Dasiscolia ciliata. Foto JBL, 19 de mayo 2022. Sobre Sedum |
La vida no es un valor absoluto. Los filósofos vitalistas se equivocan. Sócrates afirmó ante sus jueces que una vida que no se examina a sí misma, una existencia sin conciencia de sí, sin capacidad de reflexión, no es una vida propiamente humana ni es digna de ser vivida.
Sabemos que una vida sin memoria ya no puede ser vida personal, porque no admite la comunicación inter pares. Nos constituimos y conservamos personalmente en comunicación. Es tristísima la visión del anciano convertido en vegetal. Muchos –o algunos valientes- tal vez compartirán el lema de mi amigo Guillermo Soria: “Vivir para ser libres o morir para dejar de ser esclavos”. Sócrates prefirió beber la cicuta letal con dignidad, antes que atribuirse culpas que no merecía, antes que salir corriendo de Atenas, sin honor, como una liebre asustada.
Los griegos llamaron philopsychía al apego a la vida. Spinoza llamó conatus a ese afán innato de toda criatura viva por permanecer en su ser: ganas de seguir viviendo. Sin embargo, la filosofía, desde su mismo origen, se opuso a esta tiranía natural de lo que hoy llamamos instinto de supervivencia. En el Gorgias, insiste Platón en que el hombre justo no debe tener excesivo apego a la vida. Porque el temor a perderla es un arma de la que se han servido todos los tiranos que en el mundo han hecho sufrir de miedo a la población, para esclavizarla mejor.
Por supuesto que toda adaptación, toda socialización, implica renuncias y cierto sometimiento al sistema político del país en que se vive, el respeto a la ley del Estado que nos protege. Toda educación es domesticación. Pero uno debe pensar si por esa adaptación a las costumbres y normas del lugar no sacrificamos lo mejor de nosotros mismos, lo que más aprecio merece. Parafraseando al evangelista, podríamos decir: ¿de qué le sirve al hombre conservar su burbuja de confort si pierde su alma?
Ni Sócrates ni “su cisne”, el divino Platón, consideraron la vida como bien absoluto. Para ellos lo bueno no consiste siempre en “salvar la vida” prolongando los placeres que en ella podamos procurarnos, sino en salvar la dignidad de la propia alma. Lo importante no es el amor al alma, a la psique (el apego a la vida, philo-psychía), sino el amor a lo más noble del alma o mente (psyché): buenos sentimientos y mejores razones (logoi). Lo importante no es vivir, sino vivir bien (euzeîn). Esta no es la filosofía del vitalista trágico, tipo Nietzsche, sino la del “bon vivant”, que aprovecha las ocasiones de alegría que ofrece la vida, la del “diletante”, que disfruta del arte sin depender de él ni convertirlo en oficio y, en menor medida, la del “vividor”, cuya actitud es aceptable siempre que no decaiga en parasitismo social, como suele ser el caso cuando a la astucia se añade la pereza.
Aunque Sócrates insiste en que el hombre justo nada debe temer de la muerte y filosofa al final de su vida en el corredor de la muerte ateniense, como quien la prepara o se ejercita para morir con dignidad, también insiste en que ni somos completamente dueños de nuestra vida ni conviene tener prisa en salir de ella (él mismo se demora en abandonar este mundo discutiendo con pitagóricos sobre la posible inmortalidad del alma). No obstante, su discurso afectó al ideario moral de estoicos y epicúreos, que nunca tuvieron el suicidio por infame. Schopenhauer dejó escrito que el suicida ama la vida, su problema no es un déficit de voluntad, sino un exceso: lo que sucede es que no acepta las condiciones en que la vida se le ofrece.
El amor o apego a la vida (philopsychía) al que nos venimos refiriendo es desde luego un valor, pero no el único. En esto de los valores conviene no sólo establecer cierta jerarquía, ciertas prioridades, sino también cierta “democracia” (ecuanimidad), porque valores y derechos limitan y chocan unos con otros, igual que el ladrido de mi perro, que a mí no me molesta, pero fastidia al vecino. Derechos y valores rozan unos con otros y tendrían que hacerlo como los caracteres de los cónyuges bien avenidos: puede que discutan airadamente, pero quieren quererse y, por abrasión mutua, acaban casando como un symbolon antiguo, esa pieza de metal noble que aún se vende en joyerías dividida en dos partes que congrúen.
Symbolon de joyería en basalto |
Ni siquiera la libertad es valor absoluto, porque el énfasis de ciertos derechos –o valores- suele cursar en detrimento o menosprecio de otros. Platón habló en su República (Politeía) del libertinaje como intoxicación etílica por exceso de libertad. Por eso, la legislación debe estar muy atenta al matiz (y por desgracia es imposible que los contemple todos en su diversidad infinita). Nunca se trata de ”aborto sí o aborto no” (esa simplificación sectaria), porque las circunstancias cuentan decisivamente y el derecho tal vez sólo pueda consistir en el poder de elección, entre dos males: del mal menor, pues es imposible la consideración general de la muerte humana como un bien.
Lo mismo sucede con la eutanasia. Sin duda es preferible el “descanso eterno” de la carne, a su tortura. El tratamiento más delicado y conmovedor que recuerdo del derecho a la eutanasia, a la muerte digna, lo pude hallar en la película francesa Quelques heures de printemps que trajeron a la Quinta del Mochuelo, bien Pepe Fuentes o bien Marcos Serrano (no recuerdo, ambos potentes cinéfilos), dirigida por Stéphane Brizé en 2012. Su cartelera ilustra este artículo.
Del autor:
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