Entre el despiojamiento mutuo de los bonobos y el imperativo
categórico kantiano, entre el canto del ruiseñor y una sinfonía de Mozart, entre
las selvas y los trenes de alta velocidad, puede que no haya un “abismo
ontológico”, pero sin duda hay una gran distancia de complejidad y sentido. Si
la racionalidad ha dejado de ser una característica específicamente humana, bien
porque hay racionalidad e inteligencia (al menos inconscia), en las acciones de
los animales e incluso en los movimientos de hongos y plantas, bien porque el
hombre no es tan racional como presume, entonces hemos de buscar otras
características y propiedades que expliquen las diferencias entre la complicada
vida civil de una gran urbe y la férrea y reiterada organización de un
hormiguero o de una colmena.
Antonio Diéguez Lucena resume con claridad[1],
manejando una abundante y actualizada bibliografía, lo que podemos identificar
como peculiar de la inteligencia y del conocimiento humano. La distinción no se
plantea hoy únicamente en relación con la inteligencia animal, sino también con
la inteligencia artificial creada por los humanos…
1. Consciencia. Los seres humanos no sólo saben, sino que
saben que saben (y además pueden usar su saber para distintos propósitos). Es
decir, podemos convertir nuestros procesos mentales en objetos del pensamiento.
Puede que un chimpancé aplique la lógica para decidir que cañas ensambla a fin
de alcanzar un plátano que desea, pero no existen tratados de lógica concebidos
o escritos por Chimpancés.
Somos conscientes de lo que hacemos y también de nosotros
mismos; no siempre, desde luego, porque dormimos durante un tercio de nuestra
vida y porque nuestra consciencia vigilante también admite grados. Es posible
que este reconocimiento de la mismidad o de la identidad personal en el espejo,
no nos sea exclusiva, pues parece que se da cierto grado de autoconsciencia
elemental, primaria, corporal, en chimpancés, orangutanes, delfines… Ni
siquiera cabe descartar del todo a loros y córvidos, aves listísimas. Sin
embargo, dicha autoconsciencia animal no supone desde luego un relato biográfico, más allá del
reconocimiento inmediato de una identidad individual presente, asociada a la
imagen física del cuerpo.
Cópula de chinches de escudo dándose la espalda |
2. El lenguaje humano, doblemente articulado, relativamente “arbitrario”
(lo que explica que haya muchas lenguas distintas), no sólo incluye funciones
expresivas de sentimientos y emociones presentes, como en muchas aves,
mamíferos y hasta artrópodos, más la función conativa o apelativa, que permite
imperar, ordenar jerárquicamente o coordinar el comportamiento con otros
semejantes en labores productivas, sino que añade una tercera función (la más
moderna) representativa o descriptiva, que hace posible decir y pensar lo que
las cosas son o parecen ser, con independencia de cómo nos afectan. Y esta
función está ausente en los lenguajes animales. En realidad, el lenguaje humano
es maravillosamente pluri-funcional, aunque podamos reducir la infinidad de sus
sutiles servicios a estas tres ya clásicas de K. Bühler, que podemos también
llamar función emotiva, función imperativa
y función lógica. A estas tres, Popper añadió la función argumentativa, también ausente en los otros animales.
En cuanto al lenguaje, o los lenguajes, parece que no es sólo la complejidad de nuestra sintaxis lo que nos aparta de las bestias, sino también su pragmática y su semántica, es decir, no sólo su estructura flexible y productiva, sino también la plasticidad de sus usos y la posibilidad de su empleo simbólico, metafórico, figurativo, poético, religioso... El sofisticado lenguaje de las abejas no ha cambiado en milenios. Los lenguajes humanos están vivos, evolucionan históricamente, en razón de sus necesidades de funcionamiento y de la economía en su implementación. Las denotaciones y connotaciones de los términos cambian; los conceptos, también. Los escolásticos cuajaron la triple dimensión del signo en el aforismo: “Vox significat mediantibus conceptibus”.
El lenguaje humano consiente además un uso recursivo,
metalingüístico, esto es, podemos usar el lenguaje para referir a su
funcionamiento, precisarlo, mejorarlo, analizarlo críticamente. Podemos
cuestionar su valor, expresivo, argumental, su referencia lógica y hasta poner
en duda su fuerza conativa. Con el lenguaje con que pensamos se pueden hacer
infinidad de cosas.
El aprendizaje cultural del lenguaje, su transmisión a
través de las generaciones, hace más complejo el pensamiento humano. Gracias a
ello, sólo los humanos pueden prever el resultado de sus acciones a medio y
largo plazo, valorarlas antes, durante y después de ejecutarlas, e inhibir sus
impulsos instintivos (“muñones de instintos”, decía Ortega) pudiendo así elegir
entre conductas alternativas, natural fundamento este de la libertad. Por esto
nos pertenecerían en exclusiva el sentido de la responsabilidad, del deber, por
esa capacidad de renunciar a una satisfacción o placer inmediato en aras de un
fin ulterior que creemos más valioso, el hombre –decía Max Scheler- es un “animal
ascético” (Max Scheler).
3. Ética. Por supuesto no sería legítimo deducir de aquí que las leyes
morales nos hayan caído del Cielo. Es evidente que el comportamiento altruista
se da en otras especies, y hasta el comportamiento “heroico”, en la hormiga
estéril que se sacrifica por el bien de su hormiguero. La misma simpatía o
empatía en la que señalados filósofos ilustrados fundaron el sentimiento o
criterio de lo correcto, no es un bien exclusivo del humano. Un experimento con
monos Rhesus mostró que estos se abstenían de tirar de una cadena que les
suministraba alimento porque al mismo tiempo que se suministraba una descarga
eléctrica dolorosa a un colega de la jaula próxima. Sintieron lástima del
pariente, pero sólo fueron capaces de pasar hambre durante unos días. Los
sentimientos altruistas pueden explicarse por la matemática de la lucha por la
vida y su reproducción, con sólo aceptar la presión selectiva en favor de
grupos de cooperadores, que crecerían mejor, frente a grupos mal ensamblados de
individuos egoístas, cuyos genes se replicarían peor. La evolución habría
favorecido a los genes responsables del comportamiento altruista.
En algún momento, el impulso se independizó de su función
biológica. Es el caso del cazador que caza por deporte o por placer, y no por
el consumo de su presa. El comportamiento moral está arraigado en nuestra
naturaleza. Todo cuanto hacemos tiene una raíz natural, terrenal, homo = humus,
pero la naturaleza en sí no es ni buena ni mala en sentido ético. Otra cosa
parece pensar Javier Echeverría cuando en su interesante Ciencia del bien y del
mal (Herder, 2007) restaura cierrto "iusnaturalismo", como axiología de valores, desde una
perspectiva naturalista que distingue males y bienes, sobre todo males, que
afectan a vegetales, animales y humanos.
Nuestra tendencia a tratar bien a los demás gana fuerza “por
naturaleza” en la proximidad de lo similar, del pariente o el amigo, y la
pierde en la lejanía del extraño o del enemigo. Hoy, sin embargo, no
admitiríamos una ética que identificara lo bueno con la capacidad de hacer el
bien al prójimo y el mal al enemigo, según el principio natural de benevolencia
limitada descrito por David Hume. Se ha dicho con razón que el principio del
toma y daca, quid pro quo, yo te acicalo tú me acicalas, te dejo en paz para
que no me fastidies, etc., no son más que estrategias sociales del egoísmo inteligente.
Aún Fernando Savater –si no recuerdo mal- defendió una ética de mínimos
desarrollada a partir de este principio elemental de reciprocidad.
Pero la moral reflexiva, la ética, es otra cosa. Es la idea o el ideal
de la excelencia (areté) como esfuerzo por mejorarse a uno mismo. Una ambición
así, divinizadora, brilla por su ausencia incluso en los animales superiores.
Estos, desde luego, pueden tener carácter (y no sólo temperamento) y hasta
desplegar vicios y virtudes (especialmente los domésticos), pero sólo el ser
humano puede esforzarse por ser mejor (Popper).
4. Parece ser que lo que más claramente nos diferencia de
otros animales es la posesión de una teoría de la mente, entendemos por “teoría
de la mente” una visión del alma del otro animal, humano o no humano, una
especie de “comunión de las almas”, por usar un lenguaje menos cientifista.
Sobre esto son muy interesantes las reflexiones de Douglas Hofstadter en Yo soy un
extraño bucle. Que poseemos una teoría de la mente significa que tenemos la
capacidad de atribuir a otros organismos vivos estados mentales e intenciones,
creencias, propósitos, deseos… Sin que siquiera me lo cuentes, “sé lo que estás
pensando”. Gracias a esta potestad podemos predecir e interpretar la conducta
de otros individuos y de otros animales. Esto es el extraordinario poder de
leer la mente ajena, algo que adquirimos hacia los cuatro años y puede que
antes, algo que los autistas lamentablemente no pueden hacer. La mayoría de los
niños de esa edad ya pueden reconocer que otros individuos tienen creencias
falsas, por ejemplo, que piensan erróneamente que la abuela está en casa cuando
ha salido.
Es cierto que los chimpancés participan elementalmente de
esta habilidad y son capaces de engañar a otros congéneres, pero es dudoso que
sean capaces de atribuir falsas creencias a otros individuos. Pueden entender
que otro chimpancé desconozca algo, pero no que crea algo falso. Dicho de otro
modo:
“todo indica que los primates no humanos no entienden a los otros como seres intencionales. Entienden claramente a los otros como seres animados que auto-generan conducta y se comportan de ciertas formas predecibles. Pero no parecen entender a sus con-específicos como agentes intencionales como ellos mismos, que experimentan el mundo de forma similar a la de ellos mismos” (Michael Tomasello, 2000) [2].
5. Una cuestión muy discutida hoy es la de si podemos
atribuir cultura a otros animales, o sea comunicación simbólica y tecnología…
Lo dudo. Lo dice con rotundidad A. Brooks, director del laboratorio de
Inteligencia Artificial en el famoso Instituto de Tecnología de Massachussetts:
“Lo que separa al hombre del animal es la sintaxis y la tecnología”[3].
Que ciertos primates sean capaces de avisarse ante un enemigo distinguiendo si viene por aire o por tierra, si es ave de presa o serpiente, que se sirvan de
varillas para cazar termitas o de palos para amenazarse, de piedras para cascar
nueces, o que laven las batatas que luego devoran puede ser considerado “tecnología”
y “cultura”, siempre y cuando reduzcamos pasmosamente el significado de estas
palabras. Ninguna otra especie ha podido dominar el fuego. En todo caso
podríamos hablar de cultura rudimentaria o de proto-cultura, por amabilidad con
los etólogos. Pero eso no es comparable ni de lejos con el universo de ciudades,
naves espaciales, obras de arte y artefactos creados por el hombre, ni con la
remodelación del espacio-tiempo del planeta que ha provocado su acción en los
últimos diez mil años.
La diferencia es histórica, quiero decir que la cultura
humana es acumulativa en el tiempo, progresiva, de su evolución somos en parte responsables. Los animales evolucionan, pero carecen de historia, viven pero carecen de biografía. Los chimpancés no son capaces de planificar más que unas horas hacia el futuro.
Tienen también buena memoria, pero nada hay en ellos que indique la capacidad
de usar voluntariamente sus recuerdos sin una fuerte motivación presente. Los
animales son presentistas, viven en una especie de eterno presente, mientras
que nosotros durante la vigilia nos movemos constantemente en un tiempo
tridimensional, compuesto de pasado, presente y futuro. Los animales tampoco
tienen una idea cabal de la muerte ni rinden tributo a los muertos. Puede que
esta conciencia de la muerte sea precisamente el estímulo principal y
sobrenatural de la creación cultural, tanto tecnológica como artística, pues
queremos vivir bien y siempre. Savater se ha referido a la cultura como una vasta
conjura contra la muerte.
El hombre, gracias a su condición ingenieril, artística y
tecnológica habita lo sobrenatural de un mundo fabricado por él mismo, por el
homo faber. No esperamos que nuestros genes se adapten a un medio cambiante, a
una glaciación por ejemplo, sino que adaptamos el medio a nuestras necesidades,
a nuestros gustos, e incluso a nuestros caprichos más extravagantes. Ya Ortega
y Gasset señaló (La Meditación de la técnica, 1939) que sin la técnica no
hubiera sucedido el proceso de hominización. El animal humano construye una
sobre-naturaleza, incluso en sí mismo, transmutando el temperamento heredado en
carácter en parte elegido, personalidad inalienable y única, y en esa
transformación halla satisfacción y bienestar en mitad de una naturaleza que se
le presentó hostil. En medio de ese intermundo técnico es donde crece y crea.
La creación de la cultura no es una proeza completamente
voluntaria. Es precisamente nuestra precariedad natural, nuestra indefensión
estructural, el largo periodo de inmadurez plástica (neotenia) lo que nos ha
obligado y nos ha permitido aprender, protegernos y armarnos. A partir de un relativo dominio del medio,
cada vez mayor, hemos desarrollado necesidades nuevas, lujosas, superfluas,
ultra-biológicas: teatro, ciencia, música, diversión, lectura, turismo… Nada
similar hallamos en los animales, por listos que sean alimentándose y
reproduciéndose. Puede que para los animales, adaptarse, alimentarse y reproducirse sea el valor supremo; para los hombres, no. "No sólo de pan vive el hombre".
Probablemente, más que la inteligencia, sean las facultades
representativas del hombre, memoria e imaginación, hermanas siamesas, su
extraordinario poder y capacidad creadora, lo que nos distinga del resto de
los animales. Ellas son las responsables principales del uso específicamente
humano de los símbolos, tanto lingüísticos como icónicos, que no sólo refieren
al exterior, sino también al interior del alma, a lo que sucede en la mente.
6. A esta relación de diferencias, ¡Man is different!, se podrían sumar otras: el bipedismo, el desarrollo del neocórtex, el llanto y la risa, la liberación de las manos, la consciencia del dolor y del sufrimiento, la capacidad de matar por diversión, la crueldad, la vergüenza, la guerra, la religión, el arte, la capacidad de actuar motivado por razones, la preocupación por el destino y la curiosidad por los orígenes, la aptitud para concebir un proyecto vital, para planificar los detalles de nuestra suerte, o la búsqueda filosófica de sentido, pues somos "el animal filósofo". Como dice Echeverría "Eva fue la primera filósofa", comió de la fruta prohibida por puro deseo de saber, prefirió el conocimiento a la sumisión (op. cit.). El proceso de hominización fue sin duda multifactorial. Javier Echeverría lo expresa muy bien:
"Ni la posición erguida, ni el aumento del tamaño del cerebro, ni la articulación prensil del dedo pulgar, ni siquiera la aparición del lenguaje articulado, niunguna de estas posibles causas explica por sí sola la transformación del chimpancé en Homo sapiens" (op. cit. pg, 126).
La etología ha demostrado que otros animales también ríen o
expresan con el rabo su alegría. Las hormigas se hacen la guerra y existen otros
animales que matan por placer. No se trata de rebajar las habilidades humanas
para animalizarlas, ni de sublimar las animales para humanizarlas como en las
prosopopeyas de las fábulas, sino de aceptar que compartimos con los animales
muchas habilidades cognitivas y sociales. El hombre, mujer o varón, es
diferente, pero no tanto. A fin de cuentas todos procedemos del mismo huevo misterioso
y manifestamos el mismo inexplicado conatus vital. Por eso, coincidimos con
Antonio Diéguez Lucena cuando afirma:
“Las diferencias entre los animales y los seres humanos son innegables, y en algunos aspectos, como el lenguaje, muy marcadas, pero por sí solas no dan para trazar una frontera absoluta”.
[1] Véanse
las siguientes notas.
[2] Citado
por Antonio Diéguez Lucena en La
evolución del conocimiento. De la mente animal a la mente humana.
Biblioteca Nueva, Madrid 2011, pg. 124.
[3] Ibidem,
pg. 126.
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