El filósofo escocés David Hume (1711-1776) se percató de que sólo podemos estar seguros de las afirmaciones lógicas y matemáticas, porque nosotros mismos construimos sus principios. Las ciencias formales dependen enteramente de nuestras ideas, que comparamos y relacionamos entre sí. Sin embargo, los hechos son otra cosa, su determinación depende de incalculables accidentes distintos, imprevisibles para nuestra limitada mente. La idea de un triángulo equilátero es siempre igual a la de otro triángulo equilátero y por eso son idénticas sus propiedades, pero no hay dos estrellas idénticas, ni dos lunas iguales, ni dos planetas, ni dos personas, ni dos virus.
Cuando hablamos de hechos (y no sólo de ideas, aunque con ideas), cuando nos referimos a acontecimientos naturales o eventos artificiales, de lo que ha sucedido jamás podemos deducir con absoluta seguridad lo que va a suceder. Los hechos son contingentes y nuestras explicaciones sobre ellos también, o sea no son necesarias. Hume negó que hubiese una conexión necesaria entre causas y efectos, como sí la hay entre los miembros de una ecuación.
Dos y dos son necesariamente cuatro si sumamos en el sistema decimal, pero entre un hecho y otro hecho sólo hay una relación constante, no necesaria, una conjunción habitual, una continuidad en el tiempo, que me lleva a prever, por ejemplo, que es muy probable que calentando el agua a cien grados hierba. Pero muy probablemente no es lo mismo que necesariamente. Siempre puede suceder lo contrario o lo diverso de lo que viene sucediendo, aunque la probabilidad de que no salga el sol mañana por el este sea tan ridícula como irrelevante, no es un imposible. El futuro, por tanto, no es demostrable. Sobre el futuro sólo caben creencias y conjeturas basadas en la costumbre, aunque les llamemos pronósticos o prospectivas, unas más descabelladas, otras más verosímiles. Lo cierto es que nuestras previsiones y expectativas respecto del futuro no son seguras, sino meramente probables.
A este respecto conviene matizar que probable no es lo mismo que posible y, sobre todo, que improbable no es lo mismo que imposible. La cuadratura del círculo es un imposible lógico, pero que nieve en mayo, aún siendo muy improbable; sin embargo, no es imposible; yo lo he visto. La conciencia del hombre –lo dicen los científicos- es un hecho muy improbable, pero aquí estamos, existimos y somos conscientes de que existimos. Que una bola microscópica y parasitaria de proteínas cambie nuestro modo de vida –y lo está cambiando y lo va a cambiar- era también muy, pero que muy improbable hace seis meses, pero ha demostrado no ser imposible.
David Hume, filósofo tan escéptico como decisivo en nuestra Historia intelectual, concluyó con razón que nuestros saberes sobre hechos, o sea, las ciencias naturales o empíricas, sólo nos proporcionan creencias verosímiles basadas en probabilidades, esto es, en lo que viene ocurriendo, en la costumbre, mas nunca nos ofrecen dichas ciencias seguridades al cien por cien, porque las circunstancias cambian continuamente y el río de ayer ya no es el de hoy (Heráclito).
Desde otro punto de vista, se viene confundiendo el término “plausible” con “posible”. El término “plausible” (sensu stricto) no tiene nada que ver con la categoría dinámica de modalidad a la que Kant llamó posibilidad. No tiene que ver con ella, sino con los gustos de las personas. Una afirmación, un razonamiento o un argumento son plausibles cuando “suenan bien” y merecen nuestro aplauso, pues del verbo latino ‘plauso’, aplaudir, viene lo de “plausible”, término que por desgracia se malusa incluso en la literatura científica como sinónimo de “posible”. ¡Es concebible, y ha sucedido, que la gente aplauda imposibles y rehúse posibilidades constructivas!
La filosofía occidental explora la posibilidad, y no sólo la existencia y la necesidad (las otras dos modalidades) desde su mismo nacimiento, pero fue en el barroco, durante el preciosismo francés, cuando el pensamiento empezó a calcular matemáticamente la posibilidad. La estadística es medida de la posibilidad. Hoy la usamos para todo: para medir la incidencia de una pandemia o para ganar al póker, para estudiar el cambio climático o para decidir a quién le otorgamos la gracia del respirador si escasea (calculando su expectativa de vida, o sea, las probabilidades de que sobreviva, por ejemplo).
No es casualidad que el cálculo de probabilidades naciera, con Pascal, Fermat y el Caballero de Méré, precisamente cuando en los salones franceses, controlados por damas exquisitas, se entretenían los aristócratas y sus protegidos con los juegos de azar. El caballero de Méré, que escribió un tratado sobre El hombre honesto, era un experto jugador, así que le planteó a Pascal diversas dudas técnicas: por ejemplo, si tirando cuatro veces un dado convendría o no apostar a que en una de las tiradas saliera seis. Estudiando casos similares, Pascal y Fermat crearon el germen de la teoría de probabilidades. Christiann Huygens conocerá la correspondencia de los dos genios y en 1657 publica De Ratiociniis in Ludo Aleae, o sea, Calculando en juegos de azar, primer tratado de Cálculo de probabilidades.
La probabilidad –explicó Hume- está basada en la conjetura de que existe semejanza entre objetos de los que hemos tenido experiencia y objetos no experimentados todavía. No obstante, la naturaleza nos sorprende continuamente mutando, esto es, formando objetos, inertes, seres vivientes y asesinos nuevos. El azar es un monstruo diabólico que rompe nuestros números y escapa de la jaula estadística en que pretendemos tenerlo controlado y preso. Advertidos quedamos de que siempre puede suceder lo que nunca antes ha sucedido: lo improbable, o, por decirlo con una expresión de Baudelaire: lo imprevisto que pasa.
A este respecto conviene matizar que probable no es lo mismo que posible y, sobre todo, que improbable no es lo mismo que imposible. La cuadratura del círculo es un imposible lógico, pero que nieve en mayo, aún siendo muy improbable; sin embargo, no es imposible; yo lo he visto. La conciencia del hombre –lo dicen los científicos- es un hecho muy improbable, pero aquí estamos, existimos y somos conscientes de que existimos. Que una bola microscópica y parasitaria de proteínas cambie nuestro modo de vida –y lo está cambiando y lo va a cambiar- era también muy, pero que muy improbable hace seis meses, pero ha demostrado no ser imposible.
Caballero de Méré, Antoine Gombaud (1607-1684) |
La vida es tan sorprendente como la muerte. Causas pequeñas pueden producir grandes efectos, trágicas consecuencias. El vuelo de una mariposa en Singapur puede afectar a las bolsas de Nueva York. No es broma, ni ciencia ficción. Los matemáticos le llaman “efecto mariposa”. Una sola gota de agua será la que haga rebosar un vaso (cfr. Teoría de las catástrofes).
David Hume, filósofo tan escéptico como decisivo en nuestra Historia intelectual, concluyó con razón que nuestros saberes sobre hechos, o sea, las ciencias naturales o empíricas, sólo nos proporcionan creencias verosímiles basadas en probabilidades, esto es, en lo que viene ocurriendo, en la costumbre, mas nunca nos ofrecen dichas ciencias seguridades al cien por cien, porque las circunstancias cambian continuamente y el río de ayer ya no es el de hoy (Heráclito).
Desde otro punto de vista, se viene confundiendo el término “plausible” con “posible”. El término “plausible” (sensu stricto) no tiene nada que ver con la categoría dinámica de modalidad a la que Kant llamó posibilidad. No tiene que ver con ella, sino con los gustos de las personas. Una afirmación, un razonamiento o un argumento son plausibles cuando “suenan bien” y merecen nuestro aplauso, pues del verbo latino ‘plauso’, aplaudir, viene lo de “plausible”, término que por desgracia se malusa incluso en la literatura científica como sinónimo de “posible”. ¡Es concebible, y ha sucedido, que la gente aplauda imposibles y rehúse posibilidades constructivas!
La filosofía occidental explora la posibilidad, y no sólo la existencia y la necesidad (las otras dos modalidades) desde su mismo nacimiento, pero fue en el barroco, durante el preciosismo francés, cuando el pensamiento empezó a calcular matemáticamente la posibilidad. La estadística es medida de la posibilidad. Hoy la usamos para todo: para medir la incidencia de una pandemia o para ganar al póker, para estudiar el cambio climático o para decidir a quién le otorgamos la gracia del respirador si escasea (calculando su expectativa de vida, o sea, las probabilidades de que sobreviva, por ejemplo).
David Hume, retrato alegórico. |
No es casualidad que el cálculo de probabilidades naciera, con Pascal, Fermat y el Caballero de Méré, precisamente cuando en los salones franceses, controlados por damas exquisitas, se entretenían los aristócratas y sus protegidos con los juegos de azar. El caballero de Méré, que escribió un tratado sobre El hombre honesto, era un experto jugador, así que le planteó a Pascal diversas dudas técnicas: por ejemplo, si tirando cuatro veces un dado convendría o no apostar a que en una de las tiradas saliera seis. Estudiando casos similares, Pascal y Fermat crearon el germen de la teoría de probabilidades. Christiann Huygens conocerá la correspondencia de los dos genios y en 1657 publica De Ratiociniis in Ludo Aleae, o sea, Calculando en juegos de azar, primer tratado de Cálculo de probabilidades.
C. Huygens. Razonando sobre los juegos de azar, o el valor de las suertes en los juegos de fortuna. |
La probabilidad –explicó Hume- está basada en la conjetura de que existe semejanza entre objetos de los que hemos tenido experiencia y objetos no experimentados todavía. No obstante, la naturaleza nos sorprende continuamente mutando, esto es, formando objetos, inertes, seres vivientes y asesinos nuevos. El azar es un monstruo diabólico que rompe nuestros números y escapa de la jaula estadística en que pretendemos tenerlo controlado y preso. Advertidos quedamos de que siempre puede suceder lo que nunca antes ha sucedido: lo improbable, o, por decirlo con una expresión de Baudelaire: lo imprevisto que pasa.
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