarece en la parte segunda y tercera de su libro de 1793, religiosamente, la posibilidad de la conversión.  Para ello arranca de la Cristología y de la Eclesiología, buscando la infraestructura racional de ambas tradiciones. Sucede que el hombre moral debe pensar un Arquetipo del hombre agradable a Dios, como el que el cristianismo ve en Jesús al considerarlo "Hijo de Dios" o su "Palabra eterna" (Verbum Dei), con el fin de tomarlo por modelo, y debe pasar a constituir con ello un "estado civil ético", bajo meras "leyes de virtud". Surge así la idea de una Iglesia (ecclesia, asamblea) invisible, cuyo esquema pueden ser las iglesias históricas cristianas... Cristo aparece como un arquetipo y modelo de perfección para todo aquel que quiera hacerse digno de la complacencia y bienaventuraza divinas...

"El ideal de la humanidad agradable a Dios (por lo tanto, de una perfección moral tal como es posible en un ser del mundo, dependiente de necesidades y de inclinaciones) no podemos pensarlo de otro modo que bajo la idea de un hombre que estaría dispuesto no sólo a cumplir él mismo todos los deberes de hombre y a extender a la vez alrededor de sí por la doctrina y el ejemplo el bien en el ámbito mayor posible, sino también –aun tentado por las mayores atracciones– a tomar sobre sí todos los sufrimientos hasta la muerte más ignominosa por el bien del mundo e incluso por sus enemigos. –Pues el hombre no puede hacerse ningún concepto del grado y el vigor de una fuerza tal como es la de una intención moral, a no ser que se la represente luchando contra obstáculos y, sin embargo, venciendo aun en medio de las tentaciones mayores posibles.

"Pues bien, en la fe práctica en este hijo de Dios (en cuanto es representado como habiendo adoptado la naturaleza humana) puede el hombre esperar hacerse agradable a Dios (y mediante ello también bienaventurado); esto es: el que es consciente de una intención moral tal que puede creer y poner en sí mismo una fundada confianza en que permanecería, en medio de tentaciones y penas semejantes (así como de ellas se hace piedra de toque de aquella idea), invariablemente pendiente del arquetipo de la humanidad y semejante –en fiel imitación– a su ejemplo, un hombre tal, y sólo él, está autorizado a tenerse por aquel que es un objeto no indigno de la complacencia divina" (2ª Parte, Cap. 1º a) "Idea personificada del principio bueno").

Al comienzo de la cuarta parte de La Religión..., Kant establece la distinción entre un pensamiento filosófico "naturalista" que niega por principio "la revelación" a que apelan las religiones históricas; y otro punto de vista, "sobrenaturalista" que declara necesaria la "revelación" para que el ser humano llegue a Dios. Ambas posiciones se pueden rechazar desde un término medio que Kant llama el del "puro racionalista" y que él adopta. Kant valora el cristianismo como la mejor de las religiones históricas, aquella que podría ser tenida por "en sí racional aunque históricamente revelada". La relación de la religión racional con la histórica es como la de dos círculos concéntricos, de los que la racional ocupa el interior. El filósofo tiene ahí su competencia indeclinable y su límite, pero no le está vedado proceder desde el círculo exterior para encontrar rasgos del interior, aquellos en los que la razón se reconoce a sí misma.

Cabría decir -con Caffarena- que para Kant todo sería mejor si pudiera finalmente prescindirse de los círculos exteriores, es decir, los particulares de las religiones positivas, históricas. Todo el pensamiento de Kant es en este sentido muy a-histórico y no tiene nada de romántico. Aspira a lo perfecto, más allá de la historia. Poco amigo del culto externo (cosa que algún alumno le reprochó), pues Dios no puede ser sobornado ni mucho menos en detrimento de la responsabilidad moral, mantuvo siempre la vigencia benéfica del cristianismo y de toda religión positiva en el orden pedagógico (la misma idea la encontramos en Giner de los Ríos, la pertinencia educativa de lo religioso), aunque apuesta por la gestación paulatina y universal de una religión racional. Su posición está próxima a la desarrollada por Lessing en La educación del género humano (1781), pero Kant insiste más en el mal radical y toma muy en serio la necesidad humana de la gracia. ¿Cómo lograr sin ella la conversión? Esa gracia o ayuda divina es el elemento rebelde del círculo externo que el racionalismo ilustrado no consigue eliminar (Gustavo Bueno verá en el concepto moderno de "cultura" la secularización del concepto cristiano de gracia santificante). Kant, en cualquier caso, recomienda no perderse en la indagación teórica del cómo de la gracia, sino confiar en que no nos será negada si actuamos según nuestra mejor voluntad. El verdadero servicio a Dios está en la conversión coherente y justa.

Desde 1801, Kant se ocupó de nuevo y muy absorbentemente de Dios, como puede verse en las notas recogidas en el Opus postumum. Parece que encuentra imperfecto su teísmo moral e intenta subsanar sus defectos. Busca sin éxito un sistema que abrace al mundo y al hombre con bóveda en Dios, pero Dios se muestra sobre todo interior al hombre. Si bien repite la denominación trimembre: Legislador, Gobernante, Juez, recurre con más frecuencia a "Ens summum, summa Intelligentia, summum Bonum". Reconoce como ineludible la perspectiva metafísica, que para él es la que otorga el orbe moral y expresa su disconformidad con el panteísmo de Spinoza. 

"Legislador" es metáfora de un Dios concebido como Unificador profundo de las conciencias de los entes de razón. Caffarena sugiere la hipótesis de un Kant que va encontrando fuerza argumentativa en la conexión directa de la conciencia moral humana con el Dios trascendente. En la tercera parte de La Religión (VI, 98-99) mantiene que "una comunidad ética bajo leyes de virtud" no puede concebirse sino como "pueblo de Dios". Tales leyes no podrán ser coactivas, sino dependientes de la voz de cada conciencia autónoma, a la vez que, religiosamente, atribuibles a Dios, no como autor arbitrario de la moral, sino como "conocedor de los corazones, capaz de penetrar en lo íntimo de las intenciones de cada uno y, como ha de ocurrir en toda comunidad, proporcionar a cada uno aquello que sus actos merecen".

La hipótesis de Caffarena respecto a esta posición última de Kant es que el pensador prusiano habría ido incorporando la visión religiosa de lo moral hasra hacer "teónoma" la autonomía sin que deje de ser autonomía. Así parece clarificarse la fuerza con que cada conciencia individual se impone a sí misma la ley moral en nombre de todos. En La contienda... Kant había establecido la primacía de la religión racional sobre cualquier religión "revelada", pues, en definitiva, para su individualismo ilustrado, es cada conciencia la que ha de decidir qué toma como "revelación divina". No hay más agente moral que la conciencia y la voluntad individual. El Dios interiorizado que prevalece en el Opus postumum es el mejor intérprete para cada conciencia personal de los textos de tradiciones históricas (cristianas, hinduístas, budistas, musulmanas, judías, etc.). Resultaría inaceptable aquello que de un círculo externo resultase secante y excluyente del círculo interno, por ejemplo una religión que estableciese la inmolación de sus adeptos o el "ojo por ojo y diente por diente" o la exigencia de algún tipo de mutilación infantil, etc. La religión racional impone así una cierta normativa apriorística sobre cualquier religión histórica. 

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En el caso del presunto sacrificio de su hijo impuesto por Dios a Abraham, aun cuando la voz del Altísimo viniese del Cielo, Abraham tendría que haber respondido a esa presunta voz: "que no debo asesinar a mi hijo, es algo bien seguro; pero que tú, que me apareces, seas Dios, es algo de lo que no estoy nada seguro ni tampoco puedo llegar a estarlo" (VII, 63). O sea, un dios que manda asesinar, no puede ser Dios. El salto de la fe propuesto por Kierkegaard con Temor y temblor no sólo resulta irracional, sino perfectamente absurdo incluso desde el punto de vista de una religiosidad razonable.




Caffarena acaba su artículo proponiendo una cierta analogía entre la filosofía de la religión de Kant a finales de su siglo y el panenteísmo de Krause que tanto gustó a Sanz de Río y sus seguidores españoles krausistas. Kant hizo un esfuerzo por purificar su teísmo, pero sin la voluntad inmanentista que solemos tildar de panteísta (Dios reducido en esencia a los entes naturales, inmanente a ellos); dada también su marcada preferencia por el uso emblemático de la preposición "en": "Dios en nosotros, nosotros en Dios", uso que, al menos en tres ocasiones refiere al pasaje de Hechos: "en Él vivimos, nos movemos y existimos". 

Kant -concluye Caffarena- es un pensador religioso y dependiente de la tradición cristiana, auque puede también ser denominado post-cristiano, pues su obra puede ser leída como un ensayo de reforma radical ilustrada del Cristianismo, intento finalmente avocado a la disolución de lo cristiano en una "religión racional". Seguramente su concepción religiosa de la moral y su visión plenamente moral de la religión deba mucho a la propia tradición cristiana, tal moralización de Dios se acentúa en otras religiones, pero cobra un perfil amoroso (caritativo) en el cristianismo, que Kant admira y reconoce, aunque lo piensa como excesivamente ideal, ya que lo propiamente humano es el deber y la virtud, no la santidad. En cualquier caso, a la religiosidad kantiana le falta la dimensión adorativa, de admiración ante lo sagrado. Su filosofía  es un "idealismo de la libertad", en contraste con el naturalismo de Hume y el "idealismo absoluto" de Hegel. No obstante, la filosofía de Kant es tan compleja y flexible que puede ser reasumida y prolongada en direcciones muy diversas... De hecho, y releyendo la cita con la que se presenta esta entrada, Kant venera la ley moral en sí. Adora la dignidad, propiamente humana, que la conciencia moral exige.


Apéndice sobre religión y dignidad

Parafraseando un texto de J. A. Marina (Por qué soy cristiano, 2005) diremos que no todos los ilustrados pensaron que el mejor mundo sería el que emergiese exclusivamente de la ciencia. Al establecer Kant el primado de la razón práctica y la superioridad de la inteligencia moral (lo inteligible moralmente), parece coincidir con Marina en que el mejor mundo deseable debe ser fruto de la inteligencia creadora. "Es un proyecto inteligentemente justificado, en el que la ciencia, por supuesto, jugará un gran papel"...

"Para la ciencia, el hombre es tan solo un animal sofisticado. Compartimos con el chimpancé el 99% de nuestro genoma, y ningún biólogo sensato puede afirmar que nuestra dignidad yace en ese 1%. La dignidad no es una propiedad real. En lo que llamamos realidad encontramos juego de fuerzas, modos mejores o peores de resolver los problemas, mayor o menor independencia del medio, pero nada que introduzca una ruptura evaluativa como es el atributo de dignidad. ¿Entonces es una idea falsa? No. Es una verdad humana, sobre la que podemos y debemos construir el mundo deseable y un deseable modo de vida. Es una colosal posibilidad que la inteligencia ha alumbrado basándose en las flexibles propiedades de la realidad. Lo que podemos 'verificar' es que se trata de la mejor solución que se nos ha ocurrido para inventar un modo de vida noblemente humano. Por lo que sé, las evidencias religiosas –como las estéticas– no pueden universalizarse. Se basan en experiencias privadas, que pueden ser asimiladas y repetidas por otras personas, pero sin que podamos encontrar criterios objetivos para justificar su verdad. Tras un periodo de optimismo, los tratados de apologética andan de capa caída. A lo más que se atreven últimamente es a defender la razonabilidad de la fe" (Op. cit., II, 3,).

Incluso un agnóstico tan firme en su increencia como Savater, seguro de que es posible una ética sin Dios, sostiene que "la vía de perfeccionamiento moral pasa por la imitación de actos excelentes y no por la aplicación de reglamentos o el respeto a leyes. No podría aprenderse la virtud sin mímesis".

Giner de los Ríos, maestro de maestros de la España contemporánea, fue más explícito en relación a la relevancia educativa de lo religioso:

"Sin espíritu religioso, sin levantar el alma del niño al presentimiento siquiera de un orden universal de las cosas, de un supremo ideal de vida... la educación está incompleta, seca, desvirtuada" ("La enseñanza confesional y la escuela", 1969)*.

Sin ideales, acaban por desaparecer también las ideas. Nietzsche se percató del efecto trágico de la muerte de Dios; sin los altos valores que su idea representaba (la idea del Sumo Bien, con sus expresiones de Justicia, Verdad, Unidad y Belleza), sólo resta el "animal humano" adocenado, amansado o envilecido por los intereses del Estado y del Mercado. 


Nota y extensión

 (*) En Giner de los Ríos, Ensayos. Edición, selección y prólogo de Juan López Morillas, Alianza, Madrid 1969, III, 15. En este mismo artículo, don Francisco se muestra muy crítico con los excesos de la Ilustración o -por decirlo con una expresión anacrónica pero oportuna- los desmanes de la "razón instrumental":

"El movimiento emancipador que desde el siglo XVI, sobre todo, ha venido secularizando, por decirlo así, y consagrando la independencia del Estado, de la moral, de la ciencia, de la industria, de todos los órdenes humanos, ha excedido su fin en la Historia y declinado cn un como ateísmo, que sólo quiere oír hablar de la vida presente y de los intereses terrenos".

viernes, 21 de febrero de 2025

EL GUSTO ESTÉTICO

 


(Reflexión sobre el "I like")

"Para gusto los colores" -dice la gente- y "sobre gustos no hay nada escrito". Lo primero es admisible porque no hay argumentos definitivos para probarle a alguien que el verde es mejor que el amarillo porque relaja, tal vez quien prefiere el amarillo no desee tanto relajarse, sino excitarse. Pero lo segundo, que sobre los gustos no se ha reflexionado ni escrito último es falso. Los filósofos, los poetas, los escritores -como Pío Baroja- han escrito mucho y bueno sobre el mal y el buen gusto. Y a los antropólogos, etnógrafos y sociólogos les interesa la diversidad de gustos de los distintos pueblos, de las diferentes culturas y unidades sociales, y descubren en sus gustos patrones, intenciones, voluntades de representación simbólica. También los psicólogos han escrito sobre gustos, sus tendencias y modas...

El gusto tiene que ver con el sentido común, incluso es posible reducir el primero al segundo. Como creía Kant, el gusto es susceptible de formación y perfeccionamiento. El gusto, como el olfato, el oído o la vista, puede y debe educarse. Es obvio que no nos referimos aquí a las papilas gustativas sino al sentido apreciativo de la belleza o el interés estético en general. Y puede que la belleza no sea el único ni siquiera el más importante de los intereses estéticos.

Explica Gadamer que originalmente el concepto de gusto fue más moral que estético y que en el origen de su historia como concepto propio de las bellas artes hallamos a Baltasar Gracián, autor que tanto influyó en la cultura alemana. Gracián consideraba que el gusto sensorial, animal, contiene ya el germen de la distinción que realizamos en el juicio espiritual sobre los seres. El discernimiento sensible que opera el gusto, recepción o rechazo, disfrute o asco, no es mero instinto, sino que contiene ya algo de libertad espiritual al distanciarse de las necesidades más urgentes de la vida. 

Baltasar Gracián (1601-1658)


Gracián considera el gusto como una primera espiritualización de la animalidad y añade que la cultura no sólo depende del ingenio, sino también del gusto. No son sólo nuestros "sentidos materiales" los que despiertan la admiración ante lo hermoso, sino también las potencias del alma cuanto nos entregamos a sublime contemplación. De ellas depende el realce espiritual del gusto (v. El Criticón, I, Crisi 3ª) . 

Igual que la persona de buen paladar puede cultivar su olfato y matizar sabores para su sensual disfrute, e incluso hacer de ello un oficio como el del enólogo, el ideal gracianesco de hombre culto, de persona civilizada, el discreto, habrá de ser un "hombre en su punto" alcanzando con la justa libertad de la distancia respecto de la necesidades y utilidades, una superior capacidad para elegir y distinguir consciente...

"Nace bárbaro el hombre; redímese de bestia cultivándose. Hace personas la cultura", sentencia Gracián como principio de acción, recomendado en su Oráculo Manual.  Y ese cultivo no es sólo el de la memoria, la inteligencia, la voluntad..., sino también el del gusto. La cultura misma es aliño de buen gusto. Y no sólo ha de estar bien aliñado y con buen gusto el entender: "también el querer, y más el conversar" (Ibidem). El gusto es relevante, porque... 

"Cave cultura en él, así como en el ingenio; realza la excelencia del entender el apetito del desear, y después la fruición de poseer. Conócese la altura de un caudal por la elevación del afecto [...]; así como los grandes bocados son para grandes paladares, las materias sublimes, para los sublimes genios [...]. Péganse los gustos con el trato, y se heredan con la continuidad: gran suerte de comunicar con quien lo tiene en su punto" (Oráculo Manual, 65).

Sabe Gracián de la estrecha relación del gusto con el deseo, el placer, los afectos, pasiones y emociones, con la educación y la comunicación. Hoy diríamos con los Medios de Comunicación, que tan poderosos se han vuelto en el diseño, fabricación y adulteración masivo de almas y gustos. 



El buen gusto es así un ideal moderno que plantea una nueva sociedad cultivada, en la que los individuos y sus estatus ya no se reconocen por nacimiento o rango, sino por la calidad y comunidad de sus juicios y comportamientos. El buen gusto, "la gala del vivir" del Discreto es también un bel portarse. El buen gusto alcanza así la categoría de actitud, y también la de un modo de conocer como capacidad de distanciamiento respecto de uno mismo y de sus preferencias privadas, que aspira a una generalidad. Son perceptibles sus atributos: "admiración calificada", gracia, donaire, donosidad, cortesía, discreción, apacibilidad, templanza del genio, decoro, cordura... En una palabra -concluye el jesuita aragonés- el buen gusto hace al genio genial.

Y esto, aun admitiendo como hacía Kant que en cuestiones de gusto puede haber riña, pero no discusión, dado que en este ámbito no es posible hallar baremos conceptuales generales que pudieran ser reconocidos por todos. Para Gracián como para Nietzsche la ascesis del estilo propio, personal, es regla de vida. Para el alemán sólo una cosa es necesaria "dar estilo al carácter" conociendo sus fuerzas y flaquezas, ostentando las primeras y ocultando las segundas, haciendo realces de los defectos, según un plan "concebido con buen gusto"...

"Aquí se ha enmascarado una fealdad que no se podía corregir, allá, ha sido metamorfoseada, se ha hecho de ella una belleza sublime [...]. Los genios fuertes y dominadores serán los que gocen de los placeres más sutiles de esta coacción, esta esclavitud, esta perfección dictada por su ley personal [...]. Al contrario, los genios débiles, los que no se dominan a sí mismos, odian la servidumbre del estilo" Gaya ciencia L. IV.
Es evidente la conexión del gusto con las fobias y filias,
los deseos, los afectos y la comunicación de masas.

 Sin embargo, el gusto no es sólo una mera cualidad privada, pues aspira a ser buen gusto y su dictamen, el del hombre de buen gusto, incluye una pretensión de universal validez, siendo parecido a un sexto sentido que se alcanza por formación y se educa, un sentido espiritual. Desde este punto de vista el "mal gusto" no es lo contrario del buen gusto, sino la ausencia de este sentido estético, ganado por una sensibilidad consciente de sí, trabajada y atenta tanto al conjunto como a los detalles.

La moda -dice Gadamer- es otra cosa, una costumbre efímera y susceptible de cambiar. Unamuno llamaba a la moda la máscara de la muerte, porque es esencialmente pasajera y efímera. Regula a su capricho sólo las cosas que sin perjuicio igual podrían ser de otra manera. Es un hecho que la moda crea una dependencia social, que tasa alto el gregarismo de nuestra raza. Obliga a respetarla. Por eso tal vez Kant creía que es mejor ser un loco en la moda que contra la moda, aunque es locura también tomarse la moda en serio. A fin de cuentas y aunque las apariencias engañen, "la buena exterioridad es la mejor recomendación de la perfección interior" (Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia, III, 2.). Uno debe adaptarse al medio, pues los tiempos mudan el discurrir y el gustar: 

"no se ha de discurrir a lo viejo y se ha de gustar a lo moderno. El gusto de las cabezas hace voto en cada orden de cosas; ese se ha de seguir por entonces, y adelantar a eminencia: acomódese el cuerdo a lo presente, aunque le parezca mejor lo pasado, así en los arreos del alma como del cuerpo. Sólo en la bondad no vale esta regla de vivir: que siempre se ha de practicar la virtud." (Ibidem, II, 2. C, 120).

Frente a la moda, el gusto es capacidad de discernimiento, relativamente indiferente al contagio social de "lo que priva" o "se lleva" o "se considera anticuado". Sin embargo, el buen gusto no tiene otro remedio para ser reconocido como tal que adaptarse a la moda, aun sin someterse del todo a ella ni exagerarla. Incluso adapta las exigencias de la moda al propio gusto "marcando tendencia" o creándola casi de la nada. Uno mantiene así su estilo adoptando la moda con mesura y no siguiéndola a ciegas. El buen estilista conserva su criterio y sólo adopta lo que cabe en él y tal como quepa en él. El Discreto proteico de Gracián nunca incurre en el peligro de condenar solo lo que a muchos agrada: "antes loco con todos que cuerdo a solas". Su héroe camaleónico (versión política de Don Juan) siente con los menos y habla con los más, pues "si es sola la cordura, será tenida por locura".



Frente a la tiranía de la moda, el buen gusto conserva una libertad y superioridad específica. Su asentimiento no depende de una comunidad empírica, sino de una comunidad ideal. Es pues una manera propia de conocer aunque no pueda reconducirse a reglas ni conceptos. O no del todo. Pertenece al ámbito de la capacidad reflexiva del juicio que comprende en lo individual lo general, lo concreto por referencia a un todo, si el objeto que gusta, o el texto al que premio con un "I like" es adecuado, decorativo, elegante, "fino", sublime, bello... lo mismo un paisaje, un jardín, una taza o una obra de arte. El buen gusto no refiere sólo a la naturaleza y el arte, sino que se despliega también en lo bello del comportamiento, lo elegante, diría Ortega, es decir, en la realidad moral de los hombres. 

Como insinúa Gracián, dar gusto, o sea agradar, vale incluso para agredir, y para hacer amistades y conservarlas. "Al contrario está otros puestos en no dar gusto, no tanto por lo cargoso, cuanto por lo maligno, opuestos en todo a la divina comunicabilidad" (Ibidem, II. 2. 65.). Algo parecido a la vocación de hacerse grato podemos decir respecto a la recíproca de agradarse o saber estimar, pues "ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo; ni hay quien no exceda al que excede. Saber disfrutar a cada uno, es útil saber" (Oráculo Manual, III, 1. "Arte de agradar"). 

En El Criticón (I, 3ª), aun reconociendo que este universo "se compone de contrarios y se concierta de desconciertos" se pondera y exalta lo admirable de su portentosa fábrica, de su variedad (biodiversidad), se reconoce la hermosura de sus criaturas y la manera enigmática en que coexisten mudanza y permanencia. Dios, escondido en sí, se disfraza en sus criaturas, lejos y cerca a la vez, conocido e invisible, como "Príncipe retirado a su inaccesible incomprehensibilidad". Con razón definió la filosofía este mundo como espejo divino o como libro donde en cifras de criaturas pueden estudiarse las divinas perfecciones... 

"Convite es, dijo Filón Hebreo, para todo buen gusto donde el espíritu se apacienta. Lira acordada, le apodó Pitágoras, que con la melodía de su gran concierto nos deleita y suspende. Pompa de la majestad increada, Tertuliano, y armonía agradable de los divinos atributos, Trismegisto" (Gracián, Ibidem, las  cursivas son nuestras).

Como Gracián o Leibniz, también Kant otorga un cierto peso moral al hecho de que a alguien le pueda gustar la naturaleza. La varia naturaleza quiere ser atendida y admirada y la Admiración no es sólo condición de la filosofía, como dijo Aristóteles, sino que, siendo como es hija de la ignorancia, también es madre del gusto. No se admiran los que no advierten. Nos sorprenden a veces las cosas no por grandes sino por nuevas, y despreciamos los superiores empleos por demasiado conocidos, "y así andamos mendigando niñerías en la novedad para acallar nuestra curiosa solicitud con la extravagancia" (El Criticón, I, 3ª).

Sin embargo, ni el gusto, ni siquiera el buen gusto pueden ser fundamento del juicio ético, por mucho que la insensatez narcisista y el halago publicitario hagan del gusto hoy criterio de lo justo, pero el buen gusto forma parte del juicio moral como su ratificación más acabada. Aquel a quien lo injusto le repugna puede estar seguro de su buen gusto. La ética clásica de los griegos, la ética de la mesotes creada por Aristóteles es, en su sentido más profundo y abarcante, una ética del buen gusto, que puede interpretarse peligrosamente -caso de Nietzsche- en un esteticismo. Como dijo Roberto Calasso, la justificación estética de la existencia no es un invento de Nietzsche, aunque el poeta bigotudo le pusiera nombre. 

Algunos (haters) prefieren difundir su desagrado,
antes que su agrado, su I D'ont Like: su No me gusta.

El esteticismo corre el riesgo de subordinar lo bueno a lo bello, cuando este no es más que su esplendor aparente y, a veces, un brillo y reclamo engañoso cuando se trata de una belleza aparente, cosmética, exterior. El diablo adopta poses bellas y postureos seductores. Por eso Kant limpió la Ética de todos sus momentos estéticos y vinculados al sentir, aunque el precio fuese apartar el problema del gusto del centro de la Filosofía (Gadamer. Verdad y método, Salamanca 1988, pg. 73).

Según Gadamer, con Kant, la relación entre el gusto y el genio se altera. El buen gusto ya no limita y modera las expresiones del genio, sino que el concepto de este acaba por convertirse en el más comprensivo, al tiempo que se desprecia el fenómeno del (buen) gusto. El romanticismo sacará partido de este desequilibrio, pero hoy padecemos las consecuencias del mismo: sin mediar el criterio del buen gusto cualquiera se tiene por genio y exhibe sus síntomas patológicos y hasta sus excrementos como señales, o basta el señuelo del escándalo, la novedad o la extravagancia para acreditarse como genio de las artes. Si la sensibilidad selectiva que constituía el buen gusto tenía con frecuencia un efecto nivelador respecto a la originalidad de la obra de arte "genial", evitaba con ello lo excesivo. El movimiento del Sturm und Drang recusará y hasta atacará la doctrina del buen gusto. Sin embargo, el mismo Kant había tenido en cuenta la idea de una perfección del gusto y por tanto su dimensión normativa. 

Contra dicha dimensión normativa se levanta fácil el escepticismo estético, pues que el gusto y lo considerado como buen gusto cambia es evidente. Puede que el gusto represente una dimensión restrictiva de lo bello, pero no contiene su auténtico principio. "La idea de un gusto perfecto se vuelve así dudosa tanto frente a la naturaleza como frente al arte" (Gadamer). La moda lo prueba, y ello a pesar de que el milagro del arte, la misteriosa perfección inherente a sus creaciones más logradas, tienda a mantenerse visible en todos los tiempos. Kant ensayó una estética autónoma y libre del baremo del concepto; en lugar de buscar un arte "verdadero" fundamentó el juicio estético en el a priori subjetivo del sentimiento vital, en la armonía y libre juego de nuestra capacidad de conocimiento en general, esencia común a gusto y genio. Evita así la caída en el irracionalismo del culto decimonónico al genio. Kant habla del disfrute estético como "acrecentamiento del sentimiento vital", anticipando el concepto de vivencia (Erlebnis) como verdadero acontecimiento consciente. Gadamer nombra al poeta Friedrich Schiller (1759- 1805) como momento en que la idea trascendental del gusto se convierte en una exigencia moral hasta formularse como imperativo: "compórtate estéticamente". Fichte había hablado de un "instinto lúdico" que habría que desarrollar autocreativamente. El dandismo del XIX, con Oscar Wilde como su artista y filósofo más logrado, aplicarán esa norma. Disfrute sensorial y sentimiento moral parecen confundirse cuando sólo el arte aparece como camino seguro hacia la libertad subjetiva, incluso contra la tutela moralista del estado y la sociedad. Se pasa así de una educación a través del arte a una educación para el arte.

Cuenta Pío Baroja cómo colaboró él mismo en la resurrección de el Greco, de Zurbarán y del paisaje castellano, que no eran del gusto de la generación anterior. Cada época tiene su clima espiritual. El juicio sobre la belleza de un cuadro o un paisaje depende innegablemente del gusto artístico de cada época. Hasta el siglo XVIII se tenía por feo, tal vez por asimétrico, el paisaje alpino. En las malas épocas, de penurias, guerras o conflictos, los valores tradicionales y las pautas académicas se debilitan, y entonces puede que algunos estén preparados para gustar de lo extravagante y hallen atractivo en lo extraño. Por eso, afirma Baroja en La caverna del humorismo (IX. Buen gusto y mal gusto) que el gusto anárquico y hasta el mal gusto hacen descubrimientos en arte; "el buen gusto generalmente se limita a alabar lo ya alabado y a reconocer lo ya reconocido". Pone el ejemplo de Voltaire y Montesquieu, ambos fueron hombres de buen gusto pero por eso mismo no hicieron descubrimientos en el arte. Montesquieu despreciaba el gótico por enigmático y obscuro. Hoy nadie diría eso.

Al buen gusto, Baroja le encuentra el defecto de que lleva con frecuencia a la acomodación y al sacrificio del estilo propio y personal al estilo general. El buen gusto corrige, elimina, selecciona... Y a veces el efecto estético que buscamos, el humorismo por ejemplo, depende de que la lado de cosas admirables aparezcan otras que no lo son tanto, que incluso son de mal gusto, como si estas notas de mal gusto fuesen fermento y levadura para que el pan no esté soso. Así, el temor al mal gusto lleva al arte, por ejemplo durante el XVIII, por un prurito de lógica, razón y medida, a la noñería de poca emoción y poca vida.

Baroja piensa que el humorismo y el buen gusto con dificultad de armonizan. El humorismo no es distinguido, pero tampoco siente predilección por flores extrañas, como las flores del mal de Baudelaire.

Cuando lo estético ya no es, sino que sólo parece ser, cuando lo estético ya no se entiende como una modificación de la realidad auténtica, sino que esta pasa a ser objeto exclusivo de la ciencia y de su metodología, el concepto de gusto pierde su valor cognoscitivo y también el artista pierde consideración en el mundo, se refugia en la marginación del bohemio, del maldito, cuyas formas de vida difieren de la moralidad pública. En todo caso, si el artista pretende vivir de su trabajo, su obra ya no responde a una vivencia estética trascendental, sino que más bien se elabora y retribuye por encargo.


Nota: 

Del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián cito la excelente edición de Zaragoza (1983) de la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses, que incluye estudio introductorio de Benito Pelegrín. De EL Criticón, la edición de Clásicos Castellanos con introducción y notas de Evaristo Correa Calderón.

jueves, 20 de febrero de 2025

EXISTENCIA Y REALIDAD


"Existencia es la circunstancia de que 
algo aparezca en un campo de sentido"

Markus Gabriel


EXISTENCIA 

Los sabios de la Escuela de Neántica se preocupaban por el estudio de la Realidad y tenían por banal la Existencia, al ser esta, la existencia, irracional, efímera y contingente. Lo real les ofrecía más garantía de estabilidad que lo existente, por ejemplo los dinosaurios, son tan reales que se ha montado una enorme industria produciendo sus figuras en distintos materiales, sobre todo de cara a servir de juguetes infantiles, pero todo el mundo sabe que los dinosaurios no existen.