jueves, 24 de noviembre de 2022

DEL GRITO AL HECHO

 
"Ramonero", JBL 2022.

De la interjección a la terminología

La palabra pretende exteriorizar lo que percibimos o deseamos comunicar, aspira a manifestar lo interno. El sabio, científico o filósofo, pretende decir lo que las cosas son o cómo funcionan y se explican los eventos del mundo, o sea lo que acaece. Por eso tienden a expresar sus pensamientos con términos técnicos, con palabras bien cinceladas como cristales, con proposiciones que valgan por fórmulas, de silueta inequívoca, geométrica, palabras -llamémosles aquí propiamente términos- que intentan ser cosas o, por lo menos ensayan agotar su significado en su extensión referencial, sin más connotación que referir al mundo.

Por eso, conocer una ciencia es saber hablar y jugar con su lenguaje técnico, dominar su terminología, cuyos primeros conceptos deben permanecer estricta y rigurosamente definidos. Las terminologías son formas extremas de lenguaje cuyos significantes precisos señalan un máximo ideal y un mínimo emocional. Ayunas de sentimientos pueden sin embargo ser hermosas como poliedros.

"Las cosas -dice Goethe- son diferencias que nosotros [im]ponemos". Ortega ejemplifica este dictum autorizado refiriendo magistralmente al pensar del infante(1), pues los niños apenas distinguen unas cosas de otras. Para un chaval cualquiera, al principio, todo lo que se mueve sobre ruedas es, por ejemplo, "un papú". Pronto aprende el nene a distinguir un turismo de un camión, una ambulancia de una bicicleta. Las diferencias identificadoras son en su mente al principio poco profundas, separadas a penas por surcos imperceptibles, como esas ondas que modelan la piel acuosa de los estanques quietos cuando sopla el viento.

Las ideas de los niños son pocas y, más relevante y decisivo pedagógicamente: los niños llaman cosas a las siluetas fugitivas que van dibujándose en su afectividad, en sus emociones, pasiones y sentimientos. Por eso -comenta Ortega- los niños dan "gritos de avecilla" corriendo bajo el sol por los jardines, gritos inarticulados: suspiros, ayes, gemidos...,  o improperios.

Mas la palabra es grito modulado o murmuración articulada. Ya no grito ni clamor ni quejido, sino formalidad estable de la voz que por su definido y terminado contorno sonoro colecciona y aprisiona imágenes esquemáticas y, al fin, conceptos abstractos y formas inmateriales. Para expresar una explosión de alegría o un deje de dolor basta con el gesto o con el grito. En ellos están ausentes el motivo y la causa. Lo importante -como en poesía- es la conmoción del alma. Es el lenguaje emocional, la comunicación inmediata de las pasiones, una forma primigenia -y salvaje, si quiere decirse así-..., figura extrema de lenguaje, al menos para nuestros caracteres educados o bajo las circunstancias que dotan al espíritu de serenidad.

Al contrario que el léxico técnico y las terminologías científicas o filosóficas, la comunicación emocional expresa un mínimo de ideas y un máximo de afectividad. El residuo que queda en el lenguaje del grito, del gemido, del suspiro o del bostezo, es la interjección como expresión emotiva o apasionada, que expresa asombro (¡oh!), aceptación (¡guay!, ¡genial!), rechazo (¡eh!), advertencia (¡hey!), sorpresa (¡uy!), asco (¡puah!), etc. Palabras como "imbécil" o "tío" fácilmente se convierten en interjecciones con tal de que las exclamemos con entusiasmo, por no hablar de los tacos...

Pues bien, la vida del idioma -concluye Ortega- flota y fluye entre ambos extremos, entre el grito transfigurado o travestido en interjección y el término exacto y riguroso que usa y define el sabio: "La interjección es su germen, el término técnico es su momia". Digamos de paso que las palabras no fueron en su origen sólo metáforas -como pretendía Nietzsche-, que luego gastamos y olvidamos para volverlas concepto inerte, sino que, más primitiva o genuinamente aún, en su génesis biológica, fueron gritos o silbidos, o espasmos de la voz provocados por la herida o la sorpresa que causó el mundo en la mente del primate o del homínido. 

El caso es que la palabra sigue mostrando su genio bipolar: oscila, vibra, fluctúa y titubea desde la interioridad sentimental, emotiva y discontinua, hasta la cristalización en un sistema de términos o de conceptos abstractos o ideas: una terminología, una ideología, una teoría, una ontología...

Es importante reconocer que toda palabra es como un morlaco con dos cuernos, aunque quizá uno de ellos permanezca más o menos oculto, o limado y desmochado, reducido a muñón. Toda palabra posee estos dos polos, estas dos fuerzas ilocutivas o direcciones, con diversos efectos perlocutivos según la dinámica y el contexto de comunicación. Una de ellas la empuja hacia el pensamiento puro, libre de afecciones, frío como un témpano, valioso como representación positiva, objetiva; la otra dirección induce la palabra a expresar un estado emocional. 

Toda palabra es un compromiso entre ambas tendencias, la emotiva y la intelectual.


Nota bibliográfica

(1)  José Ortega y Gasset. Obras completas, 2. "Una primera vista sobre Baroja", Revista de Occidente, Madrid 1998, pg. 106s.

sábado, 19 de noviembre de 2022

PENSAR LO DIVINO

 

Fantasía plotiniana, JBL, 1988.

Pregunta: ¿Crees que el debate sobre la existencia o no existencia de Dios es infructuoso? ¿Por qué sí o por qué no?

En su Examen de ingenios para las ciencias (Baeza, 1575) Juan Huarte de San Juan explica cómo nuestra imaginación y nuestro entendimiento, facultades del Ingenio o talento creativo propiamente humano, poseen intimidad con la libertad, contribuyendo así muy decisivamente a la formación del carácter moral, es decir, de lo que hacemos con nosotros mismos eligiendo.

La facultad imaginativa, en efecto, es libre de imaginar lo que quisiere, por ejemplo la idea de una sociedad justa o de un ser perfecto. Kant habla de la «espontaneidad de la imaginación productiva», pero no la separa tan claramente del entendimiento como Huarte, al suponer que es «un efecto del entendimiento sobre la sensibili­dad». Por tanto -piensa Huarte-, de las acciones de esta potencia, de la imagina­ción depende que fortalezcamos la racionalidad o la irascibilidad de nuestro ánimo y 

"Así estando en nuestra elección fortificar (con la imaginati­va) la potencia que quisiéremos, con razón somos premiados cuando fortificamos la racional y debilitamos la irascible, y con justa causa somos culpados cuando fortificamos la irascible y debilitamos la racional. De aquí se entiende claramente con cuánta razón encomiendan los filósofos morales la meditación y consideración de las cosas divinas; pues con sola ella adquirimos el temperamento que el alma racional ha menester, y debilitamos la porción inferior" (Examen de ingenios, edición de 1594, V.).

¿Hasta qué punto estas palabras de Huarte abren el camino al deísmo ilustrado? Esta cuestión es difícil de respon­der. Pero que las cosas divinas sean objeto de la imaginación parece implicar que no puedan serlo de la actividad sensible, que no son hechos del mundo. Sólo el fanático ve a Dios. De todos modos, si Dios no existe como hecho sen­sible, hay que pensar­lo como objeto ima­ginario, hay que ingeniarlo, hay que inventar­lo como ideal de perfección posible

Kant considera a Dios un supuesto imprescindible de la moralidad o, dicho más abstractamente, un postulado básico para  el uso de la razón ético-práctica. Dios es así un fin de fines, un principio de esperanza en que convergen, en el infinito, justicia y felicidad, el reino de la naturaleza y el de la gracia, la virtud y la alegría que cada excelencia merece. También es posible, desde luego, pensar a Dios como un Demiurgo cruel (Sade) imitando su poder para hacer el mal. Por tanto no sólo la idea de Dios es formalmente relevante moralmente, sino que también cuenta el modo en que pensamos su contenido y sus notas o atributos (uno, bueno, bello, justo, etc.) 

Luz interior, JBL 2022.

Esto es lo que podría deducirse del análisis del Examen de Huarte, con tal de que uno renuncie a ver en la Palabra Revelada una noticia sensible y sustituya la teología del libro por la teodicea de la razón o justificación del Ideal de la razón pura en su uso moral. La pertinen­cia ética de las ideas acerca de lo divino pende ahora de la potencia trascendente de una imaginación entendida o de un entendimiento imaginante, de sus poderes anticipadores, cuyo cuidado es la atención que debe elevar el espíritu hacia las cosas mejores, cosas que son propia o relativamente: inven­cio­nes, engendros, especies, ideales suyos, ilusiones racionales o "sueños de la razón". 

No cabe racionalmente desdeñar el hecho de que tales ideales operan como tónicos de la voluntad y estímulos del yo ejecutivo. Por consiguiente, la idea de lo divino o la noción de lo perfecto resulta moralmente relevante como horizonte de autorrealización y de elevación de los espíritus para la generación de acciones convenientes y correctas.