jueves, 26 de enero de 2023

PALABRAS, ACTOS Y VERDADES

Biblia que regala Jean de Vaudetar
al rey Carlos V. París 1372

La tradición semita y la helena, a las que nuestra civilización debe savia y manutención, hizo principio supremo del Verbo, de la Palabra, del Logos, porque la palabra nos permite dar y recibir razones y eso eleva nuestra esencia comunicativa por encima del trino de los pájaros o del gruñido de las bestias, hasta el reino de la gracia, del arte, de la conciencia reflexiva, del espíritu creador. Pero, afortunadamente, toda tradición cuenta con sus heterodoxos, como todo rebaño con su oveja negra, y hasta es conveniente que -como decía Juan Huarte de San Juan- soltemos en el hato algunas cabras para que animen y estimulen al resto de la manada a descubrir nuevos y más altos pastos, porque la cabra tira al monte.

Demócrito dijo que la palabra es la sombra del hecho. Una sombra también es algo y hay estéticas que hacen preferencia de la sombra que, por sí sola, permite saber de dónde viene la luz. Hasta los místicos hablan por los codos o cantan bellamente lo que no puede ser hablado, se expresan sobre lo indecible, refieren a aquello que -según Wittgenstein- vale más callar. Sin duda hay desajuste entre palabra y hechos. Conviene mirar a estos para formarse una idea justa de con quien tratamos. Fíate de quien predica y da ejemplo con sus buenas obras. Demócrito negaba que fuese el Verbo lo que mueve el mundo, también Goethe afirmó que antes que el Verbo es la Acción; muy al contrario, el mito bíblico supone al Verbo creador y el Evangelio de San Juan identifica a Dios con el Logos y a Cristo con el Verbo encarnado.

A Platón, que reconoce la insuficiencia de la escritura como monumento inerte del saber, le cayó antipático el discurso de Demócrito y por eso no le cita jamás en sus diálogos. Aunque el divino ateniense se distanció de los sofistas, sobre todo de los charlatanes de segunda generación, compartía con ellos la confianza pedagógica en el lenguaje como instrumento mejorador de almas. Platón hizo de la dialéctica un método superior de conocimiento. De hecho, admite a regañadientes, al final de su diálogo Gorgias, la posibilidad de una bella retórica al servicio de la verdad y del bien, siempre que reniegue de la búsqueda preferente del placer mediante apariencias y adulación.

Pocos intelectuales mantendrán hoy que las palabras sean suficientes para alcanzar una comprensión rigurosa y exacta de lo que acontece en el mundo. Las ciencias naturales se sirven de caracteres artificiales y de convenciones formales unívocas para sus explicaciones racionales estrictas. La física es física matemática y la biología, bioquímica. Por otra parte, en las relaciones personales, el lenguaje es bálsamo, pero también arma, y el malentendido confunde y ofende con harta frecuencia. Los lacanianos han llegado a insinuar que la verdadera comunicación es un imposible, que el equívoco es constante insuperable de toda interacción verbal .



Julio Caro Baroja, sobrino de don Pío y excelente antropólogo y etnólogo, en un artículo de 1978 ("Palabras, igual sombras", EL PAÍS, 21 de febrero) constataba que "hay muchas gentes vulgares que creen, como creían los viejos caseros vascos, que todo lo que tiene nombre existe: lo mismo un castaño que un duende". Defenderé a los caseros montañeses aquí, porque en cierto sentido también los duendes existen, o por lo menos insisten en leyendas y mitologías, lo que pasa es que "existir" se dice de muchas maneras, o tiene muchas significaciones heterogéneas y algunas heteróclitas. Es evidente que Bart Simpson no existe del mismo modo que existen el tocino, el número pi, el espacio o la velocidad.

Al artista de la palabra o la escritura, sea poeta, relator, publicista, cuentista o filósofo, los tópicos y las palabras gastadas no le sirven del todo, por manidas o porque no lo dicen todo o porque no ve en ellas presencias reales, sino falsas monedas. A veces, cuanto más lejos queda el hecho que originó la palabra más se hincha esta, la "sombra del hecho", como un globo... "Pero puede estallar con un simple pinchazo de alfiler", dice Caro Baroja.

Demócrito de Abdera (c. 460-370 a. C.) no sólo ejerció de físico, sino también de filólogo: escribió sobre ritmos y armonía, sobre poesía, sobre la belleza de las palabras y sobre las letras eufónicas y cacofónicas, sobre Homero y sobre la corrección del lenguaje. Por desgracia, no nos queda mucho de ello, sólo indicios. Así que, como el gran orador y embajador siciliano Gorgias de Leontini, Demócrito no era indiferente al poder de la palabra, al hecho de que con un cuerpo tan liviano los logoi sean capaces de las mayores transformaciones y efectos. Tan ligeras son las palabras que se las lleva el viento, pero con una fuerza ilocutiva y perlocutiva muy especiales, con poderes tanto creativos como destructivos. 

Por Diodoro de Sicilia (I a. C.) sabemos que el filósofo atomista elaboró una teoría convencionalista del origen del lenguaje, que justificaba la diversidad de lenguajes y la confusión babélica. A favor de la convencionalidad del lenguaje -y según Proclo en sus comentarios al Crátilo platónico- Demócrito daba cuatro argumentos: 1. La homonimia y polisemia, es decir que diferentes cosas se designan con un mismo nombre. 2. La polinimia o equivalencia. El intercambio de nombres para una misma cosa no sería posible si los nombres fuesen no-convencionales. 3. La trasposición o metonimia. ¿Cómo podríamos reemplazar Aristocles (su verdadero nombre) por Platón (su mote) o Cervantes por el Manco de Lepanto si fuesen nombres por naturaleza?, y 4. La falta de derivados o anonimia. ¿Por qué de "pensamiento" derivamos "pensar" pero de "justicia" no derivamos un verbo? 

En consecuencia, los nombres deben mucho al azar y al hábito, no son por naturaleza (peri physei), y en el acuerdo mutuo (pros allélous) radica para Demócrito la esencia del lenguaje. Es su uso, dirá el Segundo Wittgenstein, lo que importa.

Así pues, los nombres, incluso los de los dioses, son estampas (ágalma) sonoras. La estampa o representación depende de la subjetividad del creador y del éidolon. Julio Caro Baroja admite que las palabras, aunque sean meras sombras de las cosas, las unifican y tienen fuerza propia; como sombras que son y según venga la luz, hacen que la cosa representada se alargue o estreche, se hinche o achate. Y esto pasa, sobre todo, con el vocabulario político: nación, pueblo, patria, comunismo, fascismo, liberalismo, democracia... Lo peor es que la palabra-sombra tiene además la facultad de disfrazarse de lo que no es. Y entonces tenemos a comunistas que se comportan como fascistas o a carlistas que presumen de liberales. Julio Caro Baroja puso el ejemplo de la palabra-sombra "eurocomunismo", muy popular en el último tercio del siglo pasado, acuñada en Italia, cosa muy natural porque los italianos son maestros del disfraz. Hoy tendríamos que hablar de otras sombras exitosas como "feminismo", "globalización", "sostenibilidad", etc., y de sombras usadas como conjuros.

Reconozcamos con el antropólogo que un mundo sin sombras y sin palabras sería una abominación. "No en balde el pueblo ha inventado expresiones tan estupendas como las de buena y mala sombra para definir lo más íntimo del hombre". Y es que también hay sombras de buena sombra, y buenas sombras (o que parecen buenas) con mala sombra. Hay sombras chinescas y sombras verbales que no sirven para nada o sólo para despotricar del oponente político. Es difícil saber hoy quién es de verdad comunista y quién liberal, a qué se llama socialismo y a qué fascismo. Estas palabras son a veces como esa luz que nos llega de noche de una estrella ya extinta. Y es que hablamos en general con el lenguaje de los muertos de realidades que pasaron y ya no son.

Demócrito ya denunció que muchos son los que actuando de manera despreciable hacen gala de los más bellos discursos. Falsos e hipócritas son quienes todo lo hacen con palabras, pero nada de hecho (Los Filósofos Presocráticos III, Gredos, "Leucipo y Demócrito", 699, 700, 701). En Platón, quienes no tienen acceso a los verdaderas realidades y están sumidos en cavernosas tinieblas compiten entre sí por discernir apariencias y colocan convencionalmente (nomízein) nombres (onomázein) a las sombras (tas skiás), en Politeía 515ab.

Manuscrito con la Ética a Nicómaco de Aristóteles,
anterior a 1500. Sur de Italia. Las alegorías de las aventuras de Ulises
ilustran la capacidad de la razón humana para actuar de forma consecuente.


Desde la fundación de las Escuelas áticas mayores, la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles, se fue estabilizando y matizando la idea de que nuestro discurso hablado y escrito es de naturaleza convencional y adquiere significado sólo a través de su conexión con un discurso mental que es natural porque es el mismo -o al menos parecido o análogo- en todas las criaturas dotadas de razón; ese discurso mental, natural y espontáneo, copia de algún modo la realidad dentro del alma humana. Hoy hablaríamos también de las "neuronas espejo" como base física de esa mímesis que nos permite hablar interiorizando los procesos comunicativos del medio natural y del entorno social.

Characteristica universalis

Leibniz pensó que si el símbolo o carácter de un lenguaje convencional ordinario reproduce al menos una parte de la estructura del pensamiento, un lenguaje científicamente diseñado podría reproducir toda la estructura de un pensamiento claro. Obviamente, para que un lenguaje artificial realice su tarea científica debe hacer posible la reproducción, al menos parcial, de la estructura de los hechos, así pues los elementos de un signo lingüístico completo deben estar relacionados del mismo modo que los elementos de lo significado. Esta concepción de la posibilidad de una Characteristica universalis o générale spécieuse supone y anticipa el concepto de isomorfismo entre lo real y el lenguaje del Tractatus de Wittgenstein. 

William Kneale ha mostrado la singularidad de Leibniz en la historia de la filosofía del lenguaje y ha puesto de relieve la semejanza entre su propuesta y la teoría pictórica del lenguaje desarrollada por el Primer Wittgenstein. Nosotros nos hacemos figuras de los hechos que son modelos de la realidad. Téngase además en cuenta que esas figuras son  también hechos y que hablar es un modo de hacer y actuar. El pensamiento es la figura lógica de los hechos. La forma de figuración, su estructura, es la posibilidad de que las cosas se combinen unas respecto de otras como elementos de esa figura. Lo que la figura debe tener en común con la realidad para poder representarla a su modo y manera -correcta o falsamente- es su forma de figuración.

Leibniz, que también fue inventor de una máquina calculadora, elogió a Ramón Llull (1232-1315) como pionero de una lógica matemática rigurosa. Como Lulio, Leibniz buscaba un alfabeto de los pensamientos humanos para transformarlo en una "característica", es decir una especie de gramática universal o cálculo raciocinador en el que cada término sea representado por un carácter. Por "carácter" entiende Leibniz una pluralidad de representaciones posibles: signos, marcas, dibujos, símbolos, notaciones, números, etc. El "arte característico" es el de ir formando y ordenando los caracteres "de modo que mantengan entre sí la relación que mantienen entre sí los pensamientos" (Leibniz, cit. por E. Olaso, Madrid 2003, pg. 181). 

De este modo contaremos con una escritura ideográfica que represente directamente los pensamientos y la característica (juego de caracteres) será una lengua independiente de todas las habladas, comparable a la china o egipcia, pero universal, porque con sus caracteres representa todas las nociones y no sólo las de los números como el álgebra o la aritmética, que serían muestras de la característica. Ya en 1678 Leibniz quiso ver en la escritura china la mejor representación de la lengua ideal hasta el momento, si bien mejorable (E. J. Aiton. Leibniz, una biografía. Madrid 1992, cit. por Lourdes Rensoli en su introducción al Discurso sobre la teología natural de los chinos de Leibniz, Buenos Aires, 2000). 

Atanasius Kircher había referido al origen icónico de los caracteres chinos. Leibniz discutió largamente sobre la posibilidad del origen onomatopéyico de los términos en lenguas europeas... En la relación directa entre caracteres y conceptos del chino vio la posibilidad de que el chino no fuese una lengua natural y en el Discurso citado, uno de sus últimos escritos, desconoce los sentidos de imagen polivalente o alusiva, lo que hoy llamamos iconicidad, que a menudo dichos ideogramas poseen. Pero seguramente Leibniz pensaba en el I Ching, el libro oracular de las mutaciones tres veces milenario, cuyos hexagramas se construyen binariamente a partir del yin (línea sólida y continua) y del yang (línea interrumpida por espacio central). El parecido con el sistema binario que codifica hoy la información electrónicamente mediante puertas abiertas (1) o cerradas (0) es sorprendente.

Los 64 hexagramas del  I Ching se parecen al código QR

El conocimiento del confucianismo y la teología natural de los chinos sirvió a Leibniz de confirmación en su creencia racionalista: el principio de la unidad de la razón humana. Leibniz, filósofo integrador y conciliador, ensayó mostrar muchas veces la unidad del pensamiento humano y la concordancia entre fe y razón como supuestos básicos de su propia concepción y de la philosophia perennis, deudora de la prisca sapientia. Perseguía también mostrar la armonía entre la teología natural y la revelada. No obstante, como Spinoza, Leibniz está de acuerdo con la separación entre Religión y Estado. Además, el alemán piensa y apunta hacia una Iglesia universal y una Europa unida.

Sin embargo, a diferencia de Descartes o Spinoza, para los que el lenguaje era un velo que obscurecía el pensamiento, Leibniz creía que los pensamientos, incluso los más abstractos, tienen que ir siempre acompañados, si no de palabras, al menos de signos:

"La característica es lo que le da palabras a las lenguas, letras a las palabras, cifras a la aritmética, notas a la música. Es la que nos enseña el secreto de fijar el razonamiento y de obligarlo a dejar algo así como huellas visibles en el papel, para examinarlas a voluntad: es la que nos enseña a razonar con poco esfuerzo, colocando los caracteres en lugar de las cosas para aliviar la imaginación" (L. Couturat, Opuscules et fragments inédits de Leibniz, 99. Paris 1961).

Las sombras se muestran atadas a aquello de lo que son sombras. Pero las palabras vuelan, atraviesan tiempos y espacios, permanecen guardadas en libros, se conservan en piedra, en papel o en la luz, en archivos informáticos..., con relativa independencia de aquel que las creó y de aquello que las motivó. Mejor que sombras, las palabras son, como explica Leibnicio, huellas visibles.

Con su Characteristica universalis, Leibniz aspira a crear una gramática racional o una lógica general de nociones claras y distintas (evidentes) gracias a la cual nuestros razonamientos tendrán la infalibilidad del cálculo numérico. Tal sistema permitiría someter las disciplinas más abstractas como la metafísica y la moral a los signos (caracteres) que operarán como marcas sensibles o "criterios palpables de la verdad para que no subsistan más dudas que en el cálculo numérico". 

De este modo se podrán dirimir por fin controversias que han durado siglos: bastará con tomar la pluma y el papel y repasar la discusión animados por un nuevo imperativo: calculemus (G. W. Leibniz, Die philosophischen Schriften, Hildesheim 1960-1961). Esta nueva técnica o arte no sólo permitirá razonar correctamente (ars iudicandi), sino que también permitirá descubrir verdades nuevas (ars inveniendi), es decir, que funcionaría a la vez como método de síntesis y de análisis, de composición y de descomposición lógica de lo complejo en lo simple. Leibniz usa la metáfora del "hilo de Ariadna", "hilo palpable para dirigir la investigación" será la escritura misma de la característica universal, clave de todos los conocimientos, enciclopedia que ofrecerá extraordinarias ventajas para la comunicación humana.

Ezequiel Olaso se pregunta por qué fracasó el proyecto de Leibniz de una Characteristica universalis. Responde que tal idea se apoya en dos postulados: 1) todas nuestras ideas están compuestas de un número muy pequeño de ideas simples; y 2) las ideas compuestas proceden de las simples por una combinación uniforme y simétrica, análoga a la multiplicación matemática. Pero resulta que a) el número de ideas simples es muy superior al supuesto por Leibniz, de modo que su alfabeto lógico tendría que constar de miles de caracteres; y b) es falso que los conceptos complejos sea meros productos de los simples, también se conforman por adición, por negación... Además, Leibniz privilegiaba la proposición de la forma sujeto-predicado y, según la crítica de Russell, quedaron por eso sin explicación posible las proposiciones que emplean ideas matemáticas como "hay tres libros" o las proposiciones relacionales como "Brasil es más extenso que Venezuela".

En su "Diálogo sobre la conexión entre las cosas y las palabras" (1677), Leibniz comienza afirmando que la verdad y la falsedad se da en las cosas, no en los pensamientos. Pone el ejemplo de la verdad de que el círculo es la figura cuyo ámbito o superficie tiene mayor capacidad. Esto es verdadero antes de que los geómetras lo piensen o demuestren. Se trata de una posición que podríamos llamar realista. Sin embargo, enseguida añade que no hay cosas falsas, mientras que una proposición y el pensamiento que expresa pueden ser falsos, por lo tanto "si la falsedad está en los pensamientos, también la verdad estará en ellos y no en las cosas". 

¿Cómo salir de esta aporía? Como siempre, Leibniz busca una conciliación. La verdad pertenece a las proposiciones y a los pensamientos posibles, pues no todas las proposiciones pueden ser pensadas. La causa de que un pensamiento futuro sea verdadero o falso hay que buscarla en la naturaleza de las cosas, pero también en la naturaleza del que piensa, en lo a posteriori, pero también en lo a priori

"Algunos hombres versados" piensan que la verdad puede surgir del arbitrio humano y de los nombres (nominalistas, vitalistas, pragmatistas) y que la verdad depende exclusivamente de definiciones que tomamos por axiomas. Y en efecto, los caracteres o signos son necesarios para el razonamiento, pero eso no significa -como pensaba Hobbes- que la verdad dependa sólo del arbitrio humano, que sea arbitraria. 

"Nunca podré conocer, descubrir, probar sin servirme de palabras o sin que otros signos estén presentes en mi espíritu". Sin caracteres, "nunca pensaríamos con distinción en algo ni seríamos capaces de razonamiento". Sin embargo, aunque el cero que escribimos (0) no tenga nada que ver con la nada o con el conjunto vacío que representa, aunque sea una convención arbitraria, como el triángulo imperfecto que dibujo en la pizarra, tiene que haber en los caracteres y figuras que empleamos, tales como el círculo o la elipse, un orden que convenga con las cosas y una correspondencia que valga en todas las lenguas. 

Por tanto "aunque los caracteres sean arbitrarios, su empleo y conexión tiene, sin embargo, algo que no es arbitrario, a saber, cierta proporción entre los caracteres que expresan las mismas cosas. Y esta proporción o relación es el fundamento de la verdad". De ahí que podamos cambiar el sistema de signos sin que por esto cambie la verdad ni dependa de  nuestro arbitrio. En efecto, cualesquiera sean los caracteres elegidos, ha de haber un orden en esos caracteres, y sólo uno, que sea verdadero, es decir que corresponda al orden real  de las cosas. Hay pues, analogía, no sólo entre los caracteres y los objetos, sino entre los diversos sistemas de caracteres en cuanto expresan la misma realidad.


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