domingo, 7 de noviembre de 2021

LA DIFERENCIA HUMANA

En El origen del hombre (1871) Darwin dejó escrito que no hay “ninguna diferencia fundamental entre los mamíferos superiores en sus facultades mentales”. Son ya pocos los antropólogos y filósofos que abren un “abismo ontológico” entre la mente humana y la mente animal. No obstante, si las diferencias entre la inteligencia animal y la humana son de grado y ninguna de ellas es absoluta, lo cierto es que las diferencias de comportamiento entre los animales más parecidos a nosotros, los primates, y las costumbres humanas, son extraordinarias, aunque sólo sea por el hecho de que trabajamos y nos vestimos y que con nuestras capacidades y actuaciones ponemos en riesgo la propia supervivencia de la inteligencia en el planeta Tierra, con opción de provocar intencionalmente la extinción de nuestros parientes, o su conservación.

Entre el despiojamiento mutuo de los bonobos y el imperativo categórico kantiano, entre el canto del ruiseñor y una sinfonía de Mozart, entre las selvas y los trenes de alta velocidad, puede que no haya un “abismo ontológico”, pero sin duda hay una gran distancia de complejidad y sentido. Si la racionalidad ha dejado de ser una característica específicamente humana, bien porque hay racionalidad e inteligencia (al menos inconscia), en las acciones de los animales e incluso en los movimientos de hongos y plantas, bien porque el hombre no es tan racional como presume, entonces hemos de buscar otras características y propiedades que expliquen las diferencias entre la complicada vida civil de una gran urbe y la férrea y reiterada organización de un hormiguero o de una colmena.


Antonio Diéguez Lucena resume con claridad[1], manejando una abundante y actualizada bibliografía, lo que podemos identificar como peculiar de la inteligencia y del conocimiento humano. La distinción no se plantea hoy únicamente en relación con la inteligencia animal, sino también con la inteligencia artificial creada por los humanos…

1. Consciencia. Los seres humanos no sólo saben, sino que saben que saben (y además pueden usar su saber para distintos propósitos). Es decir, podemos convertir nuestros procesos mentales en objetos del pensamiento. Puede que un chimpancé aplique la lógica para decidir que cañas ensambla a fin de alcanzar un plátano que desea, pero no existen tratados de lógica concebidos o escritos por Chimpancés.

Somos conscientes de lo que hacemos y también de nosotros mismos; no siempre, desde luego, porque dormimos durante un tercio de nuestra vida y porque nuestra consciencia vigilante también admite grados. Es posible que este reconocimiento de la mismidad o de la identidad personal en el espejo, no nos sea exclusiva, pues parece que se da cierto grado de autoconsciencia elemental, primaria, corporal, en chimpancés, orangutanes, delfines… Ni siquiera cabe descartar del todo a loros y córvidos, aves listísimas. Sin embargo, dicha autoconsciencia animal no supone desde luego un relato biográfico, más allá del reconocimiento inmediato de una identidad individual presente, asociada a la imagen física del cuerpo.

Cópula de chinches de escudo dándose la espalda


2. El lenguaje humano, doblemente articulado, relativamente “arbitrario” (lo que explica que haya muchas lenguas distintas), no sólo incluye funciones expresivas de sentimientos y emociones presentes, como en muchas aves, mamíferos y hasta artrópodos, más la función conativa o apelativa, que permite imperar, ordenar jerárquicamente o coordinar el comportamiento con otros semejantes en labores productivas, sino que añade una tercera función (la más moderna) representativa o descriptiva, que hace posible decir y pensar lo que las cosas son o parecen ser, con independencia de cómo nos afectan. Y esta función está ausente en los lenguajes animales. En realidad, el lenguaje humano es maravillosamente pluri-funcional, aunque podamos reducir la infinidad de sus sutiles servicios a estas tres ya clásicas de K. Bühler, que podemos también llamar función emotiva, función imperativa y función lógica. A estas tres, Popper añadió la función argumentativa, también ausente en los otros animales.

En cuanto al lenguaje, o los lenguajes, parece que no es sólo la complejidad de nuestra sintaxis lo que nos aparta de las bestias, sino también su pragmática y su semántica, es decir, no sólo su estructura flexible y productiva, sino también la plasticidad de sus usos y la posibilidad de su empleo simbólico, metafórico, figurativo, poético, religioso... El sofisticado lenguaje de las abejas no ha cambiado en milenios. Los lenguajes humanos están vivos, evolucionan históricamente, en razón de sus necesidades de funcionamiento y de la economía en su implementación. Las denotaciones y connotaciones de los términos cambian; los conceptos, también. Los escolásticos cuajaron la triple dimensión del signo en el aforismo: “Vox significat mediantibus conceptibus”. 

El lenguaje humano consiente además un uso recursivo, metalingüístico, esto es, podemos usar el lenguaje para referir a su funcionamiento, precisarlo, mejorarlo, analizarlo críticamente. Podemos cuestionar su valor, expresivo, argumental, su referencia lógica y hasta poner en duda su fuerza conativa. Con el lenguaje con que pensamos se pueden hacer infinidad de cosas.

El aprendizaje cultural del lenguaje, su transmisión a través de las generaciones, hace más complejo el pensamiento humano. Gracias a ello, sólo los humanos pueden prever el resultado de sus acciones a medio y largo plazo, valorarlas antes, durante y después de ejecutarlas, e inhibir sus impulsos instintivos (“muñones de instintos”, decía Ortega) pudiendo así elegir entre conductas alternativas, natural fundamento este de la libertad. Por esto nos pertenecerían en exclusiva el sentido de la responsabilidad, del deber, por esa capacidad de renunciar a una satisfacción o placer inmediato en aras de un fin ulterior que creemos más valioso, el hombre –decía Max Scheler- es un “animal ascético” (Max Scheler).

3. Ética. Por supuesto no sería legítimo deducir de aquí que las leyes morales nos hayan caído del Cielo. Es evidente que el comportamiento altruista se da en otras especies, y hasta el comportamiento “heroico”, en la hormiga estéril que se sacrifica por el bien de su hormiguero. La misma simpatía o empatía en la que señalados filósofos ilustrados fundaron el sentimiento o criterio de lo correcto, no es un bien exclusivo del humano. Un experimento con monos Rhesus mostró que estos se abstenían de tirar de una cadena que les suministraba alimento porque al mismo tiempo que se suministraba una descarga eléctrica dolorosa a un colega de la jaula próxima. Sintieron lástima del pariente, pero sólo fueron capaces de pasar hambre durante unos días. Los sentimientos altruistas pueden explicarse por la matemática de la lucha por la vida y su reproducción, con sólo aceptar la presión selectiva en favor de grupos de cooperadores, que crecerían mejor, frente a grupos mal ensamblados de individuos egoístas, cuyos genes se replicarían peor. La evolución habría favorecido a los genes responsables del comportamiento altruista.

En algún momento, el impulso se independizó de su función biológica. Es el caso del cazador que caza por deporte o por placer, y no por el consumo de su presa. El comportamiento moral está arraigado en nuestra naturaleza. Todo cuanto hacemos tiene una raíz natural, terrenal, homo = humus, pero la naturaleza en sí no es ni buena ni mala en sentido ético. Otra cosa parece pensar Javier Echeverría cuando en su interesante Ciencia del bien y del mal (Herder, 2007) restaura cierrto "iusnaturalismo", como axiología de valores, desde una perspectiva naturalista que distingue males y bienes, sobre todo males, que afectan a vegetales, animales y humanos.

Nuestra tendencia a tratar bien a los demás gana fuerza “por naturaleza” en la proximidad de lo similar, del pariente o el amigo, y la pierde en la lejanía del extraño o del enemigo. Hoy, sin embargo, no admitiríamos una ética que identificara lo bueno con la capacidad de hacer el bien al prójimo y el mal al enemigo, según el principio natural de benevolencia limitada descrito por David Hume. Se ha dicho con razón que el principio del toma y daca, quid pro quo, yo te acicalo tú me acicalas, te dejo en paz para que no me fastidies, etc., no son más que estrategias sociales del egoísmo inteligente. Aún Fernando Savater –si no recuerdo mal- defendió una ética de mínimos desarrollada a partir de este principio elemental de reciprocidad.

Pero la moral reflexiva, la ética, es otra cosa. Es la idea o el ideal de la excelencia (areté) como esfuerzo por mejorarse a uno mismo. Una ambición así, divinizadora, brilla por su ausencia incluso en los animales superiores. Estos, desde luego, pueden tener carácter (y no sólo temperamento) y hasta desplegar vicios y virtudes (especialmente los domésticos), pero sólo el ser humano puede esforzarse por ser mejor (Popper).

4. Parece ser que lo que más claramente nos diferencia de otros animales es la posesión de una teoría de la mente, entendemos por “teoría de la mente” una visión del alma del otro animal, humano o no humano, una especie de “comunión de las almas”, por usar un lenguaje menos cientifista. Sobre esto son muy interesantes las reflexiones de Douglas Hofstadter en Yo soy un extraño bucle. Que poseemos una teoría de la mente significa que tenemos la capacidad de atribuir a otros organismos vivos estados mentales e intenciones, creencias, propósitos, deseos… Sin que siquiera me lo cuentes, “sé lo que estás pensando”. Gracias a esta potestad podemos predecir e interpretar la conducta de otros individuos y de otros animales. Esto es el extraordinario poder de leer la mente ajena, algo que adquirimos hacia los cuatro años y puede que antes, algo que los autistas lamentablemente no pueden hacer. La mayoría de los niños de esa edad ya pueden reconocer que otros individuos tienen creencias falsas, por ejemplo, que piensan erróneamente que la abuela está en casa cuando ha salido.

Es cierto que los chimpancés participan elementalmente de esta habilidad y son capaces de engañar a otros congéneres, pero es dudoso que sean capaces de atribuir falsas creencias a otros individuos. Pueden entender que otro chimpancé desconozca algo, pero no que crea algo falso. Dicho de otro modo:

“todo indica que los primates no humanos no entienden a los otros como seres intencionales. Entienden claramente a los otros como seres animados que auto-generan conducta y se comportan de ciertas formas predecibles. Pero no parecen entender a sus con-específicos como agentes intencionales como ellos mismos, que experimentan el mundo de forma similar a la de ellos mismos” (Michael Tomasello, 2000) [2].

5. Una cuestión muy discutida hoy es la de si podemos atribuir cultura a otros animales, o sea comunicación simbólica y tecnología… Lo dudo. Lo dice con rotundidad A. Brooks, director del laboratorio de Inteligencia Artificial en el famoso Instituto de Tecnología de Massachussetts: “Lo que separa al hombre del animal es la sintaxis y la tecnología”[3]. Que ciertos primates sean capaces de avisarse ante un enemigo distinguiendo si viene por aire o por tierra, si es ave de presa o serpiente, que se sirvan de varillas para cazar termitas o de palos para amenazarse, de piedras para cascar nueces, o que laven las batatas que luego devoran puede ser considerado “tecnología” y “cultura”, siempre y cuando reduzcamos pasmosamente el significado de estas palabras. Ninguna otra especie ha podido dominar el fuego. En todo caso podríamos hablar de cultura rudimentaria o de proto-cultura, por amabilidad con los etólogos. Pero eso no es comparable ni de lejos con el universo de ciudades, naves espaciales, obras de arte y artefactos creados por el hombre, ni con la remodelación del espacio-tiempo del planeta que ha provocado su acción en los últimos diez mil años.

La diferencia es histórica, quiero decir que la cultura humana es acumulativa en el tiempo, progresiva, de su evolución somos en parte responsables. Los animales evolucionan, pero carecen de historia, viven pero carecen de biografía. Los chimpancés no son capaces de planificar más que unas horas hacia el futuro. Tienen también buena memoria, pero nada hay en ellos que indique la capacidad de usar voluntariamente sus recuerdos sin una fuerte motivación presente. Los animales son presentistas, viven en una especie de eterno presente, mientras que nosotros durante la vigilia nos movemos constantemente en un tiempo tridimensional, compuesto de pasado, presente y futuro. Los animales tampoco tienen una idea cabal de la muerte ni rinden tributo a los muertos. Puede que esta conciencia de la muerte sea precisamente el estímulo principal y sobrenatural de la creación cultural, tanto tecnológica como artística, pues queremos vivir bien y siempre. Savater se ha referido a la cultura como una vasta conjura contra la muerte.

El hombre, gracias a su condición ingenieril, artística y tecnológica habita lo sobrenatural de un mundo fabricado por él mismo, por el homo faber. No esperamos que nuestros genes se adapten a un medio cambiante, a una glaciación por ejemplo, sino que adaptamos el medio a nuestras necesidades, a nuestros gustos, e incluso a nuestros caprichos más extravagantes. Ya Ortega y Gasset señaló (La Meditación de la técnica, 1939) que sin la técnica no hubiera sucedido el proceso de hominización. El animal humano construye una sobre-naturaleza, incluso en sí mismo, transmutando el temperamento heredado en carácter en parte elegido, personalidad inalienable y única, y en esa transformación halla satisfacción y bienestar en mitad de una naturaleza que se le presentó hostil. En medio de ese intermundo técnico es donde crece y crea.

La creación de la cultura no es una proeza completamente voluntaria. Es precisamente nuestra precariedad natural, nuestra indefensión estructural, el largo periodo de inmadurez plástica (neotenia) lo que nos ha obligado y nos ha permitido aprender, protegernos y armarnos. A partir de un relativo dominio del medio, cada vez mayor, hemos desarrollado necesidades nuevas, lujosas, superfluas, ultra-biológicas: teatro, ciencia, música, diversión, lectura, turismo… Nada similar hallamos en los animales, por listos que sean alimentándose y reproduciéndose. Puede que para los animales, adaptarse, alimentarse y reproducirse sea el valor supremo; para los hombres, no. "No sólo de pan vive el hombre".

Probablemente, más que la inteligencia, sean las facultades representativas del hombre, memoria e imaginación, hermanas siamesas, su extraordinario poder y capacidad creadora, lo que nos distinga del resto de los animales. Ellas son las responsables principales del uso específicamente humano de los símbolos, tanto lingüísticos como icónicos, que no sólo refieren al exterior, sino también al interior del alma, a lo que sucede en la mente.

6. A esta relación de diferencias, ¡Man is different!, se podrían sumar otras: el bipedismo, el desarrollo del neocórtex, el llanto y la risa, la liberación de las manos, la consciencia del dolor y del sufrimiento, la capacidad de matar por diversión, la crueldad, la vergüenza, la guerra, la religión, el arte, la capacidad de actuar motivado por razones, la preocupación por el destino y la curiosidad por los orígenes, la aptitud para concebir un proyecto vital, para planificar los detalles de nuestra suerte, o la búsqueda filosófica de sentido, pues somos "el animal filósofo". Como dice Echeverría "Eva fue la primera filósofa", comió de la fruta prohibida por puro deseo de saber, prefirió el conocimiento a la sumisión (op. cit.). El proceso de hominización fue sin duda multifactorial. Javier Echeverría lo expresa muy bien: 

"Ni la posición erguida, ni el aumento del tamaño del cerebro, ni la articulación prensil del dedo pulgar, ni siquiera la aparición del lenguaje articulado, niunguna de estas posibles causas explica por sí sola la transformación del chimpancé en Homo sapiens" (op. cit. pg, 126).

La etología ha demostrado que otros animales también ríen o expresan con el rabo su alegría. Las hormigas se hacen la guerra y existen otros animales que matan por placer. No se trata de rebajar las habilidades humanas para animalizarlas, ni de sublimar las animales para humanizarlas como en las prosopopeyas de las fábulas, sino de aceptar que compartimos con los animales muchas habilidades cognitivas y sociales. El hombre, mujer o varón, es diferente, pero no tanto. A fin de cuentas todos procedemos del mismo huevo misterioso y manifestamos el mismo inexplicado conatus vital. Por eso, coincidimos con Antonio Diéguez Lucena cuando afirma:

“Las diferencias entre los animales y los seres humanos son innegables, y en algunos aspectos, como el lenguaje, muy marcadas, pero por sí solas no dan para trazar una frontera absoluta”.

Un pensamiento que ligue lo que somos por naturaleza con nuestras ambiciones emancipadoras, sobrenaturales, me parece tan útil como necesario, pero sálvese por piedad la diferencia y, con ella, el humanismo.

[1] Véanse las siguientes notas.

[2] Citado por Antonio Diéguez Lucena en La evolución del conocimiento. De la mente animal a la mente humana. Biblioteca Nueva, Madrid 2011, pg. 124.

[3] Ibidem, pg. 126.


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