“Hubo un tiempo en que no pensabas
y, si pensabas, era para reír con los amigos"
I. Gómez de Liaño. Carro de noche, 2010
Que somos animales, parece estar fuera de duda. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. El hambre y el deseo sexual son para nosotros apetitos tan poderosos como los que mueven al resto de nuestros congéneres animados. Pero es evidente que “no sólo de pan vive el hombre”. De la satisfacción de nuestras necesidades fisiológicas (respirar, comer, beber), nacen otras nuevas: seguridad, comodidad, afecto, popularidad, inclusión, comunicación, logro, poder, autorrealización…
Si atendemos sobre todo a por qué hacemos lo que hacemos, o sea, al fenómeno de la motivación humana, debemos aceptar que nuestra conducta está sobre todo ligada a las necesidades de nuestro organismo, a los deseos y a la afectividad: emociones, sentimientos, pasiones, gustos, caprichos, manías...
Sin embargo, al menos en España, pocos cazadores cazan para devorar a sus presas. El psicólogo Allport se percató de que las necesidades secundarias de los humanos no tienen por qué fundarse necesariamente en las necesidades primarias. Llamó a esto el principio de autonomía funcional de la motivación: ciertas actividades acaban desvinculándose de sus motivaciones originarias y autosustentándose, convirtiéndose en fin en sí mismas. Se puede beber por el placer de hacerlo, aunque no tengamos sed, y se puede estudiar por simple deleite intelectual, sin fines utilitarios. Igual, se puede “hablar por hablar”, sin que en realidad tengamos nada preciso o precioso que contarnos. Cazar, estudiar o conversar, se convierten así en actividades funcionalmente autónomas, en actos voluntarios. Para Allport, la autonomía funcional de los motivos superiores es señal de madurez del individuo adulto, que ha sabido crear su propia individualidad y puede tomar decisiones que se sustentan en sí mismas, es decir, libres.
Los niños, como los animales, tienden a hacer lo que les da la gana. El comportamiento por las ganas o desganas, el gusto o el disgusto, o sea, el comportamiento instintivo, es más primitivo que el comportamiento racional, incluso puede que los instintos conserven todavía vigor cuando la racionalidad (de una persona o de una cultura) decae. Cuando adquirimos el uso de razón, organizamos nuestra conducta de acuerdo a fines que la sociedad o nosotros mismos estimamos convenientes: de acuerdo a fines valiosos. Esto exige un cálculo racional. Aprendemos así a hacer lo que no nos da la gana: por ejemplo, nos conformamos comiendo una fruta, en lugar de atiborrarnos con un gran trozo de tarta, en razón de que sabemos que la primera es mejor para la salud y engorda menos… Tal vez por eso, Unamuno llamó a la voluntad "noluntad": capacidad de decir(se) no. El conocimiento es también –para los humanos- un elemento motivador. Tolman ya señaló en 1937 que lo que motiva nuestra conducta son, al menos en parte, nuestras expectativas, nuestros sueños e ilusiones racionales. El ser humano no se comporta sólo por lo que es naturalmente, un animal con instintos y emociones, sino que aprende a regular sus apetitos y afecciones anímicas en función de lo que aspira social y culturalmente a ser: un animal racional o, por lo menos, razonable.
En este sentido, es legítimo definir al ser humano como un animal racional. Se trata de una definición proversiva, de un ideal de conducta universalizable.
Ha habido filósofos (tal que David Hume) que han negado el papel activo de la razón y del conocimiento. Para Hume, la razón puede distinguir entre lo verdadero y lo falso, pero no entre lo bueno y lo malo. Así, el conocimiento de lo nocivo que resulta el tabaco no me impedirá seguir fumando, hasta que no encuentre un motivo o emoción que me fuerce a hacerlo, por ejemplo, el miedo a la bronquitis crónica o al cáncer. Como dijo el príncipe Hamlet, el famoso personaje de una tragedia de Shakespeare: es el miedo lo que nos hace a todos prudentes, no la razón. Por eso concluia Hume que “la razón es y debe ser esclava de las pasiones”.
Sin embargo, en nuestros días, el filósofo norteamericano John Searle (Razones para actuar, 2000) ha sostenido con poderosos argumentos el papel activo de la razón en nuestra toma de decisiones, defendiendo asimismo que la racionalidad, como fenómeno biológico y, por ello, universal, no está necesariamente ligada a una cultura o visión particular del mundo. Al contrario que los simios (nuestros parientes cercanos), nosotros podemos considerar razones y tomar decisiones con independencia de nuestros deseos. Incluso es posible que esas razones sirvan de base para los deseos y motiven sentimientos… V. gr., si creo que alguien vale por lo que hace, es fácil que acabe tomándole afecto o admiración. Nuestras creencias -sobre todo si son coherentes y adecuadas- son poderosos estímulos e incentivos para actuar. La razón no es un simple instrumento de cálculo, sino que también propone y elige fines, escoge a sabiendas entre conductas alternativas, juzga, descubre razones para la acción, independientes del deseo, y hasta crea motivos utópicos, incluso quiméricos.
La racionalidad puede entenderse así como una opción de la voluntad, como una elección del espíritu. Los apetitos y necesidades actúan consciente o inconscientemente. La razón exige conciencia. En realidad, es el yo el que actúa consciente, racionalmente. Por eso los motivos del yo difícilmente pueden ser, al menos conscientemente -sin autoengaño- irracionales.
Claro que tamibén existe la debilidad de la voluntad, el momento en que dejamos de comportarnos como animales racionales, para volver a hacer el bestia o darle gusto al cuerpo…
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1) “Le coeur a ses raisons que la raison ne connait pas”
Blaise Pascal
2) "Los hombres atienden a su sentimiento y a su interés pero les gusta imaginarse que siguen a su razón; por ello buscan, y encuentran siempre, una teóría que, a posteriori, proporciona un cierto barniz lógico a sus acciones. Si se pudiera reducir científicamente a la nada esta teoría, se llegaría simplemente a que otra teoría sustituiría a la primera, para alcanzar el mismo fin; se servirían de una forma nueva, pero las acciones seguirían siendo las mismas. Por ello, hay que dirigirse necesariamente al sentimiento y al interés para hacer actuar a los hombres y para hacerlos seguir el camino que se desea."
Vilfredo Pareto. Manual de economía política, II, epígrafe 108.
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