jueves, 21 de julio de 2022

EDUCACIÓN Y POSTMODERNIDAD

 Educación o postmodernez

 

Opinión sobre los males de la educación actual y los retos que deben afrontar los docentes para volver a algunos principios perdidos o degradados.

 


Principios

Muy razonablemente el pensamiento ilustrado suponía que nadie puede ser libre ni feliz en la ignorancia y que la formación del carácter exige la superación del desorden de los apetitos, de la mezquindad del egoísmo, y de la tiranía de los prejuicios y las tradiciones. La base última y objetiva de los valores que debieran, desde dicho modelo, determinar la educación habría que buscarla en la propia naturaleza y significado del saber, en la independencia y libertad del educador, y no en las predilecciones de los alumnos (que si supieran lo que quieren, no tendrían por qué serlo), ni en las banalidades de la opinión pública o los caprichos e intereses coyunturales de los políticos.

No hay educación sin sometimiento a esa disciplina (la virtud del discípulo) que impone la razón común, ni virtud sin ejercicio y entrenamiento, de ahí que todo aprendizaje requiera una tutela, exija una dirección para la transformación del ánimo, e implique una dialéctica, una lucha interior por conseguir el poder de la parte superior de la mente, porque el saber mismo es la raíz de toda excelencia. Tal es el proyecto inaugural de nuestra cultura occidental: el principio socrático que luego reitera la modernidad democrática.

Acercamiento de piérido a Heliotropium europaeum


La paradoja de la libertad

Si bien Platón tenía razón cuando aseguraba que «no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud», pues «la mente no conserva ningún conocimiento que haya penetrado en ella por la fuerza», la libertad —que es el concepto más firme de nuestra mejor tradición— es en la educación un concepto paradójico, porque siendo la libertad su condición, es de otra manera mejor, la autonomía, su propósito final y resultado buscado. 

Verdaderamente no podemos ser libres sin sabiduría es decir, sin saber qué nos conviene: aquello que nos hace mejores; ni sin haber desarrollado una voluntad racional capaz de procurarnos los medios y ejecutar las acciones que nos perfeccionan. La libertad no es el mero antojo arbitrario y la educación no debe ser confundida con el juego, lo que no quiere decir que no sea conveniente que los niños se eduquen jugando...

Es decir, aunque sea recomendable y beneficioso que los niños se deleiten aprendiendo, no hemos de incurrir en la falacia de deducir que sólo educa el juego que deleita, no debemos insistir en deleitar mediante la complacencia y la mentira, y mucho menos consagrando o premiando con ello aquella forma inmadura que ha de ser superada... 

Son principios universales que sin embargo, desdichadamente, hay que reiterar hoy en voz alta: la libertad se conquista con el fortalecimiento de la voluntad (y esta es auto-motivación), el trabajo un tanto mecánico pero necesario de la Memoria, músculo de la inteligencia y madre de las Musas y la elaboración e integración metódica e inteligente de los datos. 

La condición humana no es una comedia: no podemos disfrutar de la libertad sin sufrir sus rigores (vacilaciones, dudas, errores, fracasos, desilusiones). En ese dolor se forma la conciencia y el sentimiento de solidaridad. Es la fuente misma de todo amor, también del amor a la Verdad. El camino seguro de la ciencia es penoso y escarpado; una ascensión.

Pero... para la lógica del consumo y la producción industrial de mercancías, para el poder y su sistema, la libertad y la cultura (una industria más) se definen por la satisfacción de esos mismos deseos que habría que saber controlar y dirigir sensatamente. Nuestras instituciones educativas (salvando pertinaces enquistamientos testimoniales) son modernas, nuestros alumnos y nuestra sociedad son postmodernos. Por eso se ha abierto un abismo entre la moral común y esos lugares donde aún rige la idea “extravagante” de que no existe autonomía sin pensamiento, y que no existe pensamiento sin talento y trabajo esforzado sobre uno mismo.

Divergencia entre Escuela y sociedad actual

La escuela es la última excepción al self-service generalizado. Así pues, el malentendido —como observó Finkielkraut— que separa la educación, de sus usuarios, va en aumento: a su pretensión de formar los espíritus, los alumnos oponen la atención inconstante del joven telespectador, y por todas partes se confunde la autoridad del saber con la arbitrariedad del poder; y aquel objetivo emancipador, fundado en la disciplina de las facultades superiores y el orden de la razón, con un programa arcaico de sujeción. 

De hecho, la influencia de las instituciones educativas en el niño, el adolescente, el joven, va siendo cada vez menor en relación a la que ejercen los medios de comunicación de masas, los espectáculos multitudinarios, los grupos de edad, los clubes deportivos, los partidos y las sectas. Y sin embargo, ignorando este hecho evidente, se le pide a la Escuela que compense las desigualdades sociales, ¡cómo si hubiera sido ella quien las creara!, y al pobre maestro se le exige una varita mágica para que sirva diversificadamente al memo y al superdotado (si es que no se declara al memo eufemísticamente inexistente), para que integre lo heterogéneo, que enseñe a todos y a ninguno.

Mientras tanto, los chicos ni siquiera se forman ya en la propia cultura, porque el progreso se representa como destrucción sistemática del folclore autóctono y su sustitución por los usos y costumbres anglosajones o norteamericanos, cuando no se identifica con la vuelta atávica al orgullo de casta, gregario y provinciano. 

En los medios audiovisuales la información les es presentada a los niños confundida con la publicidad, mediante el halago se desarrollan en ellos falsas expectativas, falsas necesidades, se estimulan en ellos deseos nada saludables y una conciencia ególatra disminuida, narcisista, todo ello con una perfección técnica extraordinaria que contrasta con la rusticidad manifiesta de los medios al alcance del profesor de la Enseñanza Pública. Los chavales saben apreciar la diferencia, y se vuelven hacia lo más fácil y placentero, y luego, ¡claro!, la escuela les aburre y fracasan en ella.

Las reformas políticas, ¿son efectivas?

Ya estamos perfectamente situados para comprender la necesidad de la Reforma (ya no sabemos cuántas van desde el siglo pasado). Desde luego, a nadie se le ocurre juzgar que el fracaso sea antes familiar y social, que escolar... Puesto que nos vemos impotentes para modificar la sociedad desde los valores culturales de la educación (de la Paideía clásica), modifiquemos la educación desde los intereses políticos y sociales. Las autoridades educativas se rasgan las vestiduras y asumen la culpa por los «enseñantes», reducidos como tales a desfavorecidos asalariados del Estado, a los que, por lo mismo, es difícil exigirles casi nada. 

Muchos sesudos teóricos de la pedagogía, dedicados «accidentalmente» a la política, quizá para no padecer la oscura consideración social del maestro o huyendo de los indisciplinados alumnos reales, elaboran entonces desde sus cómodos despachos hermosos manifiestos y programas llenos de innecesarios tecnicismos, barbarismos de moda y abstrusos fetiches demagógicos, con un lenguaje autorreferencial y cuidadosamente ambiguo. En la jerigonza oscurantista y vana con que ofenden la lengua de Cervantes y las reglas del buen gusto los presuntos-diseñadores-de-currículums abiertos y/o flexibles —cuya literatura ensucia como una plaga los anaqueles de los claustros con su pedantería fatua e infame, extraída de malas traducciones y refritos conductistas, estructuralistas, cognitivistas, y mañana «autorizada» no se por qué «-ismos» más—, hemos llegado a leer «inculturar» (sic) por cultivar.

A estos «estrategas» de las Reformas educativas —que han conseguido, al parecer, magníficos resultados educativos «inculturando» con avanzadas y altas tecnologías psicopedagógicas punta a alumnos virtuales, en el espacio no menos virtual de su imaginación (o en condiciones atípicas y bien subvencionadas), allí donde todo está tipificado y catalogado con cacofónicos neologismos de más de tres sílabas — les tiembla la voz cuando, entre iniciados, hablan del «currículum-secreto», sueñan con una peregrinación a los santos lugares en los que especularon Piaget o Vygotski, financiada por los contribuyentes, y suponen con ingenuidad conmovedora que el trato real y formativo con el alumno, del que sin pensarlo escapan, puede fundarse científicamente y es una técnica industrial y no un arte erótico. 

No cabe la menor duda de que los más brillantes se merecen un despachito en la facultad, en los centros de profesores, en las delegaciones, desde el cual puedan entretenerse jugando al ajedrez con «enseñantes» y «enseñandos» (negras y blancas), con el título de «metaprofesor» colgado en la pared, limpias las manos de tiza, en perpetuo año sabático.

Su posición, en el fondo, es la mar de castiza: le dicen al pobre lo que tiene que hacer mientras trabaja. Entre tanto, la violencia o la desidia va calando las mesas de las aulas.


La educación como industria rentable

Sus postmodernos planes de reforma son a su vez reformados a tal velocidad que resultan inatacables y escurridizos para la crítica juiciosa. En efecto, cuando uno pone el punto de mira en cualquiera de sus embarulladas proclamas y consigue al fin desentrañar su sentido, la pieza ha volado y son otros ya los igualmente proteicos programas con vigencia... ¡El imperio de lo efímero! Pero el tono general es claro: hay que hacer de la educación una industria científicamente fundada al coste mínimo. Disolvamos las materias fundamentales en optativas útiles, reduzcámoslas a "competencias", o empaquetémoslas en una música rock que los alumnos puedan escuchar complacidos o disfrutar en vídeos.

Convirtamos la escuela en una sala de juegos y a los alumnos, progresivamente, en ludópatas felices, en buenos consumidores y contribuyentes. Instruyámolos en las ideologías à la page (las del partido gobernante). Suprimamos los traumáticos exámenes, las pruebas de septiembre, los tochos de libros de texto y, sobre todo, los castigos. Enseñémosles la juventud a los jóvenes, o mejor dicho, «la idolatría de los valores juveniles», prolonguemos ese limbo de la niñez, ¡que no envejezcan, que no maduren! Tuteo generalizado. 

Nada de rigores académicos y abstracciones verbales. ¡Una imagen vale más que mil palabras!, sobre todo —como sabían tan bien los jerarcas medievales—, si uno quiere adoctrinar económicamente al pueblo. ¿No tiene la verdadera “cultura” —en sentido clásico, es decir basada en la lógica precisa de la palabra— el doble inconveniente de envejecer a los individuos, dotándoles de una memoria histórica que supera la de la propia biografía y el cálido establo, y de aislarles, condenándoles a decir «yo», es decir, a existir como personas diferenciadas? 

Mediante el ritmo a tope y la proliferación de imágenes se conjura esta doble maldición: se abole la memoria, se confisca la voluntad, el yo se disuelve en el joven consumidor de ocio pagado. ¿Cuál es el medio más barato para acabar con el fracaso escolar? ¡Promoción automática, aprobarlos a todos! ¡Van apañados!, porque luego el mercado de trabajo, o el bolsillo, la afinidad política o los másteres, decidirán quién sirve para cada cargo. ¡Hay que reformar la escuela!, para adaptarla a los valores de la «vida actual», al hedonismo grosero de los valores de cambio, al esteticismo estético del kitsch; para facilitar un rejuvenecimiento general, y ese triunfo de la función y el precio sobre el valor y el pensamiento.

De este modo, tal vez con la buena voluntad de querer darles lo que no hemos tenido, les escatimamos lo que sí nos enseñaron. ¡Tan difícil es hallar el justo medio!

Nota bene

Este artículo se publicó por primera vez en el papel de los Cuadernos de Pedagogía, nº 201, 1992. Pgs. 66-67. Lo he corregido y actualizado ligeramente.





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