Portada de la novela histórica de G. Núñez de Prado: Marat, Barcelona 1930. |
Kant no sólo fue un punto y aparte en la historia del pensamiento por su análisis de la sensibilidad y del conocimiento humano, al que puso límites, sino también por su pensamiento moral y su énfasis en el deber con la Humanidad. Se percató, por ejemplo, de la insolvencia y crueldad inútil de guerras y revoluciones. Supuesto el progreso de las armas de destrucción masiva y su creciente coste, no pueden ser ya instrumentos de progreso. Los recursos que los gobiernos destinan a la carrera de armamentos, se detraen de la educación, la sanidad, los servicios sociales... Además, la primera víctima de la guerra es siempre la verdad y su colega: la libertad de expresión.
La violencia es, ciertamente, el recurso de los incompetentes y –muchas veces- también de los impotentes. El fanatismo, tan asociado a la violencia, degrada en monstruo y embrutece a las personas, incluso al ciudadano más ejemplar, que acaba acorralado, desesperado como una fiera, en la jaula de sus creencias y de sus “principios sagrados”. La violencia acaba siendo siempre reaccionaria, impedimento de progreso.
Un ejemplo sobresaliente es el de Jean Paul Marat (1743-1793), científico reconocido por sus estudios de física, óptica y electricidad, médico reputado, filósofo admirador de Rousseau y Monstesquieu, que escribió una novela de amor en su juventud, luego convertido en publicista y demagogo en aras de la Revolución. A sus ideales republicanos, libertarios e igualitarios, a su compasión por los pobres, unió un profundo resentimiento por no ser acogido en la Academia de los sabios a causa de su origen humilde. Transmutado en agitador de masas, periodista incendiario, líder de los sans-culottes (sin-calzones, milicias de desarrapados), fue primero el Amigo del Pueblo para personificar luego la Ira del populacho y el instrumento político y ejecutivo del Terror. Marat organizó las masacres callejeras de 1792 y repartió descabezamientos a diestro y siniestro. Ultrajacobino del Club de Los Cordeleros, se enfrentó a la moderación de los demócratas Girondinos mandando ejecutar a decenas de ellos. Paradigma de la metamorfosis del pacifista ilustrado en terrorista de Estado.
Al final, murió acuchillado por una girondina, Charlotte Corday, en la bañera en que consolaba la dermatitis seborreica que le torturaba y donde, como un batracio, escribía sus apasionados panfletos y sus “listas negras”. Tras su muerte se le comparó con Jesucristo y se le levantaron monumentos, convertido en ídolo religioso de masas y precursor de la "sublime" figura revolucionaria del Che Guevara.
En su novela La Versallesca (Angels Fortune Editions, 2022), el joven novelista Juan Ribas Santisteban (Andújar, 1995) ha recreado los acontecimientos y dislates de aquella época convulsa en un elaborado estilo rococó adobado de retórica provenzal. Su protagonista, que es primera y tercera persona del relato, André Le Roy, es pupilo de Marat y lacayo de Robespierre, arrastrado por la tormenta de las circunstancias más que por convicciones patrióticas, incluso ejerce como escéptico e improvisado miembro del Tribunal revolucionario, sentenciando a muerte a una joven cuya culpabilidad desconoce.
La novela de Juan Rivas cuenta con interesantes reflexiones, lo cual es perfectamente adecuado siendo su escenario histórico la época de Les philosophes. Y, como escribe: “Incluso entre aquellos más leídos y bienintencionados florecen los malos sentimientos, a menudo provocados por un comentario o acción que desafía las ideas propias”. Es el resentimiento de los que se creen en posesión de la Razón y la Verdad. Y fue en nombre de la diosa Razón que se cometieron todo tipo de atrocidades y desmanes durante aquellos años. Venganzas e imposiciones justificadas con razones alevosas.
Rivas narra la curiosa pretensión de Robespierre de sustituir al Cristo por la diosa Razón y al cristianismo por un culto deísta con ritual civil-religioso. Curiosamente, fue un republicano de origen español, Antoine-François Momoro (1756-1794), afín a Robespierre y que se autotituló “Primer impresor de la libertad”, quien promovió este culto a la Razón vistiendo de diosa a su mujer, la bella Sophie Fournier, y fue Momoro el ideólogo de la divisa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Ni a él ni a Robespierre les sirvió de nada este alarde metafísico ni su adoración a la diosa Razón, pues ambos acabaron descabezados en la guillotina, haciendo buena la frase del segundo: “el Terror es la fuerza de la República”. Fue un 10 de Termidor (28 de julio de 1794) cuando Robespierre, El Incorruptible, considerado ya otro tirano como Luis Capeto, fue proscrito y guillotinado sin juicio previo. Sus restos fueron arrojados a una fosa común. El mismo año fue descabezado Momoro con los Herbetistas (exagerados extremistas revolucionarios, anticristianos y partidarios de la guerra).
A pesar del prestigio de la Revolución Francesa, conviene recordar que ni siquiera acabó con el Antiguo Régimen estamental, a pesar de sus matanzas. Pero “los fenómenos menos inteligentes son los más ruidosos” y la libertad tiene fácil nombre, pero nunca llega (J. Rivas). Miles de señores y señoras gastaron o reinvirtieron sus capitales, exiliados en Londres o en otras capitales europeas.
Un ejemplo sobresaliente es el de Jean Paul Marat (1743-1793), científico reconocido por sus estudios de física, óptica y electricidad, médico reputado, filósofo admirador de Rousseau y Monstesquieu, que escribió una novela de amor en su juventud, luego convertido en publicista y demagogo en aras de la Revolución. A sus ideales republicanos, libertarios e igualitarios, a su compasión por los pobres, unió un profundo resentimiento por no ser acogido en la Academia de los sabios a causa de su origen humilde. Transmutado en agitador de masas, periodista incendiario, líder de los sans-culottes (sin-calzones, milicias de desarrapados), fue primero el Amigo del Pueblo para personificar luego la Ira del populacho y el instrumento político y ejecutivo del Terror. Marat organizó las masacres callejeras de 1792 y repartió descabezamientos a diestro y siniestro. Ultrajacobino del Club de Los Cordeleros, se enfrentó a la moderación de los demócratas Girondinos mandando ejecutar a decenas de ellos. Paradigma de la metamorfosis del pacifista ilustrado en terrorista de Estado.
Al final, murió acuchillado por una girondina, Charlotte Corday, en la bañera en que consolaba la dermatitis seborreica que le torturaba y donde, como un batracio, escribía sus apasionados panfletos y sus “listas negras”. Tras su muerte se le comparó con Jesucristo y se le levantaron monumentos, convertido en ídolo religioso de masas y precursor de la "sublime" figura revolucionaria del Che Guevara.
En su novela La Versallesca (Angels Fortune Editions, 2022), el joven novelista Juan Ribas Santisteban (Andújar, 1995) ha recreado los acontecimientos y dislates de aquella época convulsa en un elaborado estilo rococó adobado de retórica provenzal. Su protagonista, que es primera y tercera persona del relato, André Le Roy, es pupilo de Marat y lacayo de Robespierre, arrastrado por la tormenta de las circunstancias más que por convicciones patrióticas, incluso ejerce como escéptico e improvisado miembro del Tribunal revolucionario, sentenciando a muerte a una joven cuya culpabilidad desconoce.
La novela de Juan Rivas cuenta con interesantes reflexiones, lo cual es perfectamente adecuado siendo su escenario histórico la época de Les philosophes. Y, como escribe: “Incluso entre aquellos más leídos y bienintencionados florecen los malos sentimientos, a menudo provocados por un comentario o acción que desafía las ideas propias”. Es el resentimiento de los que se creen en posesión de la Razón y la Verdad. Y fue en nombre de la diosa Razón que se cometieron todo tipo de atrocidades y desmanes durante aquellos años. Venganzas e imposiciones justificadas con razones alevosas.
Rivas narra la curiosa pretensión de Robespierre de sustituir al Cristo por la diosa Razón y al cristianismo por un culto deísta con ritual civil-religioso. Curiosamente, fue un republicano de origen español, Antoine-François Momoro (1756-1794), afín a Robespierre y que se autotituló “Primer impresor de la libertad”, quien promovió este culto a la Razón vistiendo de diosa a su mujer, la bella Sophie Fournier, y fue Momoro el ideólogo de la divisa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Ni a él ni a Robespierre les sirvió de nada este alarde metafísico ni su adoración a la diosa Razón, pues ambos acabaron descabezados en la guillotina, haciendo buena la frase del segundo: “el Terror es la fuerza de la República”. Fue un 10 de Termidor (28 de julio de 1794) cuando Robespierre, El Incorruptible, considerado ya otro tirano como Luis Capeto, fue proscrito y guillotinado sin juicio previo. Sus restos fueron arrojados a una fosa común. El mismo año fue descabezado Momoro con los Herbetistas (exagerados extremistas revolucionarios, anticristianos y partidarios de la guerra).
A pesar del prestigio de la Revolución Francesa, conviene recordar que ni siquiera acabó con el Antiguo Régimen estamental, a pesar de sus matanzas. Pero “los fenómenos menos inteligentes son los más ruidosos” y la libertad tiene fácil nombre, pero nunca llega (J. Rivas). Miles de señores y señoras gastaron o reinvirtieron sus capitales, exiliados en Londres o en otras capitales europeas.
La mayoría de historiadores y filósofos de la historia coinciden en defender como mejores mecanismos e instrumentos de progreso más eficientes –y menos criminales- los procesos sucesivos de reformas (tal y como se dieron en Inglaterra), antes que ese caos en que acaban pagando justos por pecadores y los malos aprovechan el río revuelto para satisfacer sus peores pasiones. La revolución devora a sus élites y asesina a sus trotskys sin conseguir ni la libertad ni la igualdad que pretendía, sino con frecuencia todo lo contrario. Se le da la vuelta a la tortilla, sí, pero –como decía con cinismo la marquesa- los mismos siguen haciendo de patata y una nueva aristocracia, de sotana, toga, uniforme o partido, sustituye enseguida a la anterior, más feroz si cabe, porque es cierta la recomendación de “no sirvas a quien sirvió, ni mandes al que mandó”. Como dejó escrito Octavio Paz:
"La degeneración de la revolución, como se ve en los modernos movimientos revolucionarios, todos ellos sin excepción transformados en cesarismos burocráticos y en idolatría institucional al Jefe y al Sistema, equivale a la descomposición de la sociedad, que deja de ser un concierto plural, una composición en el sentido propio de la palabra, para pretificarse en la máscara del Uno" (El Mono Gramático, 16).
Kant, que había leído con fervor a Rousseau y se había ilusionado con los primeros acontecimientos de la Revolución (uno de esos asaltos liberó a Sade de su mazmorra), tuvo que desilusionarse con sus efectos, a la vista de las tenebrosas oleadas de terror guillotinesco, del que fueron también víctimas sus más señalados e ilustrados caudillos, caso del sabio Marat o del Incorruptible Robespierre.
La violencia ejerce una atracción fatal, como la que atrae a una polilla hacia la luz de un farol hasta que en su llama acaba pereciendo. Claro que esto importaba y asustaba poco o nada a un amigo del hermano de Robespierre, un tal Bonaparte, sospechoso de jacobino, pero cuyos méritos militares le valieron el beneplácito de los conservadores… “Era un déspota con demasiadas ambiciones, enfermedad común de los militares que leían habitualmente” –escribe Juan Rivas Santisteban en uno de los capítulos finales de su interesante, original, orwelliana y onírica novela.
Para un viaje así -me refiero al de la revolución de 1789-, no hubieran hecho falta tantas mochilas repletas de odios, envidias y resentimientos. No es que el sentido común sea el menos común de los sentidos, sino que a veces es también el más frágil. Es previsora la observación de Le Roy en el relato de Rivas:
“Cosa natural y de la lógica es que cuanta más gente concuerde en algo, menos inteligente sea la idea que abanderan. Esto es una real obviedad, pues son las ideas de menor complejidad aquellas que todos pueden entender bien, identificándose con ellas. Además, una persona tiene para sí misma mucho más tiempo del que disponen los rebeldes que agitan a las masas, enarbolando los corazones con palabras de grandeza” (La Versallesca, cap. X).
Del autor:
https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario