"Ramonero", JBL 2022. |
De la interjección a la terminología
La palabra pretende exteriorizar lo que percibimos o deseamos comunicar, aspira a manifestar lo interno. El sabio, científico o filósofo, pretende decir lo que las cosas son o cómo funcionan y se explican los eventos del mundo, o sea lo que acaece. Por eso tienden a expresar sus pensamientos con términos técnicos, con palabras bien cinceladas como cristales, con proposiciones que valgan por fórmulas, de silueta inequívoca, geométrica, palabras -llamémosles aquí propiamente términos- que intentan ser cosas o, por lo menos ensayan agotar su significado en su extensión referencial, sin más connotación que referir al mundo.
Por eso, conocer una ciencia es saber hablar y jugar con su lenguaje técnico, dominar su terminología, cuyos primeros conceptos deben permanecer estricta y rigurosamente definidos. Las terminologías son formas extremas de lenguaje cuyos significantes precisos señalan un máximo ideal y un mínimo emocional. Ayunas de sentimientos pueden sin embargo ser hermosas como poliedros.
"Las cosas -dice Goethe- son diferencias que nosotros [im]ponemos". Ortega ejemplifica este dictum autorizado refiriendo magistralmente al pensar del infante(1), pues los niños apenas distinguen unas cosas de otras. Para un chaval cualquiera, al principio, todo lo que se mueve sobre ruedas es, por ejemplo, "un papú". Pronto aprende el nene a distinguir un turismo de un camión, una ambulancia de una bicicleta. Las diferencias identificadoras son en su mente al principio poco profundas, separadas a penas por surcos imperceptibles, como esas ondas que modelan la piel acuosa de los estanques quietos cuando sopla el viento.
Las ideas de los niños son pocas y, más relevante y decisivo pedagógicamente: los niños llaman cosas a las siluetas fugitivas que van dibujándose en su afectividad, en sus emociones, pasiones y sentimientos. Por eso -comenta Ortega- los niños dan "gritos de avecilla" corriendo bajo el sol por los jardines, gritos inarticulados: suspiros, ayes, gemidos..., o improperios.
Mas la palabra es grito modulado o murmuración articulada. Ya no grito ni clamor ni quejido, sino formalidad estable de la voz que por su definido y terminado contorno sonoro colecciona y aprisiona imágenes esquemáticas y, al fin, conceptos abstractos y formas inmateriales. Para expresar una explosión de alegría o un deje de dolor basta con el gesto o con el grito. En ellos están ausentes el motivo y la causa. Lo importante -como en poesía- es la conmoción del alma. Es el lenguaje emocional, la comunicación inmediata de las pasiones, una forma primigenia -y salvaje, si quiere decirse así-..., figura extrema de lenguaje, al menos para nuestros caracteres educados o bajo las circunstancias que dotan al espíritu de serenidad.
Al contrario que el léxico técnico y las terminologías científicas o filosóficas, la comunicación emocional expresa un mínimo de ideas y un máximo de afectividad. El residuo que queda en el lenguaje del grito, del gemido, del suspiro o del bostezo, es la interjección como expresión emotiva o apasionada, que expresa asombro (¡oh!), aceptación (¡guay!, ¡genial!), rechazo (¡eh!), advertencia (¡hey!), sorpresa (¡uy!), asco (¡puah!), etc. Palabras como "imbécil" o "tío" fácilmente se convierten en interjecciones con tal de que las exclamemos con entusiasmo, por no hablar de los tacos...
Pues bien, la vida del idioma -concluye Ortega- flota y fluye entre ambos extremos, entre el grito transfigurado o travestido en interjección y el término exacto y riguroso que usa y define el sabio: "La interjección es su germen, el término técnico es su momia". Digamos de paso que las palabras no fueron en su origen sólo metáforas -como pretendía Nietzsche-, que luego gastamos y olvidamos para volverlas concepto inerte, sino que, más primitiva o genuinamente aún, en su génesis biológica, fueron gritos o silbidos, o espasmos de la voz provocados por la herida o la sorpresa que causó el mundo en la mente del primate o del homínido.
El caso es que la palabra sigue mostrando su genio bipolar: oscila, vibra, fluctúa y titubea desde la interioridad sentimental, emotiva y discontinua, hasta la cristalización en un sistema de términos o de conceptos abstractos o ideas: una terminología, una ideología, una teoría, una ontología...
Es importante reconocer que toda palabra es como un morlaco con dos cuernos, aunque quizá uno de ellos permanezca más o menos oculto, o limado y desmochado, reducido a muñón. Toda palabra posee estos dos polos, estas dos fuerzas ilocutivas o direcciones, con diversos efectos perlocutivos según la dinámica y el contexto de comunicación. Una de ellas la empuja hacia el pensamiento puro, libre de afecciones, frío como un témpano, valioso como representación positiva, objetiva; la otra dirección induce la palabra a expresar un estado emocional.
Toda palabra es un compromiso entre ambas tendencias, la emotiva y la intelectual.
Nota bibliográfica
(1) José Ortega y Gasset. Obras completas, 2. "Una primera vista sobre Baroja", Revista de Occidente, Madrid 1998, pg. 106s.
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