jueves, 24 de febrero de 2022

REFLEXIONES DE MEDARDO


Medardo Fraile en Jadraque (Guadalajara),
río Henares, viajando por las tierras de Alfanhui en 1956
con Carmen Martín Gaite, Rafel Sánchez Ferlosio y Nicolás Vázquez.
 
 
En memoria de Medardo Fraile (1925-2013) 
y en atención a la sabiduría de sus últimos cuentos.


Los cuentos de Medardo Fraile están protagonizados por personajes corrientes pero extraordinarios. Valga la paradoja: son corrientes porque no son nada del otro mundo sino muy de éste y porque resultan siempre más bondadosos que malvados, más pobres que ricos, y sus vidas van pasando a la velocidad con que devoras las páginas de una buena novela. Además, son personajes extraordinarios por varias razones: una de ellas es que llevan nombres arcaicos y sonoros: Kelele, Carmelo, Oria, Eloy, Ciriaco, Otaola, Saturio, Parmenio, Leoncia, Bonifacio, Fuencisla… Desgraciadamente, ¡ya no hay gusto para estos nombres!, será porque “el mundo se encallece y afea cada día más”, o porque se americaniza y aborrega sin remedio, y sin que nos demos casi cuenta. 


Medardo Fraile, abajo en el centro con barba cana, rodeado de
 profesores y alumnos del IES Francisco de los Cobos,
después de su conferencia, la inaugural del curso 2009 (6-Nov.).


La asignación de estos nombres no tiene nada de casual: “Yo he creído siempre que hay nombres, los que no han sido desvirtuados por repetición exhaustiva, que fuerzan al que los lleva a un destino más o menos relacionado con algún personaje relevante que se llamaba igual. Nombres como Benjamín, David, Sara, Lázaro, Beltrán o Ananías no pueden alojarse en cuerpos condenados a una vida vulgar”.

- Bueno, dicen que Medardo viene del sajón como latinización de "Macht-hard": fuerte en su poder. ¡No está mal, amigo! Pero, ¿fraile? No te veo yo a ti con la tonsura ni con los votos... (conversación imaginaria con el "intruso").

La realidad “parece” desmentir esa tesis de que el nombre hace al hábito y al monje, ¡uno no resucita porque se llame Lázaro!, pero la "filosofía parda" de Emilia, la mujer de uno de los narradores de estas historias, explica las comillas de ese “parece”: “las pienses tú o no las pienses, unas cosas pasan y otras no, pero las que no pasan también las llevamos dentro, también nos pasan… Tenlo en cuenta…”. Un modo de ser de lo real, al menos para nosotros, es también lo que pensamos o pudo suceder.

Es cierto: lo que no hemos sido pero hemos podido ser también nos constituye, puede que melancólicamente, puede que alegremente, pero lo que no fuimos por poquito también está aquí, sabe Dios si para realizarse en otro mundo posible, futuro o paralelo a este... 

Los recuerdos e ideas promueven sentimientos y emociones, y esos mismos  afectos motivan acciones. Los personajes son también extraordinarios porque representan singularidades, porque cada humano es especie única, como cada hombre y cada mujer de carne y hueso; nosotros, nosotros insondables e irrepetibles, de quienes decía Unamuno también que vivimos y morimos pero que sobre todo morimos.




Como profesor y como aprendiz de filósofo (afectemos por lo menos algo de modestia), estos cuentos me tocan las entretelas del corazón, su ternura triste, su socarronería contenida. Menos contenida en sus preciosas cartas, que atesoro. Así, cuando quise ponerle a mi colección de relatos (premiados y no premiados) "Ilusiones", Medardo me disuadió con estas palabras: "No entiendo cómo se te ha ocurrido agruparlos bajo el título de 'Ilusiones'. Con ese título por sincero o adecuado que sea le quitas a tus cuentos muchas posibilidades. Ahora los títulos que interesan son como éste: Cuando mi abuela se cayó de la cama del párroco y se rompió el quinto virgo con el asa del orinal" (Glasgow 7 de julio 1992). Con el tiempo le hice caso y los publiqué con el título Criaturas de luz de luna.

 Los cuentos de la primera parte de Antes del futuro imperfecto (Páginas de Espuma. Madrid 2010) están ingeniados sobre recuerdos de las aulas por las que transcurrió la infancia y adolescencia de Medardo en la primera mitad del siglo XX (¡hace nada!, mas siglo pasado), esas aulas que olían “mezclado, suave, dulce, a lápiz, a pis añejo e inocente, a jabón seco en el pebetero de las orejas”… Aquellas aulas en las que la disciplina se suponía, como el valor en el ejército, y no había que negociarla, y en las que el alumnado aguantaba consciente, y hasta atento, chaparrones verbales de ocho horas. Y campaban por sus respetos profesores aburridísimos, como varios siempre, y otros u otras que enamoraban al personal sin necesidad de power points ni tecnologías de la información y la comunicación (TICs). Como la señorita Oria, que enamoró a sus alumnos para el latín con cuatro búcaros de Talavera y una docena de rosas.

El profesor de filosofía don Jenaro Seco era un hombre que daba que pensar, y un día, a la pregunta de un alumno sobre si la Filosofía hacía al hombre feliz, sus ojillos se encendieron como ascuas: “La Filosofía, señor Antolín, hace al hombre más sabio y puede usted decir que el sabio sabe evitar la infelicidad mejor que el resto de los mortales”.

“-O sea, que no es del todo feliz…

“-Cálmese… No sea usted, no sean ustedes vehementes… La vehemencia es el suicidio del deseo… Recuérdenlo”.

La moraleja de este cuento es ingrata para la Filosofía: “Imagine usted –siguió don Jenaro- que la tortuga de que hablaba Zenón es la felicidad, y Aquiles la persigue convencido de que la alcanzará, pero no la alcanza…”. Pero si para ser filósofo había que ser como don Jenaro, viejo y calvo, “preferíamos ser cualquier cineasta guapo con cabeza de chorlito y buenas gachís. Y la vida nos fue dando la razón: Aquiles alcanzó a la tortuga, como los policías alcanzan a los ladrones…”.

La diatriba de don Jenaro contra la vehemencia revela un rasgo de la personalidad del autor: don Medardo Fraile, tan original como semi-olvidado en nuestra piel de toro: Medardo es un español muy español, pero de temperamento más bien sereno y humorístico. Ni colérico ni sanguíneo, algo flemático y bastante melancólico, de esos a los que podrían haber fusilado en una de nuestras guerras civiles por tibios, por no caer ni del uno ni del otro bando, por dudar de casi todo o tener creencias propias (lo cual viene a ser lo mismo), o por no ser hemipléjico cerebral, como decía Ortega del que se definía de derechas o de izquierdas. 

No es de extrañar que Medardo -aun “fuera de sí”-, como confiesa que anduvo por Britania al final de su libro, haya hecho vida familiar en las nórdicas y frías latitudes de Escocia. Le delatan sus ojos azules, tristes y sagaces, de niño travieso o de sátiro inocente, y ya se sabe desde Aristóteles que los ojos son espejo del alma. Su mirada de soñador y su dominio del lenguaje, que usa con una transparencia y sobriedad ejemplares, ha explotado el juego del cuento como nadie durante las últimas décadas, a fin de cuentos –como él mismo señala- el juego no es sino una forma peculiar del sueño. Y alguno de sus últimos relatos, ultra-brevísimos, tienen algo de experimento onírico, como “Retales”. También la filosofía puede definirse -así lo hizo Ortega- como el cuento de nunca acabar.

Es difícil no sentirse entrañadamente solidario de aquel profesor de literatura que un día se ha dejado los modelos en casa y pone por dictado a los alumnos un texto propio, y siente cómo, al apresurarse éstos por borrarlo al final de la clase, la pizarra se convierte en una fosa negra para sus intimidades y sueños… “Se quedó un buen rato frente a la pizarra, buscando con angustia una brizna de palabra suya, media palabra, nada…”. La angustia del profesor es también la angustia del escritor Medardo, o del filólogo don Anselmo (“Postrimerías”), o del lector atento por hacer perdurar sus frases, sus escritos, sus lecturas, sus amoríos o sus sueños.

Las descripciones de los personajes son tan escuetas como magistrales: “Cosme era un fulano enteco con una voz cavernosa y seca oliente a nicotina como si hablaran sus huesos en lugar de él”. Este peluquero, Cosme, resultará un héroe anónimo, o sea una buena persona, que acaba cerrando su barbería por no callar o largar a un viejo tristón y delgaducho que se planta en ella a mendigar atención y desahogar las odiseas de su vida de paria y exiliado.

En “Amor”, un relato en verdad poético, se contrapone la filosofía especulativa a la filosofía de las cosas. El protagonista, Parmenio, acaba sustituyendo la primera por la segunda para encontrar a su media naranja. Tras aburrir a su primera novia con preguntas metafísicas e inquietudes existenciales…, “cuando conoció a Acacia resucitó de nuevo y manso, tembloroso, totalmente domado por el perfume de ella, le dijo:

“-He visto una rosa cuando atravesaba el parque, le he arrancado un pétalo y era como tu piel…

“Y otro día:

“-Quiero que florezcas a mi lado año tras año, Acacia…

“Y una filosofía de cosas se fue enredando en sus vidas, sin que ninguno de ellos acertara a expresarla.”

Sin llegar nunca a pedantes, algunos personajes resultan sentenciosos y sabios, como el tío Alberto de uno de los protagonistas o el corresponsal de Obdulia, en “Carta de un encuentro”: “Pero en la vida ganamos perdiendo y perdemos ganando”. Ramón, el corresponsal, que vive casado en Francia, le ofrece a Obdulia –viuda con quien tuvo un buen rollito de jóvenes- un noviazgo platónico que resucite ya en el otoño de la vida el sueño del amor, “para sentir la vida”, un noviazgo basado en el respeto

¡Basado en el "respeto", nunca mejor dicho! Mi amigo Brigantinus me ha recordado hace poco que esta palabra viene del latín 'respectus', compuesta por re- y spectrum: "aparición", derivado de la familia 'specere' "mirar"; por lo tanto, respeto es el del que vuelve a mirar y no se queda con la primera impresión; respeta el que revisa la primera idea que se hace de alguien o de algo y vuelve a catarlo, por precaución, tal vez, o por afán de comprensión y por curiosidad. Medardo cita à propos a Simone de Beauvoir: “cuando se respeta profundamente a alguien se rehúsa forzar su alma sin su consentimiento”. La frase podría servir de lema para un curso de prevención del maltrato...

Aunque Medardo nunca abandona del todo el realismo, un realismo que a veces propone auténticos enigmas en los eventos que narra, alguno de sus últimos cuentos sorprende por su delirante fantasía, próxima a la de un Stanislaw Lem. Como en “Culturalia”, relato en que un escritor venezolano, Fermín Onrubia, solicitaba en un opúsculo perdido un premio Nobel de Literatura para Sócrates, el Sócrates histórico, quien como se sabe no escribió nada. El opúsculo incluía una correspondencia ficticia pero muy notable entre la Academia Sueca y Pericles, más su amante y consejera, la hetaira y tal vez mentora del estratega: la bella e inteligente Aspasia. Allí sale a la luz la “incorrección política de Platón” y la posibilidad de ser escritor sin escribir, escribiendo con la vida, pues a fin de cuentas “las personas más influyentes de la Humanidad no han escrito jamás una palabra”…

Es una suerte para todos nosotros que Medardo Fraile no se haya encontrado entre estas últimas, las que no dejan nada escrito, las ágrafas. Yo supongo a Medardo en el Parnaso de los artistas. Confesóme en una de sus cartas (3 marzo 1997) a punto de cumplir las setenta y dos primaveras, que lo que más le interesaba en ese momento era "saber si todavía existe en Betel (o cualquier otro sitio) la escala de Jacob y si se puede o no subir por ella porque, aunque prefiero los ascensores, si llega la hora de morirse, subir es mejor que bajar".


La escalera de Jacob. William Blake-


Nota bene:

Esta entrada ha sido elaborada sobre mi artículo "Presente continuo (Los últimos cuentos de Medardo Fraile)", que se publicó en Cuadernos del Matemático, nº 46. junio 2011, pgs. 95ss.


Bibliografía:

- Medardo Fraile. Palabra en el tiempo. Edición de Pedro M. Domene. Batarro, revista literaria, segunda época, números 47-48-49. Año 2005.

- Alianza Editorial publicó los Cuentos completos de Medardo Fraile en 1991.

- Cartas personales de Medardo Fraile al autor de la entrada.

 

 

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