"Nominal" Tintas y filtros fotográficos, JBL, 2021 |
A José Carlos Barrientos.
Por muy materialista que uno sea, ha de admitir que las Ideas tienen consecuencias. En una aristocrática mesa, un caballerete del Antiguo Régimen renegaba asustado del contenido revolucionario de El Contrato Social de Rousseau. Un duque muy absolutista le contestó: “¡Pero son solo ideas!”. La piel de ese duque, o la más fina de su señora, previo aguillotinamiento, sirvieron para encuadernar una edición clandestina de las ideas de Juan Jacobo (el cual, por otra parte, era un neurótico insoportable).
Puede que sea sólo una leyenda, pero que rodaron cabezas en nombre de aquellos argumentos a favor de la igualdad, la fraternidad y la libertad está bien demostrado. Richar M. Weaver tituló así su contundente y conservador ensayo: Las ideas tienen consecuencias (Universidad de Chicago, 1948). Denunciaba cómo en nombre de los dioses de la masa burguesa, de la velocidad productiva y de la prisa consumidora, desaparecían costumbres fundamentales para la vida civilizada. Criticaba la tendencia a recelar de la excelencia, tanto intelectual como moral, por considerársela “no democrática”.
Para Weaver la derrota del realismo lógico y el triunfo de “la ominosa doctrina del nominalismo” condujo a la decadencia de nuestra civilización, pues el rechazo de las ideas, o sea de los conceptos universales, nos privó de criterio para discriminar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. Triunfó con ello la sofística del “hombre medida de todas las cosas”, el relativismo y el nihilismo. La pregunta por el origen y el sentido del mundo fue sustituida por los problemas de su funcionamiento y de la dominación mecánica de la naturaleza. Lo trascendente y espiritual se olvidó, sustituido por la inmanencia del determinismo psicologista o sociologista. El Homo sapiens fue reducido al homo faber y sujeto a un nuevo providencialismo progresista. Lo trágico de la existencia se veló acallado por las risas enlatadas en una sociedad de jóvenes malcriados incapaces de reconocer la autoridad del saber.
Es un hecho que cuantos más lujos podemos permitirnos, menos soportamos la disciplina del esfuerzo, incluido el esfuerzo de pensar originalmente. Pero la realidad que puede entusiasmarnos es casi siempre la de una idea. La sensibilidad hacia lo elevado, lo metafísico, lo sagrado, se ha perdido en aras de la inmediatez presentista del consumo. El triunfo masivo de la Internacional Publicitaria nos ha hecho renunciar, por ejemplo, al sentido del decoro, incapaces ya de reconocer la obscenidad que circula por los Media. Cualquier idea de pudor se sacrifica a fin de obtener un instante de excitación. La reflexión sucumbe ante el sensacionalismo y las relaciones humanas se deterioran sin remedio. Los hijos pasan a ser molestas responsabilidades y las familias se desestructuran. Hasta la amistad se marchita en las megalópolis, pues también ella es “antidemocrática” porque exige selección. Así que ¡ya todos somos “colegas, tío!”, sometidos a un Estado, es decir, a una gigantesca burocracia destinada exclusivamente a promover actividades económicas y espectáculos: o sea, alimentación, reproducción y reciclaje técnicamente programados por un poder paternalista y ahora, cada vez más, maternalista. La política no debiera reducirse a economía, pero ese parece ser su designio tanto liberal como marxiano.
La comodidad lo es todo (la burbuja de confort), a ella también se sacrifica la acción creativa y la excelencia. Es paradójico que la igualdad –o el igualitarismo- sean reclamados y exigidos precisamente por aquellos que más ardor muestran en promocionarse a sí mismos. Así la falsa regla de igualdad entre malos y buenos, competentes e incompetentes, coincide con el auge del egoísmo acomodaticio. La tesis fuerte de Weaver es que la rebeldía contra las distinciones es faceta de un movimiento dirigido contra el conocimiento y la vida intelectual, y cuyo origen histórico se halla en el nominalismo que niega toda realidad a las ideas, movimiento fortalecido por la falacia romántica de que el hombre es un campo de flores salvajes que florecen natural y espontáneamente con tal de que el “sistema” no le inhiba sus potencialidades. Es la aplicación de una doctrina falsa, la roussoniana del buen salvaje, un naturalismo antropológico buenista asociado a un humanitarismo sentimentaloide, sí, ese mismo en función del cual se destruyen hoy las estatuas de Colón.
Si nadie es mejor que nadie, deberíamos sortear los cargos públicos como hacían los atenienses, pues ¿cómo elegir al mejor si no puede haber nadie que lo sea? Además, en un mundo donde todos son naturalmente buenos, quien yerra no actúa mal, se explicará (o sea se justificará) su comportamiento cargando la responsabilidad al “sistema”, la familia, el desfavor social, etc. Lo cierto, es que –ya lo vio Aristóteles- ninguna democracia sobrevivirá sin el aristocrático principio de que la autoridad recaiga en los aptos, honrados y competentes, pues no hay más fuente de autoridad que el conocimiento y la bondad. Y lo cierto es que una democracia tampoco puede subsistir sin una educación que favorezca el talento y el esfuerzo y haga comprender la jerarquía de valores…, pero, cuando el verdadero educador pierde su autoridad y teme al alumno, cuando la inteligencia pierde su músculo, que es la memoria, y cuando los programas de estudios son ordenados por demagogos, el equilibrio entre justicia conmutativa (nadie es más que nadie) y distributiva (el reconocimiento de lo óptimo y lo perverso) se rompe, entonces el niño consentido sólo piensa en sus derechos y nada en sus obligaciones, cree que su gusto es el criterio de lo justo y que su intereses, fobias y filias, valen más que la verdad y el bien común.
El comportamiento actual del vándalo o del adolescente irreductible e incivilizable, que se ha vuelto también espectáculo mediático, no debiera sorprendernos si tenemos en cuenta que le han dicho por activa y pasiva y desde todos los monitores que no hay nada que no pueda saber ni placer que se deba perder, que querer es poder, también sus padres muchas veces –si comparecen- le han hecho pensar que basta con reclamar y quejarse, o victimizarse, para obtener lo que se les antoje. Vive bajo el imperio presentista del deseo, carece de inhibiciones y no reconoce relación directa entre esfuerzo y recompensa. A la menor torta que le dé la vida, se vendrá abajo. Se les ha hecho creer que el progreso, incluso el personal, es automático, por eso puede pasar de curso con varias asignaturas suspensas. Si no obtienen la felicidad que sus padres y la sociedad “les deben”, sospechan la intervención de una mano maligna, a otros señalarán como culpables de sus fracasos y, si no, al “sistema”, al “capitalismo”, al “imperialismo”, al “neocolonialismo”, etc. Nadie les ha recordado que para hacerse hombre o mujer de provecho es necesario formación y esfuerzo, inhibición y disciplina, que sólo se puede exigir si uno se exige. El niño malcriado suele ser hijo de padres indulgentes que satisfacen todos sus caprichos e inflan su ego hasta incapacitarlo para cualquier forma de lucha. Frente al pudor rural y la integración familiar, el urbanita desarraigado, aislado, incapaz de concebir algo más grande y sagrado que su ego o de apreciar el mérito de ponerse al servicio de una causa común, esterilizado, sin ideas propias, sin proyectos más allá del botellón, es carne de secta y psicodelia.
Si las ideas e ideales traen consecuencias, el no tenerlos es signo de deshumanización y decadencia. La acción y la experiencia no bastan. Puede que el diagnóstico de Weaver tenga mucho de acertado, pero tengo mis dudas (como las tuvo Voltaire) de que un mundo de certidumbres metafísicas sea mejor que un mundo poblado de relativistas y escépticos. Aún cierto pragmatismo y utilitarismo me parecen mejores y más seguros que un fideísmo que nos devuelva al “credo quia absurdum” de Tertuliano. También el dogma progresista, en cuanto sostiene que el punto más cercano de la historia es el de mejor desarrollo, me parece aberrante, porque reduce la capacidad de análisis y porque se niega a reconocer que ciertos ideales han sido injustamente deshonrados.
No obstante, es muy probable que las sociedades humanas sean incapaces de existir sin alguna forma de sacralidad (también el gran historiador Toynbee y el enorme humanista Steiner lo veían así). Los Estados ateos acaban ellos mismos encarnando la divinidad en el miserable y hasta ridículo culto al caudillo, al sublimado héroe fundador, al líder carismático y arbitrario, figuras que la historiografía revelará luego como verdaderos psicópatas y hasta genocidas.
El cuidado del orden natural y del lenguaje (Lógos) parecen a Weaver una buena tabla de salvación. En efecto, conocemos la realidad cuando la nombramos, no arbitrariamente, sino mediante un proceso de ideación y abstracción. Por supuesto cada cosa, como cada persona, son únicas y, por tanto, toda definición es analógica, refiere a similitudes. Pero no nos lleva a ninguna parte renunciar a la idea de verdad.
El relativismo que degenera en el discurso de la no-verdad y la falsa-noticia causan hoy estragos en el campo de la comunicación. A la educación familiar y escolar, ámbitos que no tienen por qué ser democráticos y en los que la reconstrucción de la autoridad resulta urgente, corresponde ordenar una más comprensiva relación con la naturaleza y con el lenguaje, devolviéndole amabilidad, potencia y estabilidad. Tal vez por eso afirma el profesor de Chicago que la gran poesía es el mejor recurso contra el sentimentalismo y la brutalidad. Mas la hermenéutica que requiere no se aprende sin esfuerzo.
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