Puentes de palabras
“¿No son las palabras y los sonidos los arco iris y
los puentes de ilusión
tendidos entre los seres por siempre separados?”
Nietzsche. Así hablaba Zaratustra.[1]
Dios creó el
mundo de la nada. Sólo un dios que es algo y lo puede todo (omnipotente) crea ¡desde la nada! Para el ser humano resulta imposible sacar conejos de
una chistera vacía; si ello fuera posible, no habría hambre en el mundo. No
cabe duda, el conejo que surge del sombrero del mago ya estaba ahí, sólo que
nos había pasado desapercibido. El Sumo Hacedor no nos programó creadores, pero a cambio nos hizo “nomencladores”, es decir, nos concedió el poder de inventar o descubrir nombres para y de las cosas, una capacidad que daría lugar y forma con el tiempo a más poderes extraordinarios, pues
haría del humano inventor y transformador: arte, técnica, ciencia, teatro,
democracia… El lenguaje humaniza, civiliza, en él se forja la humanidad.
Nos hacemos
la ilusión sana o patológica de que basta nombrar algo para que exista:
dioses, zombis, amor eterno, justicia, vampiros, unicornios, paraísos perdidos…
Estas cosas que no son cosas, sino sueños, fantasmas o ideas, expresan diablos interiores o desideratas, metas regulativas, ideales, o simples entidades imaginarias.
El mismo fundador del idealismo occidental, el divino Platón nos advirtió en su
Crátilo[2]
(438b, 439a-b): hay que buscar la verdad de las cosas en las cosas mismas, al
margen de sus nombres, porque el valor designativo de los nombres es siempre
incierto y con frecuencia equívoco o ambiguo (437ª). Mille modi Veneris, hay mil maneras de amar, escribió Ovidio,
porque llamamos “amor” a mil afectos y complejos sentimentales distintos, ¡mil, por lo menos, o quizá tantos
como personas amen! El nomenclador,
el dador de nombres, puede equivocarse, como un mal artesano que fabrica
objetos defectuosos y así, por ejemplo, llamar “álgido” al momento más
caliente, cuando en realidad es, al menos etimológicamente, el más frío[3].
Pero la
decisión de investigar los eventos a partir de hechos y no de palabras nada
tiene que ver con el silencio místico, la contemplación estática, escéptica o
nihilista, de quienes se complacen con el encogimiento de hombros, la
meditación zen o la parálisis ante la inadecuación de lenguaje y realidad, nada
tiene que ver con el silencio de aquellos que declaran "inescrutables los caminos de Dios”.
Los misterios de la Naturaleza o los dilemas éticos, por muy ocultos que estén
o paradójicos que nos resulten, merecen ser investigados. Por eso, la filosofía de
Platón asume la incomodidad y la incertidumbre, la insuficiencia del lenguaje,
pero su tentativa de buscar la verdad se engarza en la palabra y el diálogo
inteligente, no en una jerigonza técnica y artificiosa, sino en el lenguaje que
hablamos todos o, por lo menos, en el que cultivan muchos. La opción por el lógos es también una “segunda navegación”,
un rodeo, una mediación; ya que no es posible mirar al sol de la verdad directamente
sin sufrir deslumbramiento y pérdida de visión, apostaremos por ese vislumbre del verdadero ser que el
diálogo hace posible[4].
Tampoco hay que menospreciar lo que inventan los nombres. Seres
imaginarios con nombre pero sin existencia pueden “encarnar” en el papel o en la
luz de nuestras pantallas, como los Simpsons o como don Quijote y Sancho. Los logoí, las palabras y las razones ruedan
por la historia, se deslizan por las mentes, saltan como memes de inteligencia
en inteligencia gracias también a las letras que dibujan palabras. Su contenido
ideal o imaginativo no envejece. Por eso un metafísico contradictorio y
verbalista pudo decir que el lenguaje es “la casa del Ser”.
La vida de los nombres
Hay un pensar que
es mera ensoñación, hay un discurrir mental que se basa en funciones simbólicas
diferentes a las palabras y las letras, tal es el caso del lenguaje musical, tan
universal como el lógico-matemático, y hay también un pensar en símbolos
estéticos y éticos que refieren a sensaciones y sentimientos; sin embargo, el pensar
más común en la ciudad se articula racionalmente gracias al lenguaje que
llamamos “natural”, pero que no es menos hijo por ello de historia y de artificio:
“el pensar no es otra cosa que un logos que el alma hace discurrir a través de
sí misma”[5].
Y es que los
nombres tienen también su vida y su historia: “Como los árboles renuevan sus
hojas cada año / y muere primero la que primera nació, así las palabras viejas
perecen / y se envalentonan las recién nacidas, y florecen” (Horacio[6]).
La palabra
griega Lógos presenta esa ambigüedad
significativa que le permite referir tanto a la palabra como al pensar lógico
que la palabra hace posible y al orden inventado que configura. Del isomorfismo, analogía o igualdad de forma, entre lo
que pensamos, lo que decimos y lo que hay o insiste en ser de algún modo, depende tanto la verosimilitud como
la verdad de nuestras concepciones del mundo. Claro que la verosimilitud del
parecer puede contrariar –como repite Gracián- la verdad del ser. Es evidente
que la adecuación entre cosa y nombre no es de identidad (significante no es
igual que significado), pero ¿quiere eso decir que su relación es meramente convencional o arbitraria?
No obstante,
hasta nuestra identidad personal verosímil o auténtica se construye con
nombre propio en tentativas sucesivas, en ese espejo de feria o de alcoba de
las palabras y del diálogo interior, en el que fluye el río de la intimidad, a
no ser que se bloquee y pudra, en ese examen de conciencia en el que nos
juzgamos. Somos nuestros discursos, las razones que nos damos sobre nosotros
mismos y lo que hacemos. Nuestra biografía es un relato, porque nuestra
conciencia se conforma en ese diálogo interior que apunta tanto a una realidad
extra-subjetiva como a una realidad subjetiva dotándola de poder reflexivo y de
carácter moral. Nuestro yo empieza siendo un eco del proceso social de comunicación
(G. H. Mead), para devenir nombre propio,
único, inalienable, que no genera extensión como el concepto, sino que confiere presencia con sólo ser
pronunciado: “el que desata la súplica o la invocación, o el que estalla sin
darse a conocer en el gemido, el que se riega en el llanto” (María Zambrano[7]).
Cuenta
Apuleyo que en cierta ocasión Sócrates le dijo a un bello efebo que guardaba
prolongado silencio: “Di también algo, para que yo te vea”[8].
Es de sabios juzgar a los demás más por lo que hacen -y hablar es un hacer- y por
la agudeza de su mente, que por su apariencia exterior. No hace mucho tiempo,
relativamente, que los mozos pretendían el amor de las mozas hablándoles a
través de una reja que fijaba a rajatabla la distancia de sus cuerpos. Los
novios podían estar durante años en conversación, reconociendo su ser propio. Ese
estar en conversación, ese hablarse es la señal de la verdadera amistad (philía), como un dialogar que busca el
asentimiento, propiciado por el mutuo entendimiento. Quienes "no se hablan" no quieren ya entenderse, renuncian a ello. Nada tiene que ver la amable conversación con el
alboroto de la polémica o con la violencia del escándalo o la bronca, que descienden al sarcasmo
y al insulto. En democracia, se dialoga. Como ha dejado escrito Emilio Lledó, la
ciudad ideal de Platón es la ciudad de las palabras o una ciudad en que se
comparten ideas y visiones gracias a esa comunión singular y luminosa que
ocurre en el lenguaje:
“La pólis, la realidad ciudadana, engendró la verdadera polis de palabras que articulaban y conjugaban las contradicciones de la existencia. Su nombre griego, vivo hasta hoy, con la misma fuerza que en la Atenas del siglo V, fue el de ‘política’. En este término, politeía, se expresa la forma concreta en que la afilada flecha de la inteligencia armoniza los inestables objetivos de la convivencia, la solidaridad y la justicia”[9].
Emilio Lledó |
A esa
posibilidad de convivencia estable llamamos Estado y al arte de conservarla y
mejorarla mediante representaciones, expresiones verbales e imperativos legales,
le llamamos política. Su antítesis es
la corrupción, cuando el político pone su interés personal, familiar, partidista
o sectario, por encima del bien común. En el Estado democrático se renuncia a
la violencia a favor del diálogo y la negociación, porque sólo por las palabras
podemos penetrar de forma pacífica en el corazón y la inteligencia del prójimo,
porque informan, expresan y arrastran o paralizan mediante la persuasión. Al
arte de la persuasión le llamaron los atenienses retórica, el arte de bien hablar, palabra que también se puede
traducir por política, pues la actividad del chrétor, del orador, era siempre actividad pública.
¿Analogía o convención?
Pero
volviendo a los nombres, ¿hay o no hay un vínculo sustancial, necesario,
trascendente entre el nombre, la cosa y la idea, entre el significante, el
referente y el significado? ¿O sólo un acuerdo, arbitrario o convencional de
uso?
Ninguna de las posturas extremas parece convincente[10].
Si aceptamos un punto de vista convencionalista
o anomalista intransigente, como
quizá hizo Hobbes, renunciamos a comprender el efecto imitativo, poético,
expresivo y hasta imperativo o conativo del lenguaje que, por algo será,
llamamos “natural”. Pero es evidente que podemos mentir, engañar, llamar
impropiamente, y es evidente que cuando nacemos nos encontramos ya hecho el
lenguaje como convención e institución social dependiente de una historia en la
que se han olvidado los significados primitivos, imitativos, de los monemas,
los prefijos, las desinencias…
Por lo tanto, es también cierto que, como dirá
el segundo Wittgenstein, el lenguaje, que engendra supersticiones (incluida la
superstición del isomorfismo que dominaba en el Tractatus), funciona en sus usos, que son múltiples, variadísimos. No hay un
lenguaje, sino lenguajes, y estos son formas
de vida. Hay juegos de lenguaje
que sirven para describir, otros para consolar, otros para preguntar, otros
para quejarse... El lenguaje es como una caja de herramientas que puede servir
para las más variadas tareas y donde hay arandelas y tornillos, como nombres,
de distintas clases y tamaños. Una misma palabra puede servir para usos
distintos, como una alcayata puede servir para colgar un cuadro o para
enganchar una soga y ahorcarse. Tampoco hay en los “juegos de lenguaje” nada
oculto tras ellos, son el uso que se hace de ellos, el modo como sirven en las “formas
de vida”, claro que también es posible hacer de ellos un uso misterioso, enigmático, poético...
Muchas de
nuestras fascinantes cuestiones filosóficas dependen de las embestidas que
nuestra inteligencia da contra los límites del lenguaje, pero no son cuestiones sin
significación como pretendió cierto positivismo estrecho, tampoco son cuestiones meramente lingüísticas, la filosofía es
una “lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”[11]. Dicho embrujamiento puede ser también una forma de entusiasmo, de posesión divina (v. Fedro)
Tiendo a
pensar, con Aristóteles, que lo significativo no es el nombre, sino la
proposición (oración, predicación) y que la verdad no es una propiedad del lenguaje sino de una relación posible entre pensar, decir y ser. A fin de cuentas, ni siquiera el nombre
hizo jamás a la persona, sino la persona al nombre. En cualquier caso, el Lógos
parece parte de ese complejo tetraedro que participa de lo psicológico, de lo
lógico, de lo gramatical y de lo real, como una pirámide en que se cruzan los sentimientos (corazón),
las razones (inteligencia) y nuestras existencias, como un prisma que descifra el misterio de la luz en la gama de un arco iris.
Notas
[1] Y en La Gaya Ciencia (V, 354) asevera: “El
lenguaje es el único puente de unión entre seres eternamente separados”.
[2] El
problema del Crátilo es el de la exactitud o rectitud de las palabras o nombres. En el diálogo se enfrenta la postura analogista de
Crátilo y la anomalista o convencionalista de Hermógenes, a
propósito de la relación entre palabras, ideas y cosas, y el papel del lenguaje
en el conocimiento.
[3] Préstamo
(s. XVIII) del latín algidus,
derivado de algere ‘tener frío’.
[4] Cfr.
Patricio Peñalver Gómez. Márgenes de
Platón, V. Universidad de Murcia, 1986.
[5] Emilio
Lledó. La memoria del logos, II, IV,
Taurus 1984
[6] Epistola
ad pisones, traducción propia.
[7] M. Z., Claros del bosque, V, VII
[8] Apuleyo,
Flórida I.
[9] Emilio
Lledó. Elogio de la infelicidad, VI,
ed. Cuatro, 2005.
[10] Para el
danés Hjelmslev, inventor de la “glosemática”, la lengua es la convención
suprema, la clave de las ciencias, el amorphous thought. Lo que regula la
lengua regula el pensamiento. Para ciertos piagetianos, al revés, es el
pensamiento el que dicta su ley al lenguaje y lo que regula el pensamiento es
la actividad del sujeto y su experiencia. Cfr. M. Moscato y J. Wittwer. Psicología del lenguaje, edaf, Madrid,
1990.
[11] Cita de
Wittgenstein en el Diccionario de Grandes
Filósofos II, de J. Ferrater Mora, Alianza 1986.
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